jueves, 4 de noviembre de 2021

El X-504 que yo conocí y su influencia en mi formación Carlos Mario Garcés Toro

 Hacia comienzos de 1987 conocí a Jaime Jaramillo Escobar (X-504), quien dirigía el taller de poesía de la Biblioteca Pública Piloto, de Medellín. Unas semanas atrás había leído en el suplemento literario de El Colombiano la convocatoria al taller de poesía, el cual tenía entre algunos de sus requisitos enviar los interesados varios poemas de su autoría, ya que el cupo era limitado, por lo cual se haría una selección de los participantes. Un domingo, a eso de las ocho de la noche, sonó el teléfono, y del otro lado de la línea escuché, por primera vez en mi vida, la voz bien timbrada, qué digo, el vozarrón de X-504, quien me felicitaba y me decía que le habían gustado mucho mis poemas, y que, por lo tanto, yo había sido escogido para ser un integrante del taller. Razón por la cual me comunicaba que nuestra primera reunión sería el miércoles venidero, a las seis de la tarde (solo años después, creo que, por razones de orden público, el taller sería trasladado a los sábados en la mañana). Sobra decir que aquella noche no pude contener algunas lágrimas, que vadearon mis mejillas, con sabor a sal, alegría y emoción.

Quién diría que aquel hombre, rodeado de un extraño halo, de un misterio, de un silencio, como de ermita, más el taller donde se oficiaba el amistoso y controvertido dialogo, y los libros y autores que de ahí en adelante comenzaría a leer, cambiarían la rosa de los vientos que me llevaría a otros lugares y encuentros menos limitados. Yo, hijo de proxenetas, que vivía en aquel burdel, que solo había estudiado hasta cuarto de bachillerato, que solo había leído novelas sin peso y poetas de marca menor, que me encerraba en uno de los cuartos de atrás de la casa a escribir, sin fundamento, sin estructura y sin una visión del mundo, en la máquina que me había traído mi abuela Resfa de un viaje que había hecho a Panamá.

La noche de nuestro primer encuentro en el taller llegué muy temprano a la biblioteca, por lo que decidí dar una vuelta por los alrededores, y al regresar ya estaba un poco tarde, por lo que el taller ya había empezado. Debo reconocer que yo no había leído nada de Jaime y mucho menos sabía qué era eso de El Nadaísmo. Entre dudas y sobresaltos entré al lugar, con la timidez de un muchacho de apenas veinticinco años que, por primera vez, sale del burdel donde vive con un rumbo distinto, y entra a un taller de poesía en una biblioteca que no le es familiar, y conoce por primera vez a un poeta verdadero.

Jaime, usted me preguntó mi nombre, y al escucharlo se puso de pie y, sonriendo, me abrazó como si me conociera de mucho tiempo atrás. Después me invitó a sentarme junto a los otros asistentes. Entonces usted nos explicó algunas cosas sobre el taller. Y a continuación sacó de su famoso maletín negro unas copias de poemas que repartió a cada uno de los asistentes. Y comenzó a leer con esa voz, con esa tesitura, con esa forma tan suya y única de leer poesía, que me hizo sentir que aquello era otro mundo, otro mundo distinto al que yo conocía y en el que estaba acostumbrado a vivir. Poco antes de terminar aquella primera sesión usted me entregó los poemas que yo le había enviado. Estaban corregidos con lápiz rojo. Había muchos, pero muchísimos errores de ortografía y puntuación. Pero usted pareció hacerme un guiño, y quiso darme a comprender lo que mucho después comprendería: no es lo mismo redactar que escribir. Si redactar fuera escribir, los gramáticos serían los mejores escritores. Escribir es otra cosa. Escribir es tener imaginación, intuición, emoción, sensibilidad, magia, como reclamaba Vicente Huidobro cuando escribió: «Yo no busco la gramática cerebral, yo busco la gramática de magia». Aunque es innegable que un buen escritor debe fundirlas a ambas.

La asistencia constante al taller trajo consigo la familiaridad con los demás compañeros y con usted. Poco a poco me atreví a presentarle mis poemas, hasta que, ocurrió que una noche, usted sacó de su maletín, que era extenso a usted, las copias de los textos que leeríamos aquella noche. Y, oh, sorpresa, allí había cuatro poemas de mi autoría: Los tres viejitos, Peregrinos, Judas y La muchacha de la vieja esquina, que usted leyó con emoción y elogios. Ese mismo año, gracias a su intermediación, se publicaron algunos de estos poemas en la revista Piedra de sol, que dirigía el escritor Hernando García Mejía. De ahí en adelante, nos hicimos amigos. Empecé a visitarlo con mucha frecuencia a su casa de Belén. Esa casa en donde colgaban los bebederos en el balcón y venían a beber los azulejos, siriries, tórtolas y colibríes que se suspendían en el aire con su vuelo cambiante de colores.

En su casa se hizo costumbre que nos reuniéramos algunos días de la semana con otros escritores, especialmente con Verano Brisas, a leer sobre la historia universal, o ver una película, o escuchar música. En su casa usted hizo los arreglos para que yo me conociera con Héctor Ignacio Rodríguez: el amigo y poeta, autor de ese bellísimo libro Menos poemas y más besos, y quien murió prematuramente a los treinta y tres años. Solo ahora, y transcurrido tanto tiempo, he venido a comprender el porqué de ese afán suyo aquel domingo en que llevó a un fotógrafo, después de que salimos a la zona verde de la unidad a buscar ramas con las cuales hacer una corona que simulara ser de laurel y coronar a Héctor Ignacio como un gran poeta. Las fotos han quedado, y de ellas ya se escapan los colores, pero he comprendido, finalmente, que usted tenía como el don de la premonición, que usted tenía una intuición que nos lleva leguas de ventaja en este país, cercenado, cegado, cauterizado, de premonición, intuición y bajo la égida de los infames. En esa casa, una noche, usted tuvo la generosidad de pasarme al teléfono con el gran poeta y crítico Andrés Holguín: el mismo que escribió: «Poesía, aquel melódico río, que refleja el arcano de todas las cosas, opio hecho de la misma realidad», y quien se desbordó en elogios y comentarios sobre mi poema Judas.

A su casa, donde tantas veces llamé por teléfono a altas horas de la noche, «todo turro» y alcoholizado, siempre siempre hago énfasis en que siempre encontré una voz amiga, desinteresada y presta a escucharme con paciencia amorosa y sin pretender nunca abordarme desde la orilla de un consejo, sino permitiendo que cada situación o motivo llevara lenta a un despertar de los sentidos. No voy a decir que el taller, o usted, me cambió con su ejemplo de asceta, pero sí puedo decir que algo se operó en mi interior. Una fuerza se abrió en sus esclusas y vino a servirme como motor de empuje para que todos los días, sagradamente, leyera en la Piloto los autores que iba conociendo en el taller. Terminé el bachillerato e hice la carrera de Licenciado en Historia y Filosofía, lo que me sirvió para ganarme la vida con la docencia, durante ya largos años. ¿Quién lo diría? Que «el hijo de las putas», como me llamaba la mamá de mi padre, hoy lleva más de treinta años de estar «limpio» y libre del monstruo del alcohol y las drogas.

Porque, Jaime, qué impacto me produjo tu poesía y leer el poema El mundo de las maravillas en donde escribiste: «Pero ninguna droga pudo darme la belleza, la lozanía, la majestad, el aroma, la magia de una simple rosa rosada en su rosal (…)». Hoy me pego todos los días mi «porrazo» de lectura; y me embriago de vida, literatura y poesía, en cuyo tablero quiero morir.

Parafraseando, Jaime, la carta que le enviaste a Gómez Jattin, un extraordinario poeta, por cierto, que, en su trasegar, se detuvo como el corifeo frente a la panorámica del mundo y solo vio el reino de la locura, con la carcoma de la miseria en todo, con la desintegración del cuerpo y de los sentidos en un puñado miserable de cenizas, con la trampa del deseo en el alma y el cuerpo, lo que convierte todo en una farsa. Pero que a pesar de eso cantó en los bordes del infierno, contemplando las flores. Sin embargo, Jaime, el verdadero ciclón, la fuerza de los mares, el movimiento de las placas poéticas; el fuelle de lo vital, pasional, amoroso, original, creativo, irónico (tu ironía, que es una facultad superior de la inteligencia, va a la par con la de Luciano de Samósata y el Conde de Lautréamont), lo trajiste tú con tu obra que corre paralela a otra obra de 1967: La novela Cien años de soledad, de García Márquez, y Los poemas de la ofensa, de tu autoría, Jaime. Donde ofendes para bien a la tibia poesía colombiana que se hallaba en el sopor y la dormidera de los conventillos, torres de marfil, en el clasicismo de los gramáticos, en el romanticismo y modernismo trasnochado, en las nubes y florecitas de los piedracielistas, en la sola forma de los parnasianos; de los serénateros y versificadores y artesanos de la palabra que contaban sílabas mientras golpeaban el hierro contra el yunque. Cuatro obras marcan una ruptura en la poesía colombiana del siglo XX. Tres de ellas publicadas en 1925: Libro de crónicas, de Luis Tejada Cano; Tergiversaciones, de León de Greiff, y Suenan timbres, de Luis Vidales. Pero creo que con Los poemas de la ofensa se marca un giro mayor, ya que entroncan no solo con la raíz del pueblo, sino también con lo simbólico que deviene de Los evangelios apócrifos y de una parte codificada de William Blake, Walt Wittman e Isidoro Ducasse. No sé si su canto está dirigido a la Ballena blanca o a la Ballena negra, o la Diosa negra o a la Diosa Blanca. Eso lo explicarán los exégetas o hermeneutas.

Jaime era un fabulador que tenía un poder físico y hasta metafísico para las palabras. Tenía un oído poético perfecto. Tenía no solo talento, sino que era un genio. Un genio original, creativo, trascendente y hasta espiritual. Uno de los hombres más inteligentes que yo he conocido. Uno de los hombres de mayor carpintería literaria y poética del país. Que, en términos hipotéticos, si no hubiera escrito ni un solo poema, era un poema en sí mismo por el amor a la poesía y su conjugación hacia lo bello y maravilloso. Era un poema hombre lleno de misterio, hermetismo, silencio, crítica, canto y un profundo fervor por la poesía, de la cual, como el catador de vino, o el perfumista que cata las más profundas fragancias, así, él aguzaba el oído, que le daba la certeza de distinguir, en el océano farragoso, qué era genuino y qué no, en el inmenso cerro de poemas que a diario le tocaba cribar.

Varias veces lo acompañé a comprar la lotería a la esquina de su casa, en Belén. Yo creo que compraba la lotería para burlarse del lotero, de mí y de la vida. Me lo imaginaba riéndose solo en la sala de su casa con esa risa de niño travieso que lo acompañaba desde la infancia, y haciendo gala de sus otros dos sentidos: El absurdo y la magia.

Debo confesar, Jaime, que usted es uno de los mejores poetas de este país en toda su historia. También debo confesar, no con el fin de alcanzar legitimidad ni desagravios (ya no tengo por usted rabia ni molestia como cuando a mi regreso de una corta estadía en la costa caribe, le presenté dos libros de mi autoría, en los cuales yo me creía Saint Jonh Perse; y usted, en su honda percepción, no encontró valor alguno en ellos, haciéndome un bien para una autocrítica futura. Aunque debo reconocer que en aquella ocasión salí de su casa lanzándole maledicencias e improperios). Su muerte me punzó y talló todo el perímetro de mi ser. Pero que, a pesar de este hecho no asimilado aún, sucede una cuestión no menos extraña, y parecería otra de sus ironías: Jaime no ha muerto, porque la poesía genuina nunca muere.

Aviso funerario

La poesía colombiana no ha muerto,
vive en Jaime Jaramillo Escobar, X-504.

lunes, 1 de noviembre de 2021

¿Qué queda de Ciro Mendía? Por Alvaro Noreña Jimenez

 

Sus libros que ya no se encuentran ni en las librerías antiguas. De pronto en manos de algún librero coleccionista. O en La Anticuaria de Medellín. Ni sus obras inéditas , ni sus fotografías con amigas y amigos, ni sus cartas, ni sus cuadros que traía a colación en las visitas que le hacían en forma esporádica periodistas, poetas y amigas:

Ciro Mendía: «Esa fotografía en la pared es una de las últimas de Verlaine, está en sus ‘palacios de invierno‘, y tiene una historia interesante: un diplomático de Colombia en París  se la regaló al poeta Eduardo Castillo, éste para comprar  morfina la vendió a Barba Jacob, Barba se la regaló a León de Greiff y León a mí... quién sabe a manos de quién irá a parar»




 

¿Quién es Eduardo Castillo?

 



Eduardo Castillo. Poeta colombiano, nacido en Zipaquirá el 5 de febrero de 1889, hijo de Alejandro Castillo y Clementina Gálves. Fue el mayor de cinco hermanos, autodidacta, llegó a dominar varios idiomas como el portugués, francés, inglés e italiano y a traducir a grandes escritores clásicos. Perteneció a los poetas líricos de la generación centenarista que lo tiene como uno de sus mayores representantes junto con Porfirio Barba Jacob y José Eustasio Rivera. Dejó escritos textos sobre Edgar Allan Poe, José Asunción Silva, Estefan Mallardi, Amado Nervo, Anatole France y Rubén Darío, entre otros. Tradujo a Oscar Wilde, Baudelaire, D’Annuncio y Verlaine. Fue secretario privado por 14 años del poeta Guillermo Valencia con quien lo unían lazos familiares. Desde su más temprana juventud llevó una vida de bohemia. Fue colaborador del Nuevo tiempo y de la revista Cromos por más de 20 años. En compañía de Ángel María Céspedes publicó su libro El Duelo Lírico en 1918. Fue nombrado académico de la lengua por la Real Academia Española en 1930. Dentro de sus obras están: El Árbol que Canta, Los Siete Carrizos, Tinta Perdida y Cuentos Inéditos. Falleció en 1938 en Bogotá, a los 49 años víctima de la morfina.

Nota biográfica de Eduardo Castillo tomada para el libro N.º 127 «Memoria lírica», una antología del poeta zipaquereño, Eduardo Castillo, cuyo cuidado y selección estuvo a cargo de Lolita Carrillo Escobar y Jaime Carrillo Ortiz, para la colección «Un libro por centavos», iniciativa de la Decanatura Cultural, de la Universidad Externado de Colombia,