Hacia comienzos de 1987 conocí a Jaime Jaramillo Escobar (X-504), quien dirigía el taller de poesía de la Biblioteca Pública Piloto, de Medellín. Unas semanas atrás había leído en el suplemento literario de El Colombiano la convocatoria al taller de poesía, el cual tenía entre algunos de sus requisitos enviar los interesados varios poemas de su autoría, ya que el cupo era limitado, por lo cual se haría una selección de los participantes. Un domingo, a eso de las ocho de la noche, sonó el teléfono, y del otro lado de la línea escuché, por primera vez en mi vida, la voz bien timbrada, qué digo, el vozarrón de X-504, quien me felicitaba y me decía que le habían gustado mucho mis poemas, y que, por lo tanto, yo había sido escogido para ser un integrante del taller. Razón por la cual me comunicaba que nuestra primera reunión sería el miércoles venidero, a las seis de la tarde (solo años después, creo que, por razones de orden público, el taller sería trasladado a los sábados en la mañana). Sobra decir que aquella noche no pude contener algunas lágrimas, que vadearon mis mejillas, con sabor a sal, alegría y emoción.
Quién diría que aquel hombre, rodeado de un
extraño halo, de un misterio, de un silencio, como de ermita, más el taller
donde se oficiaba el amistoso y controvertido dialogo, y los libros y autores
que de ahí en adelante comenzaría a leer, cambiarían la rosa de los vientos que
me llevaría a otros lugares y encuentros menos limitados. Yo, hijo de
proxenetas, que vivía en aquel burdel, que solo había estudiado hasta cuarto de
bachillerato, que solo había leído novelas sin peso y poetas de marca menor,
que me encerraba en uno de los cuartos de atrás de la casa a escribir, sin
fundamento, sin estructura y sin una visión del mundo, en la máquina que me
había traído mi abuela Resfa de un viaje que había hecho a Panamá.
La noche de nuestro primer encuentro en el
taller llegué muy temprano a la biblioteca, por lo que decidí dar una vuelta
por los alrededores, y al regresar ya estaba un poco tarde, por lo que el
taller ya había empezado. Debo reconocer que yo no había leído nada de Jaime y
mucho menos sabía qué era eso de El Nadaísmo. Entre dudas y
sobresaltos entré al lugar, con la timidez de un muchacho de apenas veinticinco
años que, por primera vez, sale del burdel donde vive con un rumbo distinto, y
entra a un taller de poesía en una biblioteca que no le es familiar, y conoce
por primera vez a un poeta verdadero.
Jaime, usted me preguntó mi nombre, y al
escucharlo se puso de pie y, sonriendo, me abrazó como si me conociera de mucho
tiempo atrás. Después me invitó a sentarme junto a los otros asistentes.
Entonces usted nos explicó algunas cosas sobre el taller. Y a continuación sacó
de su famoso maletín negro unas copias de poemas que repartió a cada uno de los
asistentes. Y comenzó a leer con esa voz, con esa tesitura, con esa forma tan
suya y única de leer poesía, que me hizo sentir que aquello era otro mundo,
otro mundo distinto al que yo conocía y en el que estaba acostumbrado a vivir.
Poco antes de terminar aquella primera sesión usted me entregó los poemas que
yo le había enviado. Estaban corregidos con lápiz rojo. Había muchos, pero muchísimos
errores de ortografía y puntuación. Pero usted pareció hacerme un guiño, y
quiso darme a comprender lo que mucho después comprendería: no es lo mismo
redactar que escribir. Si redactar fuera escribir, los gramáticos serían los
mejores escritores. Escribir es otra cosa. Escribir es tener imaginación,
intuición, emoción, sensibilidad, magia, como reclamaba Vicente Huidobro cuando
escribió: «Yo no busco la gramática cerebral, yo busco la gramática de magia». Aunque
es innegable que un buen escritor debe fundirlas a ambas.
La asistencia constante al taller trajo
consigo la familiaridad con los demás compañeros y con usted. Poco a poco me
atreví a presentarle mis poemas, hasta que, ocurrió que una noche, usted sacó
de su maletín, que era extenso a usted, las copias de los textos que leeríamos
aquella noche. Y, oh, sorpresa, allí había cuatro poemas de mi autoría: Los
tres viejitos, Peregrinos, Judas y La muchacha de la vieja
esquina, que usted leyó con emoción y elogios. Ese mismo
año, gracias a su intermediación, se publicaron algunos de estos poemas en la
revista Piedra de sol, que dirigía el escritor Hernando García
Mejía. De ahí en adelante, nos hicimos amigos. Empecé a visitarlo con mucha
frecuencia a su casa de Belén. Esa casa en donde colgaban los bebederos en el
balcón y venían a beber los azulejos, siriries, tórtolas y colibríes que se
suspendían en el aire con su vuelo cambiante de colores.
En su casa se hizo costumbre que nos
reuniéramos algunos días de la semana con otros escritores, especialmente con
Verano Brisas, a leer sobre la historia universal, o ver una película, o
escuchar música. En su casa usted hizo los arreglos para que yo me conociera
con Héctor Ignacio Rodríguez: el amigo y poeta, autor de ese bellísimo libro Menos
poemas y más besos, y quien murió prematuramente a los treinta y
tres años. Solo ahora, y transcurrido tanto tiempo, he venido a comprender el
porqué de ese afán suyo aquel domingo en que llevó a un fotógrafo, después de
que salimos a la zona verde de la unidad a buscar ramas con las cuales hacer
una corona que simulara ser de laurel y coronar a Héctor Ignacio como un gran
poeta. Las fotos han quedado, y de ellas ya se escapan los colores, pero he
comprendido, finalmente, que usted tenía como el don de la premonición, que
usted tenía una intuición que nos lleva leguas de ventaja en este país,
cercenado, cegado, cauterizado, de premonición, intuición y bajo la égida de
los infames. En esa casa, una noche, usted tuvo la generosidad de pasarme al
teléfono con el gran poeta y crítico Andrés Holguín: el mismo que escribió: «Poesía,
aquel melódico río, que refleja el arcano de todas las cosas, opio hecho de la
misma realidad», y quien se desbordó en elogios y comentarios sobre mi poema Judas.
A su casa, donde tantas veces llamé por
teléfono a altas horas de la noche, «todo turro» y alcoholizado, siempre
siempre hago énfasis en que siempre encontré una voz amiga, desinteresada y
presta a escucharme con paciencia amorosa y sin pretender nunca abordarme desde
la orilla de un consejo, sino permitiendo que cada situación o motivo llevara
lenta a un despertar de los sentidos. No voy a decir que el taller, o usted, me
cambió con su ejemplo de asceta, pero sí puedo decir que algo se operó en mi
interior. Una fuerza se abrió en sus esclusas y vino a servirme como motor de
empuje para que todos los días, sagradamente, leyera en la
Piloto los autores que iba conociendo en el taller. Terminé
el bachillerato e hice la carrera de Licenciado en Historia y Filosofía, lo que
me sirvió para ganarme la vida con la docencia, durante ya largos años. ¿Quién
lo diría? Que «el hijo de las putas», como me llamaba la mamá de mi padre, hoy
lleva más de treinta años de estar «limpio» y libre del monstruo del alcohol y
las drogas.
Porque, Jaime, qué impacto me produjo tu
poesía y leer el poema El mundo de las maravillas en donde
escribiste: «Pero ninguna droga pudo darme la belleza, la lozanía, la majestad,
el aroma, la magia de una simple rosa rosada en su rosal (…)». Hoy me pego
todos los días mi «porrazo» de lectura; y me embriago de vida, literatura y
poesía, en cuyo tablero quiero morir.
Parafraseando, Jaime, la carta que le enviaste
a Gómez Jattin, un extraordinario poeta, por cierto, que, en su trasegar, se
detuvo como el corifeo frente a la panorámica del mundo y solo vio el reino de
la locura, con la carcoma de la miseria en todo, con la desintegración del
cuerpo y de los sentidos en un puñado miserable de cenizas, con la trampa del
deseo en el alma y el cuerpo, lo que convierte todo en una farsa. Pero que a
pesar de eso cantó en los bordes del infierno, contemplando las flores. Sin
embargo, Jaime, el verdadero ciclón, la fuerza de los mares, el movimiento de
las placas poéticas; el fuelle de lo vital, pasional, amoroso, original,
creativo, irónico (tu ironía, que es una facultad superior de la inteligencia,
va a la par con la de Luciano de Samósata y el Conde de Lautréamont), lo
trajiste tú con tu obra que corre paralela a otra obra de 1967: La novela Cien
años de soledad, de García Márquez, y Los poemas de la ofensa, de
tu autoría, Jaime. Donde ofendes para bien a la tibia poesía colombiana que se
hallaba en el sopor y la dormidera de los conventillos, torres de marfil, en el
clasicismo de los gramáticos, en el romanticismo y modernismo trasnochado, en
las nubes y florecitas de los piedracielistas, en la sola forma
de los parnasianos; de los serénateros y versificadores y artesanos de la
palabra que contaban sílabas mientras golpeaban el hierro contra el yunque. Cuatro
obras marcan una ruptura en la poesía colombiana del siglo XX. Tres de ellas
publicadas en 1925: Libro de crónicas, de Luis Tejada
Cano; Tergiversaciones, de León de Greiff, y Suenan
timbres, de Luis Vidales. Pero creo que con Los
poemas de la ofensa se marca un giro mayor, ya que entroncan no
solo con la raíz del pueblo, sino también con lo simbólico que deviene de Los
evangelios apócrifos y de una parte codificada de William
Blake, Walt Wittman e Isidoro Ducasse. No sé si su canto está dirigido a la Ballena
blanca o a la Ballena negra, o
la Diosa negra o a la Diosa Blanca. Eso lo explicarán
los exégetas o hermeneutas.
Jaime era un fabulador que tenía un poder
físico y hasta metafísico para las palabras. Tenía un oído poético perfecto.
Tenía no solo talento, sino que era un genio. Un genio original, creativo,
trascendente y hasta espiritual. Uno de los hombres más inteligentes que yo he
conocido. Uno de los hombres de mayor carpintería literaria y poética del país.
Que, en términos hipotéticos, si no hubiera escrito ni un solo poema, era un
poema en sí mismo por el amor a la poesía y su conjugación hacia lo bello y
maravilloso. Era un poema hombre lleno de misterio, hermetismo, silencio,
crítica, canto y un profundo fervor por la poesía, de la cual, como el catador
de vino, o el perfumista que cata las más profundas fragancias, así, él aguzaba
el oído, que le daba la certeza de distinguir, en el océano farragoso, qué era
genuino y qué no, en el inmenso cerro de poemas que a diario le tocaba cribar.
Varias veces lo acompañé a comprar la lotería
a la esquina de su casa, en Belén. Yo creo que compraba la lotería para
burlarse del lotero, de mí y de la vida. Me lo imaginaba riéndose solo en la
sala de su casa con esa risa de niño travieso que lo acompañaba desde la
infancia, y haciendo gala de sus otros dos sentidos: El absurdo y la magia.
Debo confesar, Jaime, que usted es uno de los
mejores poetas de este país en toda su historia. También debo confesar, no con
el fin de alcanzar legitimidad ni desagravios (ya no tengo por usted rabia ni
molestia como cuando a mi regreso de una corta estadía en la costa caribe, le
presenté dos libros de mi autoría, en los cuales yo me creía Saint Jonh Perse;
y usted, en su honda percepción, no encontró valor alguno en ellos, haciéndome
un bien para una autocrítica futura. Aunque debo reconocer que en aquella
ocasión salí de su casa lanzándole maledicencias e improperios). Su muerte me
punzó y talló todo el perímetro de mi ser. Pero que, a pesar de este hecho no
asimilado aún, sucede una cuestión no menos extraña, y parecería otra de sus
ironías: Jaime no ha muerto, porque la poesía genuina nunca muere.
Aviso funerario