jueves, 14 de enero de 2016

Biografía de José Martí

Nació en La Habana, cuando aún Cuba estaba bajo el dominio español, el 28 de enero de 1853. Era hijo de don Marino Martí y Navarro y de doña Leonor Pérez y Cabrera. Fue llamado José Julián.


José Martí
En 1865 ingresó en la Escuela Superior Municipal y luego al Colegio de San Carlos. En 1869 se lo condenó a prisión por seis años, por haber publicado escritos considerados sediciosos (en ellos llamó traidor a un compañero de estudios que se había alistado como voluntario en el Ejército de España). 


El destierro a España fue el resultado de la conmutación de la pena. 

En ese país estudió en las Universidades de Madrid y Zaragoza, culminando sus estudios en Derecho y Filosofía y Letras. Data de esa época "El Presidio Político en Cuba", donde el gobierno español fue objeto de sus críticas por su crueldad y rudeza.

Luego de volver a Cuba, y ser otra vez desterrado a España, se casó en 1877 con Carmen de Zayas Bazán que lo convirtió en padre de Ismael, inspirador de muchos de sus versos.

Se trasladó a Nueva York (Estados Unidos) en 1880 y allí escribió en algunos periódicos, como "The Sun" y la revista "The Tour". Posteriormente escribió para el diario "La Nación", de Buenos Aires (Argentina). Fue Cónsul de Argentina, Uruguay y Paraguay, pero su corazón lo obligó a luchar por la liberación de su patria, y fundó el Comité Revolucionario.

 Junto a los Generales Máximo Gómez y Antonio Macero se embarcó rumbo a Cuba para luchar. Desembarcó en la isla en 1895, y murió en manos de las fuerzas españolas, el 19 de mayo de ese mismo año.

Fue un gran orador y periodista, expositor del modernismo. Innovó en materia de ritmos, acentos y matices, enunciando contenidos críticos sobre la literatura y el arte del momento.

José Martí
Junto a Rubén Darío, (Nicaragua), Julián del Casal (Cuba), Manuel Gutiérrez Nájera (México) y José Asunción Silva (Colombia), es considerado como iniciador del movimiento modernista hispanoamericano.


Escribió sobre crónicas de viajes, crítica de arte, obras de teatro, como "Patria y Libertad" (drama indio en dos actos), "Abdala" (pieza en ocho escenas escrita a los dieciseis años), "Amor con amor se paga" (un acto). También escribió una novela: "Amor funesto", y numerosas poesías que reunió en varios volúmenes breves: "Ismaelito" (1882), "Versos sencillos" publicada en 1891. Esta podría considerarse su obra más acabada. Poemas como "La rosa blanca" y "La niña de Guatemala", se incluyen en esta Antología. "Versos libres", fue publicado en 1913 por Gonzalo de Quesada de Oróstegui, en el Tomo IX de las Obras Completas.

Se trata de una poesía fuerte y dura, calificada por su propio autor como escrita "no con tinta académica, sino con la propia sangre".

Selecciones de sus poemas fueron publicadas en dos oportunidades, con prólogo y notas de Rubén Darío.


Como periodista introdujo en 1882 técnicas absolutamente modernistas, sinestesias, armonía y metáforas rebuscadas. Creó lo que llamó Max Heriquez, la prosa artística.






Fuente: http://www.poemas-del-alma.com/jose-marti.htm#block-bio

lunes, 11 de enero de 2016

Fernando Soto Aparicio: el fin de la pelea con Dios _Por: Camila Builes

Ochenta y tres años, setenta y dos libros publicados, innumerables obras de teatro, poemas y cuentos. Fernando Soto Aparicio encarna la frase “vivir para escribir”. Hoy, con una enfermedad terminal, el escritor colombiano se despide de la literatura con “Bitácora del agonizante”.



Fernando Soto Aparicio: el fin de la pelea con DiosFernando Soto Aparicio nació en Socha el 11 de octubre de 1933./ Andrés Torres

La casa de Fernando Soto Aparicio está atrapada en un edificio de Suba, Bogotá. A la entrada hay una mesa café con ocho portarretratos: cuatro con fotos de los nietos, dos con fotos de los hijos, los otros dos con fotos de él. En una de las imágenes un niño de por lo menos un año le está agarrando los bigotes. Los ojos de Soto Aparicio están cristalizados, apuntando directamente a los ojos del pequeño; la boca del niño se abre para tragarse la nariz de quien lo carga. La imagen —sin pose alguna— retrata la esencia de los momentos efímeros y a su vez eternos: la felicidad.
—Es uno de mis nietos —dice el escritor, que este año cumple 83 años—. Me gustan las fotos. Me tenés que hablar duro porque no escucho por un oído.
Es alto: el vano de la puerta de la cocina puede medir más de 1,75 cm. Él se tiene que agachar un poco para pasar. La cabeza parece tenerla en la mitad del cuello. Las orejas sobresalen a cada lado. Recuerdo que un día leí que las orejas y la nariz nunca dejan de crecer: parece verdad. Chaleco de lana amarillo, camisa a cuadros azules, jean claro, tenis grises.
Martha, una de sus hijas, intenta ayudarlo a sentarse. Él, con una mirada, le advierte que puede solo. Los ojos de la mujer, debajo de una sombra azul y rímel café, sonríen sin viso de vergüenza.

***
Cuando Fernando Soto Aparicio se dio cuenta de que quería escribir, ya había hecho dos enormes pero pésimas novelas con influencia de Dumas y los mosqueteros. Tenía trece años y ocurrió como una borrasca: primero despacio, con el deseo solamente de leer; luego con una precipitación interna que lo obligó a romper, romperse, fracturarse, escribir. Escribió en sus cuadernos infinidad de poemas retóricos y románticos que para él no valían nada: patéticos y tristes. Los condenó al silencio en una hoguera. Su lirismo era paja, ceniza. De ellos no queda nada, ni el recuerdo. La tempestad había empezado cuatro años antes, a los nueve, cuando leyó Los miserables. Debajo de las cobijas, porque era prohibido. Con una linterna en medio de la madrugada.
—Leí ese libro de Víctor Hugo con esos apasionamientos que se dan en edades muy tempranas. Fue un libro muy difícil de leer en el sentido de que para un muchacho de nueve años toda esa cantidad de personajes, de situaciones y complicaciones eran muy poco entendibles. Yo lo vi como un universo y me perdí en él.
Leyó a Julio Verne con Miguel Strogoff, el correo del zar. Entonces quiso escribir más, escribir siempre. Se sometió a la escritura, una maldición que salva: maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del que es imposible liberarse. Y salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba. Se convenció de que escribiría el resto de su vida y que esa labor necesitaba de espiar, hurgar, meterse donde nadie lo quiere.

—El escritor es una oreja con dos patas. Es el único voyerista autorizado por la sociedad. Es el que mira por el ojo de la chapa, oye lo que no le cuentan y mira lo que no le muestran: ahí está el punto. Ahí está la obra.
***
El comedor y la sala están unidos. Hay dos jarrones con rosas blancas y en el medio de los muebles, encima de una mesita, dos frascos de vidrio con confites. La pared del lado izquierdo, que da con la ventana con vista al parque, parece de galería: cuadros en óleo entre paisajes, bodegones y figuras abstractas dejan sólo pequeñas líneas blancas de separación entre ellos. Todos los cuadros son de uno de sus cinco hijos.
Soto Aparicio está de frente a la ventana. Lo cubre una luz lánguida de invierno. No deslumbra por fuera, sino por dentro. Hay que adivinarle que es escritor. Exteriormente no parece artista, carece de ese ego inflado por benevolencias que usualmente aquejan a los de su profesión. Es un poco triste, pero su tristeza no es violenta. Es serena, apacible, de beatitud. Casi dulce. No lo agitan las tempestades de la pasión, sino de la reflexión. Pero las debe sentir de noche y en la soledad de su cuarto. Solitario por vocación y por oficio. Como un metal noble, brilla escondido. Su apariencia no tiene nada de rara, no deslumbra. En ese sentido, más bien pasaría inadvertido como cualquier maestro, que fue su otro trabajo, el de sobrevivir, con el que pagó el precio de ser escritor.
Son las tres de la tarde. “Marthica, tráeme la vainita de las pastas”, dice con voz ronca desde el sofá. Martha sale de la cocina y se pierde en la oscuridad del pasillo que queda en medio del comedor y la sala. Minutos después trae en la mano derecha un cofre de metal azul, se lo entrega a su papá. Sus manos —las de Soto— duplican el tamaño normal, o eso parece. Saca una pastilla blanca. Se la traga sin agua.
—Yo controlo mis drogas. Tengo que tomarme en el día alrededor de 26 pastillas. Eso lo lleva a uno a una disciplina férrea: a las cuatro es esta, a las dos aquella. No se puede pasar ninguna. Se sigue viviendo hasta que ya no se pueda más. La vida es tan sumamente bella que aun doliéndole todo lo que le duele a uno con este mal, uno la bendice y la quiere cada vez más. Siempre se encuentra un nuevo sentido.
***
Publicó su primera novela en España, en 1960: Los desventurados.
—Cuando la escribí busqué por todas partes quien me la publicara: el Ministerio de Cultura, cualquier universidad, alguna editorial. Nada. Me di cuenta de que estaban haciendo un concurso de novela en España y mandé el manuscrito. Como en esa época era con papel de carbón —una cosa horrible— sólo había hecho una, no tenía copia. Pasaron dos meses y pensé que se había perdido, hasta que me llamaron del correo: tenían una caja para mí. Recuerdo que me entregaron un paquete café, lo abrí y había cuatro ejemplares de la novela. Los olí, los detallé. Había, también, un cheque. Me senté a llorar en el andén; en esas pasó una señora y me dio un dulce. Me lo comí entre sollozos. Fue el mejor dulce que me comí en toda mi vida.
El resto se sabe: que trabajó dos meses en una mina de carbón en el municipio La Chapa para entender cómo vivían los mineros, para ver cómo se creaban los sindicatos, para ser testigo de la rebelión de las ratas, que un día se ganó un premio internacional de novela, en Barcelona; que con ese libro, que nació debajo de la mugre y la peste de la minería, le dieron siete doctorados honoris causa habiendo cursado hasta cuarto de primaria; que aprendió a manejar helicóptero para escribir uno de los personajes de Funerales de América; que vivió dos meses de clausura en un monasterio benedictino en Usme para escribir un libro; que ha escrito más de quinientas mujeres, “todas protagonistas” de su obra; que su rostro se imprimió en la solapa de más de setenta libros, poemas, cuentos y artículos en cantidades. Que es el escritor más fecundo de este país.
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—A comienzos de febrero me di cuenta. Fue un golpe muy duro. La palabra cáncer tiene algo que lo estremece a uno, un sonido trágico. Es una conmoción interna terrible. Le dio mucho más duro a mi familia: a mis hijos, a mi esposa, a mis hermanos, a los amigos. A ellos les sigue dando mucho más duro que a mí. Yo no lo he tomado por el lado trágico sino con mucha tranquilidad, y trabajar me ayuda muchísimo. No me quedo quieto, no me puedo sentar a esperar que me llegue la muerte, y tampoco salgo a buscarla. Hago lo que puedo para que la vida tenga sentido.
En 2015 Fernando Soto Aparicio fue diagnosticado con cáncer gástrico. Recibió quimioterapia y radioterapia, más tiempo de la última. Ahora han reemplazado ambos tratamientos por inyecciones especiales. Suspendieron lo tenebroso de la quimio, lo doloroso de la radio.
—Dejé un tiempo largo para que la noticia me recorriera por todas partes del cuerpo y el alma, después me fui calmando un poco. Me sentaba en una silla que me regalaron unos compañeros de la universidad, una silla muy cómoda pero completamente negra, y cuando le movía una palanquita y quedaba estirado en esa silla, pensaba que ya estaba dentro de un ataúd. En el barco definitivo. Me tocaba bajarme de la silla para no sentir que estaba en la caja. Ahí fui mirando la gente que pasaba por la calle, los carros, la forma como llegaba la tarde, como se oscurecía… Suspendido en el tiempo.
Todavía se ve así: cauto, desprevenido de las horas —excepto las de las pastillas—, mirando cómo el mundo con su afán se pierde de los detalles, de las señales divinas: el abrir de las flores, el vuelo de las mariposas, las gotas de la lluvia en el asfalto, la luz, momentos simples y magníficos que se disfrutan, casi siempre, en el ocaso de la vida.
***
Gonzalo Arango escribió de Soto Aparicio en 1966, para Cromos: “Salvo un colmillo de oro que me pareció muy llamativo por lo feo, en ese rostro no pasa nada. Es el de un hombre normal. Este Fernando Aparicio, tan sereno, tan quieto, tan ausente en su presencia, me dio la impresión de ser como esos postes callejeros que no se ven, que no se notan porque siempre están allí, netos y necesarios, y que para descubrirlos hay que tropezar con ellos, y hasta reventarse las narices contra la solidez de su resistencia. Así lo vi y lo sentí como un poste de electricidad cuya existencia nos descubre un perro cuando hace pipí, pero tan presente a pesar de las miradas que pasan indiferentes. Tan necesario y justificado en su condición de ‘poste’ porque sabe que su misión es estar ahí para transmitir la luz, para comunicar a los hombres”.
Tan necesario y justificado.
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—Siempre se declaró en una constante pelea con Dios. ¿Qué piensa ahora que ha pasado el tiempo, que tiene cáncer?
—Sigo peleando con él. Bueno, no con él, con esa figura que se inventó la Iglesia: un dios castigador y vengativo. El mío está dentro de mi cuerpo, no salgo a la calle si no es con él.

Martha trae un plato con chocolates en forma de bolitas y galletas blancas. Jugo de mora en leche. Soto Aparicio se queda mirando el plato, o el plato se le atraviesa en la mirada: “Coma para que se le quite el frío”.
—¿Habrá algo después de la muerte?
—Tengo la esperanza de que haya un después, porque si se nace para morir, nacer es una idea sangrienta, cruel y estúpida. Si no hay nada después de la muerte la vida sería una burla que no merecemos. 
Fuente: http://www.elespectador.com/noticias/cultura/fernando-soto-aparicio-el-fin-de-pelea-dios-articulo-609897