miércoles, 25 de enero de 2023

Los muchachos que se atrevieron a dejar sus celulares _ Juan José Hoyos

 La historia empieza en los escalones de una biblioteca de Nueva York. Allí se reúnen cada semana unos doce adolescentes que participan de un rito muy particular. Hacen parte de un club. Y buscan liberarse de la dependencia de sus teléfonos celulares y de las redes sociales. Dicen que quieren aprender a usar sus cerebros.

“Estamos aquí todos los domingos, llueva o truene, incluso si cae nieve” le dice uno de ellos al periodista que los acompaña. Cuando han llegado todos, caminan hacia un parque, mientras esconden sus teléfonos. Muchos usan iPhone. Otros prefieren marcas y modelos más sencillos o antiguos. Pero la marca o el modelo de los aparatos no son para ellos motivo de ostentación. Todo lo contrario.

Habitualmente, buscan una pequeña colina alejada de la gente. Entonces empieza el ritual. “Algunos dibujan en cuadernos. Otros pintan con acuarelas. Con los ojos cerrados, uno se sienta a escuchar el viento. Muchos leen. Citan como héroes a escritores libertarios como Hunter S. Thompson y Jack Kerouac, y les gustan las obras que condenan los males que acarrea la tecnología” cuenta el periodista.

Lola Shub, una estudiante de último año de bachillerato, se muestra feliz de haber dejado de usar un teléfono inteligente. “Cuando conseguí mi teléfono tonto con tapa, las cosas cambiaron instantáneamente”, dice. “Empecé a usar mi cerebro. Me hizo observarme como persona. También he estado tratando de escribir un libro. Llevo como 12 páginas”.

La fundadora del club es Logan Lane, una chica de 17 años. Ella dice que durante el confinamiento de la pandemia su apego a las redes sociales se volvió preocupante para ella: “Me consumió por completo”. Para vencer su adicción, borró Instagram, que era la red que más usaba, pero eso no fue suficiente. Entonces decidió guardar su teléfono en una caja.

Logan cuenta que entonces sintió por primera vez lo distinta que era la vida sin un iPhone. “Leía novelas en el parque. Admiraba los grafitis cuando viajaba en metro y conocí a otros muchachos que me enseñaron a pintar con aerosol en los patios de estacionamiento de los trenes de carga”.

Sus padres valoraron su transformación, pero insistieron en que llevara un teléfono de los sencillos, con tapa, para poder comunicarse con ella. Sin embargo, el sueño de Logan es no tener ningún teléfono. “Mis padres son tan adictos a ellos...” dice al periodista. “Mi mamá entró en Twitter y Twitter se apoderó de ella”.

El club fue fundado en el 2021 y lleva el nombre de Ned Ludd, un obrero inglés del siglo XVIII que se volvió famoso por destrozar un telar mecánico para hacerles comprender a sus compañeros los peligros de la automatización y la industrialización. Hoy, el club tiene unos 25 socios.

Apenas acaba la reunión, los muchachos se van por un camino solitario, sin luces, y hablan de poesía, de música y de los males de Tik Tok.

Alex Vadukul, el periodista de 33 años que escribe la crónica, publicada en The New York Times, es uno de los jóvenes reporteros heredero de la tradición narrativa de los grandes periodistas del Times, como Gay Talese, a quien llama “su padre”.

Alex termina su relato contando cómo una estudiante señala el cielo y dice: “Miren. Estamos en cuarto creciente. Eso significa que la Luna se hará más grande...” Luego describe por última vez a los muchachos: “Caminando por la oscuridad, la única luz que brillaba en sus rostros era la de la Luna”.


https://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/los-muchachos-que-se-atrevieron-a-dejar-sus-celulares-CG20157757

miércoles, 11 de enero de 2023

Apartes de algunos libros guardados en el cajón del nochero _ CMGToro

El Gaviero Periódico Literario N. 20

A Pelé _In memorian-.

 A Pelé _In memorian-. 


La promesa


Faber Cuervo


El estadio parecía un descomunal platillo volador con más de 200.000 pasajeros a bordo. Las apuestas auguraban su despegue hacia un cielo de gloria al finalizar el último partido de la Copa del Mundo. Nadie dudaba que El Maracaná celebraría el primer título de la verde amarela; para festejar por anticipado los cariocas adelantaron el tradicional carnaval de Río. Cientos de palomas liberadas en el campo de juego remaron el aire festivo, las paredes de la ciudad gritaban con grafitis lo que millones de nativos esperaban: ¡Brasil campeao!


 Los jugadores italianos, victoriosos en el último Mundial, declararon que estaban listos para entregar la Copa a los brasileños. Su superioridad técnica, además de jugar en casa, daban la razón a los azurri y a quienes consideraban apenas un trámite la realización del último juego. A la escuadra canarinha le bastaba empatar con Uruguay para ser el campeón.


A 200 kilómetros de Río, en el pueblo de Tres Corazones –Estado de Minas Gerais-, Joao Ramos do Nascimento, exjugador de fútbol, salió de su casa para llamar a Edson, su pequeño hijo, quien jugaba con una pelota de trapo en la calle. 


- Entra que ya empieza la final entre Brasil y Uruguay- ordenó al pequeño. 

- Quiero jugar –se resistió el niño.

- Vamos a ganar y bailaremos toda la noche- insistió su padre.


A regañadientes, el chico se unió a su papá, su tío Jorge y varios amigos para escuchar la narración del partido a través de un viejo radio. Los locutores se quejaban porque un Brasil dominante demoraba en reventar el balón contra las piolas del arco rival. Dondinho, como cariñosamente llamaban al padre de Edson, aducía que faltaba transportar y golpear el balón con ambas piernas, mientras el tío Jorge rememoraba los goles de fantasía que su hermano anotaba como centro delantero en el Bauru Atlético Clube de primera división. Edson veía vaciar las cervezas agazapado tras un sillón de mimbre, en sus bracitos iba y venía un balón desinflado. 

Terminado el primer tiempo, el cielo de Rio se tiñó de colores y humos al cruzarse globos y cohetes. En las favelas, los vecinos, envueltos en banderines y pancartas, clamaban por la aparición del gol. Para el segundo tiempo, los jugadores de la verde amarela  apuraron presionados por la torcida hasta que hicieron un gol faltando quince minutos para finalizar el juego. El estadio se levantó en oleadas de euforia, semejaba una nave prendiendo motores con sus ocupantes abrazados en un solo cuerpo. Sin embargo, el platillo que parecía despegar, detuvo el impulso cuando Schiaffino anotó para Uruguay; Brasil con el empate seguía siendo campeón, pero olvidaban que Uruguay venía de ganar el futbol en los Olímpicos de 1924 y 1928 y no había perdido hasta ese día ningún match. Cuando faltaban nueve minutos para la sentencia del pito, Alcides Gihggia, camiseta 7 de la albiceleste, disparó rasante hacia la cueva anhelada y el balón logró besar sus entrañas a pesar de la estirada del portero Barboza. 1 X 2 final.


Del cielo empezaron a caer palomas muertas al predio donde acababa de librarse un combate de gladiadores en pantaloneta. Seguidamente, se desató un remolino de viento en la ciudad que terminó de arruinar los preparativos de la apoteósica celebración. Como zombies, los espectadores se desparramaron por las calles, muchos de ellos se desmayaron o entraron en histeria. Entre disfraces y basuras –residuos del carnaval-, se arrastraban los borrachos y se alimentaban los perros y los gallinazos.  El que fuera hasta hace poco un vigoroso platillo rumbo a la gloria apagó intempestivamente sus motores; parecía que la deslumbrante mole de medio millón de sacos de cemento del recién construido Maracaná hubiera dado a tierra. También, el país entero, con sus veredas y sertones, se fundía como si la misma energía eléctrica sintiera el desaliento. Los árboles de la selva amazónica lloraron la derrota inesperada y una zamba recién compuesta, “Brasileños victoriosos”, debió enmudecer en las emisoras. La frustración escrutaba con ojos vidriosos a los supuestos culpables; hinchas enfurecidos quisieron despedazar al técnico Vicente Feola, otros retrasaron durante diez días la salida del equipo uruguayo, asediando el hotel donde se alojaba.


Dondinho y sus amigos lloraron como niños. El pequeño Edson abrazó a su padre y le dijo para consolarlo:


- No llore, papá. Yo voy a traerle la Copa que hoy perdimos.


Contempló la ancha sonrisa de su hijo, el único ser allí que no lucía angustiado. Pero el dolor que lo aturdía no le permitió descifrar lo que acababa de escuchar. El niño salió a jugar otro partido con sus amigos. Si algo le preocupaba eran los botines que su papá no podía comprarle. Celeste, su madre, le rogó para que entrara a comer, pero el chico no paraba de sudar su cara brillante como betún, corría tras una bola de trapo, gritaba, se asemejaba a un mecanismo elástico al saltar, reía sonoramente cuando anotaba un gol. Las madres de los otros chicos también llamaron inútilmente, esa noche terrible se conformaron con sus esposos dentro de sus hogares, aunque fuera rumiando la resaca. 

Dondinho volvió a su puesto de aseador en un hospital; con su sueldo y las ayudas del suegro -un vendedor de leña-, prosiguió la crianza de tres hijos. Edson, el mayor, tiraba los cuadernos en cualquier rincón de la casa al llegar del colegio, luego se volcaba a hacer malabares con la pelota secundado por su padre quien le enseñaba la técnica que había aprendido en los clubes profesionales. También se escapaba del salón de clase para internarse en las veredas donde cogía cogollos arrojados por los árboles; hacía la treinta y una con ellos hasta desflecarlos, luego los pateaba apuntando a un blanco que podía ser la horqueta de una rama o el hueco de un barranco. Mientras esto hacía, el pequeño exclamaba “les voy a marcar a todos, será diferente”. 


Dodinho descubrió una tarde las andanzas de su hijo al seguirlo hasta un bosque. Se escondió tras unas quaresmeiras, cambiando la voz dijo:


- ¡Sigue entrenando así! ¡Vas a ser el rey!


El niño se asustó, echó a correr por la ribera de un río y regresó a su casa. 

Muy pronto, Edson driblaba a los adultos del barrio igual a su padre quien fintaba todo el equipo contrario y después convertía el gol. “Mi papá es mi héroe, marcó cinco goles de cabeza durante un partido, y eso será difícil de igualar”, solía decir. El niño mostraba con orgullo las fotos de Dondinho con la camiseta número 9 en todos los equipos donde jugó; una lesión en los ligamentos había acabado con su carrera deportiva, por lo que el pequeño deseaba obtener lo que su padre no pudo alcanzar. 


Dondinho había superado las decepciones deportivas, pero sobrevinieron las carencias domésticas. Edson se vio obligado a ofrecerse como lustrabotas para ayudar en los gastos de la casa; poco después, ingresó a una estación de gasolina de la que se retiró para aprender talabartería y engancharse en una fábrica de zapatos. No duraba en los puestos de trabajo, en ellos convertía cualquier utensilio en una bola para practicar el futbol. Desde los sudores infantiles, amistándose con la pelota, se habían activado todos los tejidos, los incipientes músculos, los inacabados huesos, los jóvenes tendones y articulaciones, en una anatomía favorecida con la elasticidad de un felino; en los pies de ese chico alegre se empezó a fraguar una danza esférica que atrajo la mirada del fichador Waldemar de Brito, el mismo que convenció a doña Celeste para que su hijo renunciara al trabajo y se fuera a jugar al Santos FC de Sao Paulo. 


Transcurrieron ocho años desde que los cimientos del país fueron sacudidos por el terremoto de haber perdido el título en casa. Hacía cuatro años, otra verde amarela integrada por estrellas del fútbol fue eliminada antes de las finales por un sorprendente conjunto húngaro. Brasil, otra vez, volvió a llorar. Mientras tanto, los ojos de Feola, el director que había perdido en el maracanazo, no le perdían el rastro a un niño que empezaba a hechizar a la torcida con sus voleas, chalacas, amagues, precisos cabezazos y ejecución de tiros libres. No tardó en convocarlo a la selección Brasil en los preparativos para el Mundial de Suecia. 

Edson continuaba domando el balón como a una mascota, éste lo seguía por donde aquél emprendiera carrera, lo arrastraba como si los taches de sus botines tuvieran magnetismo para el cuero. El escurridizo morocho confundía las defensas que terminaban en el piso recriminándose entre sí al ver que una sombra parda se escabullía y anotaba tranquilamente el gol. Ni un manglar de guayos lo podía detener, siempre avanzaba resuelto y veloz como una pantera hacia el arco contrario, amagando con cintura y piernas, dejando regados a los rivales hasta que dirigía el balón donde jamás lo esperaba el portero. Se hacía pases de asistencia hasta con la cabeza para él mismo anotar. Pateaba con el empeine, el tobillo, con la punta del botín, con cachetada, con la rodilla. Tan peligroso era en el cobro de los tiros libres –potentes y bien ubicados- como en los disparos sobre la marcha, miraba los huecos donde podía embocar y allí caía el redondo.


Obligado a reposar por una lesión, Edson regresó a su casa llevando regalos a su abuelo que ya no podía acarrear leña, a su madre Celeste, a su tío Jorge y los hermanos. Su padre permaneció callado en el sillón de mimbre; Edson se sentó junto a él, lo abrazó y le dijo al oído: “papá, ya viene tu regalo en camino, será el mejor”. Poco después, a pesar de estar incapacitado fue llevado a Suecia para disputar la Copa Mundo de 1958. La verde amarela era una incógnita con jugadores desconocidos, pocas entrevistas y esquivas fotografías. El esfuerzo del cuerpo médico para recuperar la rodilla maltrecha de Edson no logró su participación en los dos primeros partidos en los que Brasil doblegó a Austria 3 X 0 y empató con Inglaterra 0 X 0. En el tercer partido ante la URSS de los talentosos Yashin y Simonian, Edson ayudó con Garrincha, Didí y los goles de Vavá, a vencer 2 X 0. Brasil avanzó a los cuartos de final en los que enfrentó a Gales. Al minuto 11 del segundo tiempo, la sombra parda recibió pase de Didí a espaldas de la portería, bajó la pelota con el pecho a su pie derecho sin dejarla rebotar en el piso, la golpeó sutilmente elevándola frente las costillas del último defensa y luego la impulsó al fondo del arco. Brasil 1 Gales 0.


El último escollo del Scracht antes de enfrentar la final fue la selección francesa a la que derrotó 5 X 2 con tripleta del prodigioso Edson. Los apostadores empezaron a tener en cuenta a Brasil como candidato al título. En la otra banda, Suecia dejaba en el camino a las poderosas escuadras de Hungría, la URSS y Alemania; el choque final sería entre representantes del Viejo y el Nuevo Mundo.


El rey Gustav de Suecia y su corte ocuparon el palco en la sede del último partido, mientras a miles de kilómetros de Estocolmo, en el pueblo de Tres Corazones, Dodihno, el tío Jorge y sus amigos se pegaron al viejo radio para seguir los pormenores del juego. Suecia empezó ganando con un gol a los 4 minutos del primer tiempo, pero, Brasil se adelantó con goles del gambeteador Vavá a los 9 y 32 minutos. En el segundo tiempo, los rubios suecos rindieron sus pretensiones cuando Edson hizo un sombrerito al defensa Gustavsson y luego incrustó en las redes. Zagallo anotó un cuarto gol y Edson repitió con un quinto después de saltar por encima de dos defensas y cabecear el balón. Brasil 5 Suecia 2.


Brasil obtenía por primera vez el título mundial conducido por los pies mágicos de Edson. El rey Gustav entregó la Copa al Scratch y seguidamente cedió su corona a un rey que acababa de nacer, O´Rey du futbol para el mundo, el Rey Pelé. El nuevo astro opacó a los famosos magiares Puskas y Kocsis y a otras celebridades del futbol. La nación volvió a ser el platillo volador de aquella tarde aciaga ocho años atrás, pero esta vez sí despegó. Los nativos reventaron de felicidad en un carnaval espontáneo, volvieron a ser una sola alma enraizada en todos los cuerpos; la zamba “Brasileños victoriosos” pudo cantarse y bailarse en las ciudades y los campos. Las frustraciones se hundieron en el gran río, la selva amazónica reverdeció como si se hubieran adelantado las lluvias y la torcida aclamó a un nuevo héroe, ¡Pelé!


Cuando Edson regresó a la casa, sacó de un lujoso estuche la corona obsequiada por el rey de Suecia. La puso sobre la cabeza de su padre mientras decía:


- Papá, el rey no soy yo… ¡eres tú!

Dondinho lloró de alegría.