domingo, 14 de octubre de 2012

LA CASA DE RESFA No 7: Poemas de la vida, Carlos Mario Garcés Toro...


 
LA CASA DE RESFA
 
Poemas de la vida


 

MARTA CHIQUITA Y SU HERMANA MARGARITA,

LAS DE AMAGÁ

 

 

Volví a la casa de Resfa

después de haberme marchado por algunos años a mi pueblo,

donde doce o quince hombres me forzaron

en un camino nocturno con la complicidad de la luna.

El primero de ellos era Gustavito,

que jugara conmigo cerca del molino,

en la escuela de la vereda donde estudiábamos juntos.

 

Ya no era la muchacha bonita de antes.

El vicio había deslucido mi rostro y mi cuerpo.

De mí sólo quedaría una foto en la sonriente pared.

 

Entonces me marché al pueblo de La Virginia, Caldas,

a su vieja zona de tolerancia,

adonde llegan las putas viejas y olvidadas

que sobran en las casas de citas de Medellín.

 

Una noche, una negra grande

con la que había discutido por una cerveza,

me sorprendió sentada y por el respaldo de la silla

clavó el cuchillo carnicero de empuñadura de palo,

que unió mi corazón a la punta del arma.

 

A falta de dinero se acudió

a mi hermana Margarita y Enrique su marido (un político),

que ordenaron todas las coronas para el funeral.

 

Ella nunca se dio por enterada

que antes de su llegada al negocio

yo pasé varias noches con el Enrique,

que dicho sea entre paréntesis no siempre pagaba por el servicio.

 

Por eso creo que esta vez ese viejo gordo y ladino

vino a mi entierro para pagar el conejo.

 


 
EN LA BAÑERA DE LA CASA
 
 
Al costado de la vieja casa,
en un soleado y florido patio,
se había construido una gran bañera circular
recubierta con matizados azulejos
y amplias escaleras dispuestas para el juego.
 
Al frente se alzaba un tabique de madera
detrás del cual se tenía lugar de preferencia
para mirar furtivamente a los bañistas.
 
Eran siempre un grupo selecto de clientes
que escogían a las más frescas muchachas
y todos juntos se bañaban desnudos
con palabras maliciosas, risas, bromas,
besos y caricias en la lúbrica orgía.
 
El joven tío Willian encendía un marihuano,
y señalando en broma a los bañistas,
a los niños nos daba lecciones
sobre los gatos, los perros y los burros.
 


 

SANDRA LA FLACA

 

 

Me vine a escondidas de mi pueblo

con mi novio Víctor, un policía,

que ilusionada me trajo a esta ciudad.

Nos hospedamos en Residencias La Palma,

en la esquina norte entre Amador y Bolívar,

cerca de los viejos teatros Medellín y Granada.

 

Durante un mes permanecí encerrada

en la habitación 308.

El día que no regresó pregunté por él,

y me informaron que lo habían trasladado.

 

Un taxista me condujo a la casa de Resfa.

(Él ganaba por eso una comisión).

Bonita y recién llegada,

en aquel entonces fui la reina de la noche.

 

Pero la rueda del amor

y las cartas marcadas con que juega el destino

tenían para mí un giro inesperado.

 

El contagio de la sífilis en segundo grado,

que sin saberlo transmití a algunos clientes

y a Luis Alfonso, mi enamorado,

me llevó a esconderme en los suburbios, avergonzada

por temor a los reclamos airados y el escándalo.

 

El hijo que le llevé a mi madre para que lo criara,

no sabe que yo soy la culpable

de que sus ojos hayan nacido ciegos.

 


 

MANUEL VILLA Y EL NEGOCIO DE BANDERA ROJA
 
 
Si en Barbosa se sentían orgullosos
del nombre del negocio La Gran Parada,
yo me sentía orgulloso del mío en Envigado: Bandera Roja.
El mío, a diferencia del de ellos,
no era un simple burdel de mujeres:
era una cantina tertuliadero,
visitada por renombrados intelectuales
como los maestros Fernando González,
Pedro Nel Gómez, Manuel Mejía Vallejo,
y hasta un expresidente de la República.
(Buenos tiempos aquellos,
en que las artes hacían parte de la vida).
 
Al fondo del negocio,
para los que quisieran,
se acondicionaron cómodas y seguras habitaciones.
 
Yo fui el que les enseñó a trabajar a la Resfa y a la Luz,
que eran primas hermanas.
Ellas fueron mujeres mías,
que después se harían famosas
con sus propios negocios en Medellín.
 
Decían que yo era un negro serio,
corajudo y mujeriego,
cosa que no desmiento.
El coraje lo llevaba en la sangre.
Si alguien me frentiaba,
yo no le daba el quite.
 
En la riña con el negro Julio Herrera
lo dejé con varios machetazos
y una humillante vergüenza.
 
Pero la venganza fue creciendo,
hasta la noche en que me disparó
seis tiros por la espalda.
 
Mi fortuna, que incluía más de treinta propiedades,
se la pelearon durante varios años muchas viudas y huérfanos.
 
Me hubiera gustado haber muerto como Fernando González,
entre los naranjos de Otraparte y con otra clase de dudas.
 

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