PÓRTICO
Por
su calidad literaria, este libro constituye una sorpresa en un país donde el
arte de la escritura ha venido a menos, a pesar de tantos talleres y festivales
de toda clase donde se exhiben los nuevos genios. Si en sus páginas hablan los
muertos, es porque los muertos no paran de hablar. Los muertos de Comala o de
Spoon River, que aprenden todas las lenguas para asustar a los vivos. Sus voces
son el recuerdo del mundo. Excepcional en la poesía colombiana por el tema y el
tratamiento, cuenta con minuciosa veracidad la historia de una de las más
famosas casas de Medellín. Criado en ella, para el autor es experiencia vivida,
no dudoso relato de segunda mano. La emoción en la poesía tiene que ser
directa, no herencia de investigadores. De reciente desaparición para la fecha
de esta obra, quienes la conocieron se encontrarán aquí de nuevo en casa de
Resfa, por el poder evocador de la poesía.
La
memoria de la ciudad queda incompleta sin el capítulo de la prostitución, que
no es algo marginal y ocultable, y preocupó en otro tiempo a las autoridades.
No por casualidad la casa de Resfa contó con la vecindad de El Poblado. La
crónica y el relato se ocupan en los últimos dos decenios de completar la
historia local con vivaces descripciones de ciertos barrios y lugares que
pasaron a ser leyenda. Y de otros nuevos que superan en audacia a las viejas e
inocentes casas de citas, hipócritamente estigmatizadas con nombres infames.
Por primera vez el tema aparece en la poesía con un texto conmovedor, que a su debido
tiempo ocupará lugar sobresaliente en la literatura antioqueña. Pocas veces la
historia adquiere la intensidad de este libro. Verdadera poesía, de gran
aliento, no la simulación de los que creen que la poesía se redacta como
cualquier esquela de amor o comunicado burocrático. Desde Porfirio Barba Jacob
nadie más había puesto el sentimiento en la poesía con tan desgarrada
autenticidad. Estamos llenos de poeticas de entrecasa, que no conocen la vida
sino por el noticiero y los chismes del vecindario.
Ocurrió
en Altamira, suroeste antioqueño: el legendario párroco Aureliano Morales (su
busto en bronce se encuentra en el atrio de la iglesia), fustigó en la primera
misa de un domingo de 1945 las pocas casas de mujeres libres, situadas al final
de la calle arriba, que se convertía en camino hacia Urrao. Pidió al Cielo
vehementemente, alzando los brazos, que cayera un rayo sobre las pobres
barracas de paja dedicadas a la impiedad y la alcahuetería, por estar al pie de
un morro donde él había entronizado una blanca estatua de la Virgen. El rayo cayó el
miércoles siguiente al atardecer, en medio de furiosa tormenta, con tan mala
puntería que destrozó la imagen, y las casitas siguieron viviendo humildemente,
favorecidas por el cielo. La cabeza de la Virgen voló a una cañada, de donde la rescataron
en la mañana unos muchachos. Corolario: luchar contra la prostitución es
imposible. Lo mejor es disfrutarla. Para eso toda la ciudad se ha convertido en
prepago y la palabra puta se borró del diccionario. Hijo de puta se
convirtió en una cariñosa declaración de afecto, como decir hermano.
Cada
quién pretende que los demás acepten sus normas, y muchos se unen para
imponerlas sobre otros. A eso se le llama educación. El lema es “Por la
razón o la fuerza”. A la esclavitud se le cambia el nombre por libertad
y todos tan contentos “dentro de nuestros linderos”. Los defensores de la
libertad se rigen por ideas fijas. Otro imposible.
Se
recorren estas páginas con creciente interés, en un encadenamiento de sorpresas
que van de lo anecdótico a lo dramático, de lo cómico a lo trágico, de lo
pintoresco a lo escatológico, de lo triste a lo jocoso, de lo fugaz a lo
trascendente, en un crescendo de alto impacto sustentado por el estilo. Nunca
frívolo, como podría sugerirlo el tema, es por el contrario una obra cuya
importancia crecerá con los lectores, con la decantación del tiempo, con la
historia. A la calidad nos atenemos. Únicamente a la calidad, aunque el tiempo
se demore en reconocerla.
Jaime
Jaramillo Escobar
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