martes, 13 de febrero de 2024

Charles Dickens

 Charles Dickens nació en Portsmouth, Inglaterra, en 1812 y murió en Gadshill Place en 1870.

Fue enterrado en la abadía de Westminster.

Es, sin duda, uno de los escritores más importantes de todos los tiempos.

Es autor de obras inmortales como 'Los papeles póstumos del Club Pickwick', 'Oliver Twist', 'David Copperfield', 'Historia de dos ciudades' o 'Grandes esperanzas'




lunes, 5 de junio de 2023

LA CRÓNICA: UN GÉNERO HÍBRIDO_ CMGT

LA CRÓNICA: UN GÉNERO HÍBRIDO


Consejos para un joven que quiere ser

cronista


Alberto Salcedo Ramos

Si no eres porfiado, olvídalo. Te dirán que no hay espacio, ni

dinero, ni lectores. En vez de perder tiempo quejándote, pon el trasero

en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces a trabajar

escucha el consejo de Katherine Anne Porter: no te enredes en

asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe

importarle es contar la historia.

Una historia buena y bien contada posiblemente le interesará a

algún editor. Pero nadie te lo garantiza. En caso de que no la

publiquen, al menos te quedará una crónica terminada. Guárdala

como un tesoro: podría motivarte a hacer otra. Si dejas de escribir

cuando los editores te cierran las puertas, tal vez mereces que te las

cierren.

Aunque tengas un trabajo de tiempo completo en un periódico o

manejes un camión de carga, debes escribir. Ninguna excusa es

válida. Si solo atiendes los llamados del estómago, ¿para qué

seguimos hablando?

Cree en los temas que te impulsen a escribir. Ya lo dijo Mailer:

cuando un tema atrape tu atención no lo sometas a la duda.

Puedes escribir sobre lo que quieras: un asaltante de caminos, las

enaguas de tu abuela, el escolta del presidente, la caspa de Tarzán, lo

triste, lo folclórico, lo trágico, el frío, el calor, la levadura del pan

francés o la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras

al lector. Escribir crónicas es narrar, narrar es seducir. Los buenos

contadores de historias convierten el verbo narrar en sinónimo de

encoñar. Son como don Vito Corleone: le hacen al lector una oferta

que no puede rechazar.

Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen

todo al blanco y al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no leo

fábulas, o las abandono a tiempo para que el lobo viva tranquilo

después de comerse a Caperucita Roja y el dueño de la gallina de los

huevos de oro pueda sacrificarla sin remordimientos.


Algunos pretenden escribir mientras bailan una cumbiamba o

asisten a un partido de fútbol. Pero el trabajo es una cosa y el recreo

otra. Concéntrate en tu oficio. Si no le dedicas al texto toda tu

atención, posiblemente el lector tampoco lo hará.


LA RELACIÓN ENTRE LA CRÓNICA Y LA POESÍA

(Tomado de Antología de la crónica actual de Darío Jaramillo Agudelo)


La mención de Frank Báez, escritor dominicano, permite conectar con

las relaciones entre crónica y poesía. Lo primero: es alta la carga

poética de muchos de los textos de la nueva narrativa periodística. Así

también los procedimientos de la poesía narrativa y de la crónica, que

pueden ser análogos, como el frecuente uso de la enumeración. En

fin, hay poemas que son crónicas, como el que sigue, del mismo

Frank Báez:

QUITA SUEÑO

Perder una pierna trabajando

De operario en una zona franca

Duele menos que cuando los gringos

Te donan una prótesis de plástico

Que te pondrás para emborracharte en los colmados

Y que apoyarás con fuerza en la acera

Al retornar a casa

Temeroso de que los perros del barrio

Puedan morderla y arrancártela

Con respecto al matrimonio o, mejor, unión libre entre crónica y

poesía, el cuento es viejo y hay momentos en la historia del

periodismo narrativo durante los cuales la mejor producción ha

provenido de los poetas. Baste recordar nombres como Rubén Darío,

José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Amado Nervo,

Herrera y Ressig y tantos otros poetas modernistas.

Sin embargo, mientras las crónicas de los modernistas alcanzaron

a ver su propia declinación sin llegar al cenit, la crónica del siglo

veintiuno, en plena expansión, no teme incorporar el instinto poético

en sus ingredientes como en Rock Down, de Leila Guerriero sobre un

grupo de rock dirigido por un chico, un poeta con síndrome de Down,

Miguel Tomasín: «Miguel dice que Dios es una cámara oculta. O un

pájaro mixto. Y le preguntamos cómo es el pájaro mixto, y Miguel


dice que es el Dios de Dios. Y cómo es, Miguel, le preguntamos.

“Mitad camuflado y mitad láser”, te contesta. O le preguntás qué hay

en la Luna. Respuesta de Miguel: un tornillo y un casete de

chamamé».

Poesía como lo que ocurre en Casa blanca, la prisión mixta de

Villavicencio, Colombia: «Allí viven 1.268 hombres y 82 mujeres

separados por un muro reforzado con varillas de acero sin resquicios

para mirarse, excepto en un tramo de doce metros donde la pared se

interrumpe y da paso a una reja metálica de cinco metros de alto. A

ese corredor al aire libre, por donde pasan las internas cuando son

llevadas a otros sitios de la cárcel, se le conoce como el paso del

amor. Decenas de presos han logrado conseguir novia en ese breve

momento, cuando las mujeres caminan sin permiso para detenerse».

Esas visiones bastan para encender el amor entre varias parejas que se

han encontrado allí. Lo cuenta José Alejandro Castaño en La cárcel

del amor, dejando que la poesía brote por sí sola de la historia.

Hay ocasiones, también, en que el poema hace suyo un tema

típico de la crónica, los terremotos, los desastres naturales. Escribió

Frank Báez:

SÁBADO 23 DE ENERO DE 2010, HAITÍ

Vi en la tele un hombre que buscaba

A su familia entre los escombros de un edificio.

Llevaba más de una semana cavando.

(Había perdido las uñas)

Movía de un lado a otro los desechos en vano.

Los vecinos repetían que descansara,

Que comiera, que bebiera agua.

Pero el hombre seguía cavando boca abajo

En la oscuridad como un topo.

Alguien me dijo en un bar que escribiera

Un poema sobre el terremoto en Haití.

¿Para qué? La historia lo ha probado:

La poesía no puede arrebatarle bebés a la muerte.

Ni un hueso. Ni siquiera un zapato.


ÉLMER EL CALEÑO, EL MEJOR JUGADOR DE


FÚTBOL


Carlos Mario Garcés Toro

Eran las tres de la tarde de aquel domingo de cielo vacío, sin

nubes, azul y caluroso que Elmer el Caleño y algunos de nosotros

jamás olvidaríamos. Aquella tarde Se jugaba la final de fútbol en la

cancha de El Rodeo, el eterno clásico entre Independiente de Campo

Amor (de uniforme rojo) y el Estrella Roja de Cristo Rey (de

uniforme blanco y una estrella roja en el costado). Las barras se

hallaban apostadas a lo largo de las gradas construidas en forma de

terraza sobre la falda de la montaña, detrás de la cual se erigiría, años

después, el Parque Cementerio Campos de Paz (que sepultó nuestros

juegos y recuerdos de infancia) y la calle que desembocaría en la

carrera 80.

Las barras animaban a sus equipos con cantos, pancartas,

trompetas, tamboras, tapas de olla, pitos, sonajeros hechos con tapitas

de gaseosa o de cerveza y machacadas con martillo o con piedra;

silbidos, ovaciones y aplausos en medio de las risas y alegrías que se

conjugaban con aquella espléndida tarde.

El árbitro dio inicio el partido. Desde un comienzo el

Independiente puso las condiciones dentro del terreno de juego, con

unos cambios de costado en los que los marcadores de punta se

sumaban a los delanteros, que con jugadas preparadas tiraban el

centro, buscando siempre a su goleador, el Mono Avendaño, que, ante

un parpadeo de la Roña y Óscar el Zarco, cogió la pelota de media

vuelta y la clavó a un costado donde no pudo llegar el Gato Contreras,

portero de El Estrella Roja. El marcador se puso 1-0 a favor de El

Independiente. La hinchada de Campo Amor celebraba furibunda.

Transcurría el minuto treinta del primer tiempo, y en jugada similar,

el Mono Avendaño se levantó con plasticidad en medio de los dos

defensores y con un fuerte cabezazo puso el marcador dos a cero. La

hinchada de Cristo Rey parecía muerta en su silencio.

Hasta que apareció la magia, el lirismo y la genialidad de la

Tata, Valadez y Élmer el Caleño. La Tata se llevó a la defensa del

Independiente para un costado, dejando libre las marcas; luego hizo

un amague, saliendo por entre dos defensas y bombeó el centro;

Elmer el Caleño le calculó la caída sobre su muslo derecho, la pelota

se levantó, el defensa salió a ejercer presión, el Caleño, con la punta

del guayo derecho, le hizo un sombrerito, el balón se levantó y rebotó


en el punto penal, el Caleño dejó atrás al defensor, el portero salió a

achicar; le efectuó, de igual forma, un sombrero; el Caleño pasó por

detrás del guardameta, empujando, finalmente, la pelota con su

cabeza dentro del arco. La hinchada de Cristo Rey volvió a revivir, a

celebrar, a cantar.

Transcurridos veinte minutos de la segunda parte y el marcador

continuaba 2-1 a favor de El Independiente. Ambas hinchadas se

mostraban nerviosas. Sin embargo, la de Campo Amor no cejaba de

corear. Pero fue el Caleño que, con una rápida resolución de

inteligencia de espacio y tiempo, puso un balón al vacío detrás de los

defensores, el cual aprovecho Valadez, que se desprendió de sus

marcadores por el centro y quedando frente al portero, lo eludió con

un amague endiablado de cintura, dejándolo tendido en el suelo, y con

un fuerte tiro rastrero acomodó la pelota en un costado, poniendo

cifras iguales al marcador. Esta vez la hinchada de Cristo Rey

coreaba.

Todo apuntaba a que habría empate. Pero a tres minutos de

acabarse el partido, apareció la poesía. El Caleño tomó la pelota en la

mitad de la cancha y con decisión gambeteó a uno, a dos, a tres, a

cuatro jugadores que, regados, quedaban en el campo de juego. El

defensa grandote salió a su encuentro, el Caleño le midió la salida y le

hizo un túnel, y pasó por un lado hasta llegar próximo al área de las

dieciocho, cuando una pierna le cruzó la suya con violencia. El árbitro

pitó la falta. El Independiente formó la barrera. El Caleño pidió

cobrar y puso la pelota sobre un pequeño montículo de tierra. Miraba

la pelota, la barrera, el arquero y la portería. En su cabeza calculaba y

medía algo. Las tribunas estaban enmudecidas.

El tiempo y la respiración parecían haberse detenido allí en la

cancha de El Rodeo. El Caleño tomó distancia. Corrió unos pocos

pasos adelante como en cámara lenta y con el empeine interno de su

pie derecho golpeó la pelota que se levantó por encima de la barrera.

Todos fotografiamos su trayectoria, incluso los de la barrera voltearon

a mirar atrás. Pero el balón llevaba su propio destino. Llevaba veneno.

Entró golpeando el ángulo que forma el paral con el travesaño, dando

primero un rebote en el piso y entrando después con fuerza en el arco.

Aquello fue la locura. La emoción estaba en su punto más alto. Los

hinchas de Cristo Rey se abrazaban, gritaban y algunos hasta lloraban.

Terminado el partido, todos corríamos a saludar a los jugadores.

El más asediado era Élmer el Caleño. Yo también quería tocarlo. Yo

tenía ocho años. Veía al Caleño como a un héroe, lo veía como a una

estrella. Sé que algunos de nosotros habríamos de recordar muchos


años después aquel domingo, aquella final de fútbol en la cancha de

El Rodeo sur en Guayabal.


Al Caleño, in memoriam.


EL SABOR DE LA MUERTE


Juan Villoro

El terremoto de 8.8 que devastó Chile el 27 de febrero fue tan

potente que modificó el eje de rotación de la tierra. El día se redujo en

1.26 microsegundos.

Desde la Estación Espacial Internacional el astronauta japonés

Soichi Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: “Rezamos

por ustedes”.

Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los

que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se

mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición

sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3:34 de la madrugada, una

sacudida me despertó en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté

de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese

momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de

mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos.

Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas, libros y la

televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes.

Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja

ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana.

Otros

hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba

pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que

mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una

cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la

calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca

un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.

Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades teníamos

de

salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó

como

animada por energía propia.

Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de

irrealidad. Me puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No

era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.

Los gritos que el edificio había sofocado con sus crujidos se

volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube espesa. Pensé que se


trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un

ardor en la garganta.

Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis

documentos, tomé mi computador y perdí un tiempo precioso

atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así.

En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y

espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo reunirnos por países.

Los mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad

estaría devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras,

escuchamos

ladridos distantes, los coches de los trasnochadores tocaban el claxon,

había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio

permanecía intacta.

En la explanada frente al hotel, se alzaba la réplica de una estatua

de la Isla de Pascua. Era la efigie de un moái, jerarca que durante su

mandato habrá visto maremotos. Se convirtió en nuestra figura

tutelar. Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de verlo. Por

suerte, el apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos

por el tiempo regresó de las sombras. No estábamos solos.

Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un perro se

echó a dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo

estaría bien.

Alguien quiso regresar al edificio por sus “pantalones de la

suerte”. La superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si

se les podíallamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel

Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso

recorrer el edificio para ver si había daños estructurales. “¡Tú estás

cojo y yo soy tonto!”, exclamé. De nada servía que buscáramos lo que

no podíamos encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por

Goya.

Poco a poco, la realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que

tanta gente usara piyama. Pensaba que se trataba de una prenda en

desuso. Ungrupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No

podíamos

revisar la estructura, pero podíamos evitar que se enfriaran los pies.

La arquitectura chilena es una forma del milagro. Solo esto

explica que en Santiago los daños hayan sido menores. Aunque

algunos edificios fueron desalojados y otros tendrán que ser

demolidos (inmuebles posteriores a 1990, cuando las leyes de

supervisión se hicieron menos estrictas), lo cierto es que la resistencia

del paisaje urbano fue asombrosa. Un terremoto es una radiografía de

la honestidad arquitectónica. En 1985, el terremoto de la Ciudad de


México demostró que la especulación inmobiliaria y la amañada

construcción de edificios públicos eran más dañinas que los grados

Richter. “Con usura no hay casa de buena piedra”, escribió Ezra

Pound.

Llama la atención que en un país con tanta sapiencia antisísmica

el

aeropuerto padeciera graves lastimaduras. El cierre de vuelos

contribuyó al aftershock. Nuestra vida se había detenido y no

sabíamos

cuándo comenzaría nuestra sobrevida. Estábamos en el limbo o en un

episodio de Lost.

El discurso de los noticieros se caracterizó por el tremendismo y

la

dispersión: desgracias aisladas, sin articulación de conjunto. Las

imágenes de derrumbes eran relevadas por escenas de pillaje. No

había

evaluaciones ni sentido de la consecuencia. Unos tipos fueron

sorprendidos robando un televisor de pantalla plana extragrande.

Obviamente no se trataba de un objeto de primera necesidad. ¿Era un

caso aislado?, ¿el crimen organizado se apoderaba de

electrodomésticos? Los rumores sustituyeron las noticias. Se

mencionó

a un pueblo que temía ser invadido por otro. El relato fragmentario de

los medios mostraba rencillas de tribus y repetía las declaraciones de

una gobernadora que pedía que el ejército usara sus armas.

Algunos amigos chilenos creen que además de la morbosa

búsqueda de ráting, los noticieros pretenden crear un clima de

confrontación antes de que Michelle Bachelet abandone el poder. El

sismo llegó como un último desafío para la presidenta, que tiene 80%

de aprobación, y como una amarga encomienda para su sucesor, el

empresario Piñera, que había prometido expansión y desarrollo al

estilo Disney World y ahora tendrá que proceder con el cuidado de los

restauradores y anticuarios. Si el ejército comete un error en los días

de toque de queda, o si se produce una confrontación, la sucesión

presidencial sería menos tersa, se podrían hacer acusaciones sobre el

origen de la violencia y se regresaría al divisionismo y la crispación

que durante años dominaron a la sociedad chilena. Las réplicas más

fuertes del sismo ocurrirán en la política chilena.

En Santiago, la suspensión de vuelos y la ocasional falta de

teléfonos, internet, suministro de electricidad y agua fueron las señas

visibles de la catástrofe. Esto nos dejó la sensación de estar en un

reality show al revés. Nuestra vida parecía transcurrir en la realidad


controlada de un estudio de televisión mientras las cámaras retrataban

una realidad

salvaje al sur de Chile. Los supermercados asaltados eran el rostro

dramático de un país donde la gente tenía hambre y las filas para

cargar gasolina en los barrios ricos de Santiago eran su rostro

hipocondríaco.

El terremoto de 8.8 grados ha sido el segundo más fuerte en la

historia de Chile. La isla Robinson Crusoe naufragó como el

personaje que le dio su nombre. El tsunami dejó miles de

desaparecidos y sepultados en el lodo. Hasta el momento hay unos

800 muertos. Los rescatistas chilenos que estuvieron en Haití

comentan que será mucho más difícil sacar cuerpos de construcciones

de concreto, encapsulados en el lodo endurecido después del tsunami.

Fui a Santiago para participar en el Congreso Iberoamericano de

Literatura Infantil y Juvenil organizado por la editorial SM. Hablamos

de ogros y hadas, magos y titiriteros, ilusiones extremas y la forma de

convertirlas en historias. Esa realidad paralela cristaliza en el lema de

los hermanos Grimm: “Entonces, cuando desear todavía era útil”. La

literatura infantil practica la utilidad del deseo.

El edificio donde sesionamos, la Antigua Academia de Bellas

Artes, fue uno de los más dañados de la ciudad. Sus señoriales

escaleras

quedaron reducidas a escombros. En la mañana del 27 nuestro único

deseo era el de Ulises: volver a casa.

Colombia, Brasil y Perú mandaron aviones especiales para

rescatar a sus compatriotas. Los españoles salieron en vuelos

comerciales, con el apoyo de su embajada.

Los mexicanos sabíamos que no íbamos a ganar el Mundial pero

ignorábamos que seríamos los últimos en salir de Chile. Aguardamos

con ardiente paciencia el vuelo no comercial que prometió la

embajada.

En vano. Como el sismo acortó el día, nuestra burocracia no tiene

tiempo para nada. Finalmente, la editorial SM nos consiguió plazas en

un vuelo comercial.

Aún hay mucha gente atrapada en la zona de Concepción. Como

tantas veces, los periodistas han llegado al desastre antes que las

personas que deben aliviarlo, y como siempre, los más afectados son

los que habían padecido antes el cataclismo de la pobreza.

Dos días después del terremoto fui a una casa en las afueras de

Santiago, con piscina y jardines, uno de esos espacios

latinoamericanos

que muestran que Miami puede estar donde sea. Había que hacer un


esfuerzo para recordar que el escenario pertenecía al país arrasado por

el terremoto.

En su duplicidad, la cifra 8.8 adquiere carga simbólica: los

gemelos del miedo, el diablo ante el espejo o, sencillamente, lo que

somos y lo que podemos dejar de ser. Una falla invisible decide el

juego, nuestra

residencia en la Tierra.

Un fin de semana con Pablo Escobar _ Juan José Hoyos

Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la

humedad de la brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa,

situada en el centro de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de

color verde oscuro se movían con el viento. De pronto, cuando la luz del

sol empezó a desvanecerse, centenares de aves blancas comenzaron a

llegar volando por el cielo azul, y caminando por la tierra oscura, y una

tras otra, se fueron posando sobre las ramas de los árboles como

obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos minutos, los

árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos,

parecían copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y

repentina en aquel paisaje del trópico.

Sentado en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves

que se recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la

hacienda, Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos

jamás habían oído hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la

aparición de su nombre en las listas de aspirantes al Congreso por el

Partido Liberal desató una dura controversia en las filas del Nuevo

Liberalismo, movimiento dirigido entonces por Luis Carlos Galán

Sarmiento.

—A usted le puede parecer muy fácil —dijo Pablo Escobar, contemplando

las aves posadas en silencio sobre las ramas de los árboles. Luego agregó

mirando el paisaje, como si fuera el mismo dios—: No se imagina lo

verraco que fue subir esos animales todos los días hasta los árboles para

que se acostumbraran a dormir así. Necesité más de cien trabajadores para

hacer eso… Nos demoramos varias semanas.

Pablo Escobar vestía una camisa deportiva muy fina, pero de fabricación

nacional según dijo con orgullo mostrando la marquilla. Estaba un poco

pasado de kilos pero todavía conservaba su silueta de hombre joven, de

pelo negro y manos grandes con las que había manejado docenas de autos

cuando junto con su primo, Gustavo Gaviria, competía en las carreras del

autódromo de Tocancipá y de la Plaza Mayorista de Medellín.

—Todo el mundo piensa que uso camisas de seda extranjeras y zapatos

italianos, pero yo sólo me visto con ropa colombiana —dijo mostrando la

marca de los zapatos.

Se tomó un trago de soda para la sed porque la tarde seguía muy calurosa

y luego agregó:

—Yo no sé qué es lo que tiene la gente conmigo. Esta semana me dijeron

que había salido en una revista gringa… Creo que, si no me equivoco,


dizque era la revista People… o Forbes. Decían que yo era uno de los diez

multimillonarios más ricos del mundo. Les ofrecí a todos mis trabajadores

y también a mis amigos diez millones de pesos por esa revista y ya han

pasado dos semanas y hasta ahora nadie me la ha traído… La gente habla

mucha mierda.

Pablo Escobar hablaba con seguridad, pero sin arrogancia. La misma

seguridad con la que en compañía de su primo se montó en una

motocicleta y se fue a comprar tierras por la carretera entre Medellín y

Puerto Triunfo, cuando aún estaba en construcción la autopista Medellín-

Bogotá. Después de comprar la enorme propiedad, situada entre Doradal y

Puerto Triunfo, casi a orillas del río Magdalena, empezó a plantar en sus

tierras centenares de árboles, construyó decenas de lagos y pobló el valle

del río con miles de conejos comprados en las llanuras de Córdoba y

traídos hasta la hacienda en helicópteros. Los campesinos, aterrados,

dejaron durante un tiempo de venderle tantos conejos porque a un viejo se

le ocurrió poner a correr el rumor de que unos médicos antioqueños habían

descubierto que la sangre de estos animales curaba el cáncer. Escobar

mandó a un piloto por el viejo y lo trajo hasta la hacienda para mostrarle lo

que hacía con los animales: soltarlos para que crecieran en libertad. Ahora

había conejos hasta en Puerto Boyacá, al otro lado del Magdalena.

Igual que con los conejos, Pablo Escobar consiguió un ejército de

trabajadores para plantar palmas y árboles exóticos por el borde de todas

las carreteras de la hacienda. Las carreteras daban vueltas, e iban y venían

de un lugar a otro de forma caprichosa porque ya Escobar tenía en mente

la construcción de un gran zoológico con animales traídos de todo el

mundo.

Él mismo, durante muchos meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con

canguros de Australia, dromedarios del Sahara, elefantes de la India,

jirafas e hipopótamos del África, búfalos de las praderas de Estados

Unidos, vacas de las tierras altas de Escocia y llamas y vicuñas del Perú.

Los animales alcanzaron a ser más de 200. Cuando el Instituto

Colombiano Agropecuario (ICA) se los decomisaba, por no tener licencia

sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los remates. Allí los compraba de

nuevo y los llevaba de regreso a la finca en menos de una semana.

Durante varios años, Pablo Escobar dirigió personalmente las tareas de

domesticar todas las aves, obligándolas con sus trabajadores a treparse a

los árboles por las tardes cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los

demás animales, tratando de cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por

ejemplo, a un canguro le enseñó a jugar fútbol y mandó a traer desde

Miami, en un avión, a un delfín solitario envuelto en bolsas plásticas llenas

de agua y amarrado con sábanas para evitar que se hiciera daño tratando

de soltarse. Luego, lo liberó en un lago de una hacienda situada entre

Nápoles y el Río Claro.


En esa época, Pablo Escobar era representante a la Cámara y había sido

elegido para ese cargo en las listas del Movimiento de Renovación Liberal

que lideraba el senador Alberto Santofimio Botero, seguidor a su vez del

candidato presidencial del Partido Liberal, Alfonso López Michelsen. La

justicia sólo había proferido contra él una vieja orden de captura que

reposaba sin ningún efecto jurídico en un oscuro juzgado de Itagüí. Por

todo esto era fácil obtener una entrevista con él. Escobar se codeaba de tú

a tú con todos los políticos de entonces y hasta había sido invitado a

España por el presidente electo de ese país, Felipe González. En ese viaje

lo acompañaron varios parlamentarios colombianos de los dos partidos. La

policía española recibió informaciones de infiltrados en el mundo de la

droga según las cuales el principal capo del narcotráfico colombiano se

hallaba hospedado en un hotel de Madrid. Por este motivo, fuerzas

especiales allanaron el edificio y detuvieron por un rato a varios asustados

congresistas del Partido Conservador, que se habían acostado temprano.

Los senadores, ya vestidos de pijamas, fueron requisados minuciosamente

junto con sus equipajes. Mientras tanto Pablo Escobar tomaba champaña

con varios amigos y periodistas colombianos en la suite presidencial

adonde los había invitado Felipe González.

La entrevista con Pablo Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón,

columnista del periódico El Tiempo y en esa época director de la edición

dominical. La conseguí con la ayuda de un locutor de radio de Medellín

que tenía un programa muy popular y que había empezado a trabajar con

Escobar como jefe de prensa. El locutor organizó un almuerzo en el hotel

Amarú, que entonces era propiedad del primo de Escobar, Gustavo

Gaviria. Durante el almuerzo, Pablo Escobar dio unas breves

declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo Liberalismo, Luis

Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las filas del

Nuevo Liberalismo durante una manifestación en el Parque de Berrío. En

su discurso, Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el

narcotráfico. Todo esto lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego

anunció su candidatura a la Cámara de Representantes por las listas del

Movimiento de Renovación Liberal que dirigía el parlamentario Jairo

Ortega Ramírez, uno de los lugartenientes más respetados de Santofimio

en Antioquia y de López Michelsen en el país. Escobar resultó electo

después de una singular campaña en la que sembró árboles por todos los

barrios populares de Medellín y construyó e iluminó decenas de canchas

polideportivas en los barrios pobres. Además, prometió públicamente a la

gente que vivía en los tugurios del basurero de Moravia construir más de

200 casas para que en el futuro pudieran tener una vivienda digna.

Después del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de su jefe de

prensa, Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda Nápoles,

en Puerto Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los guardaespaldas

de Escobar me llamaron al día siguiente y me propusieron encontrarnos en


la población de San Luis, adonde yo tenía que viajar para acompañar al

entonces gobernador de Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a la

inauguración de la escuela Juan José Hoyos, que lleva ese nombre en

memoria de mi abuelo, un maestro de escuela del oriente de Antioquia.

—¿Cómo hago para encontrarlos si yo no los conozco? —les pregunté a

los guardaespaldas de Escobar.

—Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted…

Yo, por supuesto, no estaba tranquilo. Había tenido noticias sobre la

amabilidad con que Escobar atendía a los periodistas, pero también sabía

que todos sus empleados temblaban de miedo cuando él les daba una

orden.

Llegué a San Luis poco después del mediodía del sábado. Mientras el

gobernador pronunciaba su discurso inaugurando la escuela me di cuenta,

muy asustado, de que mi hijo Juan Sebastián, de apenas dos años de edad,

había desaparecido. Abandoné el acto y en uno de los corredores de la

escuela encontré a un hombre moreno y de apariencia dura cargando a mi

hijo. El hombre me miró con una sonrisa. Tenía cara de asesino. Nadie

tuvo que explicarme que era uno de los guardaespaldas de Pablo Escobar.

De inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya habían

llegado por nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un

pequeño Fiat 147 que los hombres de Escobar miraron con desprecio.

Ellos subieron a una camioneta Toyota de cuatro puertas, con excepción

del hombre con la cara de asesino. Él nos dijo que quería acompañarnos en

mi carro para que no nos fuéramos a embolatar.

Cuando encendí el motor del auto y vi por el espejo retrovisor la

camioneta Toyota con esos tres hombres, todos armados, me di cuenta de

que estaba temblando. El hombre con cara de asesino trató de serenarme.

—Tranquilo, hermano, que usted va con gente bien…

En seguida abrió un morral que llevaba sobre sus piernas y sacó un

teléfono satelital… ¡Un teléfono satelital en esos tiempos en los que en

Colombia ni siquiera se conocían los teléfonos celulares!

—Aló, patrón. Aquí vamos con el hombre. Todo ok. Estamos llegando en

media hora.

Cuando cruzamos el alto de La Josefina y empezamos a descender hacia el

valle del Río Claro me fui tranquilizando poco a poco viendo por el espejo

retrovisor cómo mi hijo jugaba con su madre. Sin embargo, para controlar

mejor los nervios le propuse al hombre de la cara de asesino que

paráramos en algún lado y nos tomáramos una copa de aguardiente.

—Hágale usted tranquilo, hermano, que yo no puedo. Si le huelo a

aguardiente al patrón, me manda a matar.


Nos detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé

solo del carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el

guardaespaldas me esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron

los guardaespaldas que venían detrás, en la camioneta Toyota.

Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la

tarde. La primera cosa que me impresionó fue la avioneta que estaba

empotrada en un muro de concreto, en lo alto de la entrada. La gente, que

siempre habla, decía que ésa era la avioneta del primer kilo de cocaína que

Escobar había logrado meter a los Estados Unidos. Después me

impresionaron los árboles alineados en perfecto orden a lado y lado de una

carretera pavimentada y sin un solo hueco. Empezamos a ver los

hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que corrían libres

por el campo verde. Mi hijo le dio de comer a una jirafa a través de la

ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas. A medida que nos

adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por

guardianes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita

de su puño y letra por el patrón. Con la tarjeta, las puertas se abrían de

inmediato como obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las

últimas había un carro viejo montado en un pedestal. Era un Ford o un

Dodge de los años treinta y estaba completamente perforado por las balas.

—¿De quién es ese carro? —le pregunté al hombre con cara de asesino.

—Lo compró el patrón…. Era el carro de Bonnie and Clyde.

Después de atravesar la última puerta cruzamos un bosque húmedo lleno

de cacatúas negras traídas del África y otros pájaros exóticos cazados en

todos los continentes. Al final estaba la entrada a la casa principal de la

hacienda. Bajé del carro, otra vez asustado, y alcé a mi hijo en brazos.

Martha abrió la maleta del Fiat y bajó el equipaje. Pensábamos quedarnos

dos días de acuerdo con la invitación de Escobar.

Lo primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora

montada sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más

adelante había un toro mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba

reparando. En la piscina, dos hombres se bañaban. Uno de ellos estaba un

poco entrado en años. Por los uniformes y las insignias que habían dejado

al borde de la piscina me di cuenta de que eran dos coroneles del ejército.

En ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad

fría, pero llena de respeto por mi oficio y por el periódico para el cual

trabajaba. Estaba recién motilado y lucía un bigote corto. En su cara, en su

cuerpo y en su voz aparentaba tener aproximadamente unos 33 años.

Me invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde

los coroneles seguían disfrutando de su baño.


Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca

Wurlitzer, lleno de baladas de Roberto Carlos. La que más le gustaba a

Escobar era “Cama y mesa”. Desde que eran novios, él se la dedicaba a su

esposa, María Victoria Henao. Ella estaba sentada en otra mesa, a dos

metros de la nuestra, acompañada sólo por mujeres. Entonces me di cuenta

de que todos los hombres y las mujeres estábamos sentados aparte los unos

de los otros.

Por los corredores de la casa, un niño de gafas pedaleaba a toda velocidad

en su triciclo. Era Juan Pablo, el hijo de Escobar. De vez en cuando, una

que otra garza blanca llegaba sin miedo hasta el borde de la piscina a

tomar agua con su largo pico. En la mitad de la piscina había una Venus de

mármol. En un estadero cubierto que podía verse desde la piscina había 3

o 4 mesas de billar cubiertas con paños verdes. Varios pavos chillaban

junto a la puerta del bar donde un mesero joven vestido de blanco

preparaba los primeros cocteles de la noche.

Desde donde estábamos también se divisaba un comedor enorme de unos

20 o 25 puestos. Los pájaros saltaban sobre la mesa comiéndose las

migajas de pan que la gente había dejado sobre los manteles.

Mirando desde la piscina, las únicas partes visibles de la casa eran el

comedor, los corredores y los salones de juego. A un costado del comedor

había un gran cuarto de refrigeración donde se guardaban las provisiones

para los habitantes de la hacienda. El resto estaba detrás: dos pisos

aislados del área social de la piscina, donde se hallaban las habitaciones.

El cuarto de Escobar, totalmente separado del resto de la casa, estaba en el

segundo piso, en el ala derecha. Los demás cuartos estaban en el ala

izquierda. La casa no era excesivamente lujosa. Parecía expresamente

construida para las necesidades de Escobar: afuera, alrededor de la piscina,

espacios generosos para atender a los invitados. Adentro, silencio e

intimidad para su familia y para la gente que quisiera recogerse a

descansar.

De pronto se hizo el milagro del que ya hablé: las aves empezaron a subir

a los árboles y un resplandor blanco iluminó la casa y sus alrededores.

El primer tema que tratamos esa tarde tenía que ver con política y me

reveló de inmediato la agudeza de la mente de Pablo Escobar:

—Ese güevón de Carlos Lehder la está cagando con el tal Movimiento

Latino… Cree que se puede hacer política con arrogancia.

Mientras hablábamos, Pablo Escobar no fumaba ni bebía ningún licor.

Como yo insistí en que la entrevista no era para hablar de política pasamos

a otro tema, el de la hacienda.

—Las haciendas… —me corrigió—. Porque son como cuatro…


De ellas, por supuesto la niña mimada era Nápoles. Allí tenía el zoológico,

el ganado, los aviones, el helicóptero y una impresionante colección de

carros antiguos que había ido comprando a lo largo de su vida. Cuando

visitamos el garaje donde los guardaba vi también varios autos deportivos

cubiertos con lonas y unas 50 o 60 motos nuevas. Aproveché el tema de

los autos para preguntarle por el carro de Bonnie and Clyde.

—Eso es pura mierda que habla la gente. Ése es un carro viejo que me

conseguí en una chatarrería en Medellín. Otros dicen que era de Al

Capone…

—¿Y los tiros?

—Yo mismo se los pegué con una subametralladora.

Cuando cayó la noche, Pablo Escobar me dio un paseo por toda la finca

manejando un campero Nissan descubierto. Me dijo que su lugar preferido

era un bosque nativo que él no había dejado tocar de ningún trabajador.

Me contó cómo había arborizado planta por planta toda la hacienda. Me

mostró unas esculturas enormes, de concreto, en las que trabajaba un

artista amigo. Pensaban hacer dos enormes dinosaurios cerca de uno de los

lagos. Me llevó también al lago de los hipopótamos y me mostró un letrero

lleno de humor negro que él mismo había mandado a pintar. Ya no

recuerdo la frase pero hablaba de la pasividad y de la peligrosidad de estos

animales. También me mostró desde afuera una plaza de toros recién

terminada.

Ya muy entrada la noche, Pablo Escobar me invitó a conocer un proyecto

hotelero que según él iba a transformar la región de Puerto Triunfo. Era un

pequeño pueblo blanco de estilo californiano, situado cerca de la hacienda,

junto al poblado de Doradal. Para abandonar la hacienda, Escobar llamó a

uno de sus guardaespaldas y le pidió que nos acompañara. Volví a sentir

miedo: el elegido había sido el hombre con la cara de asesino.

Llegamos a la aldea de Doradal cuando iban a ser las nueve de la noche.

Nos sentamos en el bar y pedimos una botella de aguardiente. El

guardaespaldas con la cara de asesino miró a su patrón con asombro. Él

nos sirvió el primer trago. En ese momento descubrí que a unos metros

había una mesa en la que dos viejos amigos míos conversaban con un par

de mujeres hermosas. Uno de ellos me descubrió mirándolas y entonces

gritó:

—¿Qué estás haciendo por aquí?

Yo fui a saludarlos. Los dos vivían en Bogotá y por la alegría que

reflejaban en sus caras pensé enseguida que andaban volados de sus

mujeres. Cuando regresé a la mesa, Pablo Escobar me preguntó quiénes

eran mis amigos. Yo le dije:

—Son periodistas.


Él propuso que juntáramos las mesas. Quería hacer política. Tenía que

hablar con los periodistas. Entonces empezó una de las conversaciones

más memorables que yo he tenido en la vida.

Pablo Escobar habló de su proyecto de erradicar los tugurios del basurero

de Moravia, en Medellín, y construir un barrio sencillo, pero decente, para

los tugurianos. Después se enfrascó en un montón de recuerdos

personales: su paso por el Liceo de la Universidad de Antioquia, donde se

robaba las calificaciones de los escritorios de los profesores para que

ninguno de sus amigos perdiera la materias. Habló de su primer discurso

durante una huelga. Fue en el teatro al aire libre de la Universidad de

Antioquia.

El guardaespaldas con la cara de asesino se animó a recordar la misma

época, cuando los dos eran estudiantes revolucionarios, antiimperialistas,

antigobiernistas… Más adelante Pablo Escobar volvió a hablar de política.

Dijo que estaba tratando de conformar un movimiento popular y ecológico

que iba a cambiar la forma de hacer las campañas electorales en Antioquia

y en el país.

Cuando la botella iba por la mitad yo me atreví a poner sobre el tapete el

tema vedado: el asunto de las drogas. Pablo Escobar ni siquiera se inmutó

y empezó a contarnos en forma animada cómo hacía su gente para

contrabandear cocaína hacia los Estados Unidos de América.

En esa parte de la conversación donde, por supuesto, no hubo grabadoras

ni libretas de apuntes, Pablo Escobar se puso a dibujar sobre un papel el

radio de acción del radar de un avión Awac de los que empleaba la DEA

para detectar los vuelos ilegales que entraban a la Florida procedentes de

Colombia.

—Las rutas de esos aviones —dijo, refiriéndose a los Awac— también

tienen precio… Ya hemos comprado varias. Pero lo mejor es entrar a la

Florida un domingo o un día de fiesta, cuando el cielo está repleto de

aviones. Así no lo puede detectar a uno ni el hijueputa…

El tema de la conversación nos emocionó a todos. Entonces le dije a Pablo

Escobar que yo quería escribir esa historia y también escribir la historia de

cómo había empezado el problema del narcotráfico en Colombia.

—Pero hay que escribirla como hacen los periodistas gringos, contando las

cosas con pelos y señales —dijo él con tono enérgico—. Porque si usted la

va a contar como la cuentan los periodistas colombianos, no vale la pena.

Aquí los periodistas no son sino lagartos y lambones. Lo que hace que

estoy en el Congreso, los redactores políticos no se me arriman sino a

preguntarme pendejadas con una grabadora en la mano y a pedirme plata..

Yo insistí en el tema. Le dije que quería escribir un libro como Honrarás a

tu padre, de Gay Talese, un bello reportaje sobre una familia de la mafia


italiana en Estados Unidos. Insistí en que quería contar cómo había

empezado la historia de la mafia en Medellín.

—Entonces vas a tener que contar la historia de Ramón Cachaco y de

todos esos asaltantes de bancos de los años sesenta. Ellos fueron los

primeros pistoleros. Muchos de ellos trabajaron para don Alfredo Gómez

López, el hombre del Marlboro. A don Alfredo también tenés que

entrevistarlo antes de que se te muera. Él vive ahora en Cartagena. Yo te

doy una carta de recomendación para él. La mujer de Ramón Cachaco

todavía vive en Medellín. Pero para hablar de Ramón Cachaco hay que

contar que asaltaba bancos él solo, a punta de pistola, y que siempre usaba

vestidos de paño verde y zapatos blancos, y que le gustaba montar en

carros Ford y Chrysler de rines cromados.

Cuando evocó al bandido, Escobar recordó un asalto en el que se escapó

de la policía armando un bochinche espectacular, tirando billetes a diestra

y siniestra por las calles.

A partir de ese momento la conversación se volvió mucho más abierta y

más animada y en la medida en que Pablo Escobar veía que no estábamos

tomando notas, se sentía cada vez más tranquilo. Por eso contó muchas

cosas más que todavía no se pueden publicar en ningún periódico.

Mientras tanto, el guardaespaldas con la cara de asesino daba cuenta de la

botella de alcohol. Nosotros lo secundábamos a un ritmo un poco más

lento. A las dos de la mañana ya todos estábamos borrachos y

entusiasmados, pero el más borracho de todos era el guardaespaldas, que

se había dormido encima de una mesa. Pablo Escobar y yo lo cogimos de

los brazos y lo montamos al carro. Afortunadamente, el hombre era

delgado. Escobar encendió el campero y el tipo se derrumbó sobre la

banca de atrás.

Cuando íbamos por el camino, Pablo Escobar dijo algo que me dejó

helado:

—Escribí el libro. Salite del periódico. Yo te doy una beca.

Llegamos a la hacienda Nápoles casi a las tres de la madrugada. La casa

estaba en silencio. Había ranas por todos los rincones. Juan Sebastián, mi

hijo, todavía estaba levantado y trataba de capturar una viva. Casi no logro

convencerlo de que se fuera a dormir.

Escobar y yo llevamos al guardaespaldas hasta la cama. Antes de cerrar la

puerta le quité los zapatos.

Al día siguiente, muy temprano, la casa volvió a animarse. En el

aeropuerto de la hacienda se oían aterrizar y despegar los aviones. Por los

preparativos en la cocina parecía que los invitados de ese día eran muchos

y muy importantes.


Yo me senté junto a la piscina y me puse a mirar cómo el técnico traído de

Bogotá acababa de reparar el toro mecánico. Sabía por la esposa de Pablo

Escobar que él no se iba a levantar antes de la una o las dos de la tarde.

—Él siempre se acuesta tarde y se levanta tarde.

El primero que llegó a Nápoles ese día fue el senador Alberto Santofimio

Botero. Media hora después llegaron en su orden los congresistas Ernesto

Lucena Quevedo, Jorge Tadeo Lozano y Jairo Ortega Ramírez. No

reconocí a ninguno de los otros, pero había visto sus fotos en la prensa.

Todos se sentaron a tomar whisky bajo unos parasoles en los alrededores

de la piscina.

Pablo Escobar no salió a recibirlos sino hasta las dos de la tarde. Cuando

se acercó a la mesa donde los congresistas conversaban y bebían en forma

animada, todos sin excepción se levantaron como si fuera el 20 de julio y

el presidente de la república acabara de hacer su entrada al Salón Elíptico

del Capitolio Nacional.

Una hora después, una caravana de carros partía de Nápoles hacia una de

las fincas de Escobar situada cerca del Río Claro. La casa era una cabaña

de troncos construida alrededor de un lago donde el delfín que él había

mandado traer desde Miami lloraba y daba vueltas asomándose de vez en

cuando a mirar la concurrencia que lo observaba como si fuera un animal

del otro mundo.

Después de una corta visita a la finca del delfín, la caravana de carros se

dirigió hacia otra finca situada sobre la margen izquierda del Río Claro.

Era otra cabaña de madera escondida en medio de un bosque tupido. Los

trabajadores de Pablo Escobar iban y venían por la casa y sus alrededores

preparando un fogón donde se iba a asar media res para todos los

invitados. De pronto, uno de los guardaespaldas de Escobar bajó por el río

manejando un extraño bote que parecía un caballo de agua dulce. El

aparato tenía casco de acero y estaba impulsado por una hélice de avión

Twin Otter instalada en la cola. El aire que desplazaba la hélice impulsaba

el bote por el agua, por los pantanos, por la tierra, como si no existiera

para él ningún obstáculo que lograra detenerlo.

—Esto es para atravesar los Everglades y todos esos otros putos pantanos

de la Florida —me dijo en voz baja uno de los trabajadores de Escobar

cuando notó mi curiosidad por el aparato.

Pablo Escobar ordenó que el bote se arrimara a la orilla y se montó en él

como un jinete avezado. Uno de sus hombres le cubrió las orejas con unos

tapones de corcho para que el ruido del motor de la hélice no lo

ensordeciera. Los congresistas fueron invitados a abordar el aparato. Ellos

lo hicieron en orden: primero Santofimio, después Lucena y por último

Jairo Ortega. Tadeo Lozano se quedó en la orilla. Apenas me vio

observándolos desde la orilla, Escobar me hizo señas con la mano para que


les tomara una foto. Yo disparé mi cámara, entre sumiso y regocijado. Los

congresistas se asustaron cuando vieron la cámara. Pablo Escobar les dio

un paseo por el río. Cuando regresaron, llamó aparte a Alberto Santofimio

Botero y le dijo:

—Venga, doctor, le presento a un amigo. Él es periodista de El Tiempo.

Santofimio me dio la mano a regañadientes, tragando saliva y sin mirarme

a la cara.

—¿Y usted qué está haciendo por aquí, hombre? —me preguntó con un

gesto de disgusto.

Yo le contesté:

—Lo mismo que usted, doctor…

A renglón seguido Pablo Escobar tomó en sus brazos a mi hijo Juan

Sebastián e insistió en que les tomara una foto. El asado terminó poco

después de las cinco de la tarde. Me despedí de Escobar y de su

guardaespaldas con cara de asesino y regresé directamente a Medellín sin

volver a la hacienda Nápoles, donde los aviones iban a recoger a los

congresistas y al resto de los invitados.

Al día siguiente fui a la oficina del periódico y llamé por teléfono a

Enrique Santos Calderón.

—¿Cómo le fue? —me preguntó.

—Muy bien —le contesté entusiasmado. En forma breve le conté algunos

episodios de la historia. Él se rió cuando escuchó ciertos pasajes . Después

me dijo:

—Yo creo que podríamos publicar el reportaje el próximo domingo.

Esa misma tarde la revista Semana empezó a circular con un reportaje

sobre Pablo Escobar titulado “Un Robin Hood paisa”. La nota era

producto de la ofensiva de relaciones públicas que habían comenzado a

desplegar los hombres de Escobar y destacaba las cualidades humanas y

filantrópicas del nuevo congresista antioqueño elegido en las listas del

Movimiento de Renovación Liberal. El escritor del texto decía, poco más

o poco menos, que los pobres de Medellín por fin habían encontrado su

redentor.

Al día siguiente toda la prensa del país se fue en contra de Semana. Un día

después, en su editorial, Hernando Santos, en el periódico El Tiempo,

recriminó a Semana en términos muy duros y dijo que reportajes como ése

sólo contribuían a glorificar a los capos del narcotráfico.

Al mediodía recibí una llamada urgente de Enrique Santos Calderón.

—Olvídate del reportaje con Pablo Escobar… ¡Y te pido por favor que

jamás le vayas a mencionar este asunto a mi papá!


Mi reportaje nunca fue publicado y quedó convertido en unas cuantas

notas apuntadas en una libreta que luego perdí. Las fotos de los

congresistas quedaron muy bien. Yo las guardé celosamente durante varios

años.

Mientras tanto en el país las cosas de la política se volvieron cada vez más

sórdidas debido al dinero que entraba a montones a las arcas de los

partidos por cuenta de los traficantes de drogas. Durante el gobierno de

Belisario Betancur, la situación se tornó más tensa cuando el ministro de

Justicia Rodrigo Lara Bonilla decidió enfrentarse públicamente con

Escobar, luego de ser acusado de recibir dinero de la mafia. Un tiempo

después, Lara Bonilla fue asesinado y un juez de la república dictó auto de

detención contra Pablo Escobar y otros capos del narcotráfico por su

posible participación en el asesinato del ministro.

Desde entonces, Escobar desapareció de la vida pública. Aunque lo intenté

varias veces, con la idea de que me contara unas cuantas historias más, no

pude volver a verlo. Luego vinieron la pelea con el cartel de Cali, las

bombas, los asesinatos de policías y toda esa larga historia de terror que

rodeó a Escobar por el resto de su vida, hasta el día en que fue acribillado

a balazos por un comando del Cuerpo Élite de la Policía Nacional, el 2 de

diciembre de 1993, un día después de su cumpleaños.

lunes, 22 de mayo de 2023

La crónica: Un espejo retrovisor_ CMGT

 

 

CERRARON LA TIENDA DE LA ESQUINA

C.M.G.T.

 

       Después de más de cincuenta años de servicio cerraron la tienda de la esquina de don Jorge «El Canoso», quien la había abierto en los albores de la década del cincuenta, una vez llegado a la ciudad y al barrio, huyendo de la violencia en Támesis, un pueblo del Suroeste de Antioquia.

       De niños íbamos allí a comprar los confites de menta y aguardiente, a echarle a escondidas una moneda al piano y escuchar la música bailable que se escuchaba en toda la esquina y que algunos tarareaban y bailaban con encanto y alegría. Allí nos mandaban a comprar la leche y los panes frescos para el desayuno antes de marchar a la escuela en aquellas mañanas trinadas de pájaros.

       En los diciembres la tienda vestía sus cuatro entradas con cadenetas y bolas de colores que repetían el eco de sus visos en las paredes, palmeras y aserrín en el piso; se hacía natilla y buñuelos, se mataba marrano con la cuota que ponían los clientes; no faltaba la pólvora, los globos y los regalos para los niños, ¡cómo olvidar la espada verde de plástico de mi héroe favorito que me dieron en la noche de navidad!

       En las paredes colgaban fotos a blanco y negro de personajes que no conocía, pero que poco a poco, y en la medida que iba creciendo, supe que se trataba de Carlos Gardel (¿quién como él para entonar El día que me quieras?), Charlie Chaplin sonriendo con una flor en la mano, «el loco» Omar Orestes Corbata en cuclillas y con las manos apoyadas en un balón y la Marilyn con el vestido levantado que a más de uno hizo suspirar y a algunas señoras hipocritonas santiguar.

       En sus mesas, y mientras el reloj no paraba de dar vueltas, hablábamos de triunfos y fracasos, de fútbol y de amores, contábamos el número de los que se iban muriendo. En esas mesas lloramos el asesinato de Cocho y Kiko dos de nuestros mejores amigos; de «Chacho» el más galán de la cuadra que se las dormía a todas (no se le escapó ni la hija de Pacho el, «duro» del barrio), del Flaco «Alza» que era el portero del equipo y cuando íbamos perdiendo corría a cabecear los tiros de esquina, lo encontraron muerto en la noche, recostado a un poste, con la botella a un lado, se fue muriendo despacito y en silencio.

       Muchos nos fuimos del barrio, pero yo seguía yendo un viernes o un sábado en la noche, o los domingos en la mañana a conversar con los amigos. Don Jorge murió hace dos o tres años. Sus hijos decidieron, finalmente, cerrar la tienda, que para muchos de nosotros fue meridiano o estación donde nos cruzamos todos los que vivimos en este barrio. Cuando cruzo por la esquina y me detengo al pie del local donde funcionó la tienda y donde hoy levantan un edificio de apartamentos, siento en el aire y en mi interior, en blanco y gris, una junta ya de recuerdos.

 

Un fin de semana con Pablo Escobar

Juan José Hoyos

 

Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la humedad de la brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa, situada en el centro de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de color verde oscuro se movían con el viento. De pronto, cuando la luz del sol empezó a desvanecerse, centenares de aves blancas comenzaron a llegar volando por el cielo azul, y caminando por la tierra oscura, y una tras otra, se fueron posando sobre las ramas de los árboles como obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos minutos, los árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos, parecían copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y repentina en aquel paisaje del trópico.

Sentado en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves que se recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la hacienda, Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos jamás habían oído hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la aparición de su nombre en las listas de aspirantes al Congreso por el Partido Liberal desató una dura controversia en las filas del Nuevo Liberalismo, movimiento dirigido entonces por Luis Carlos Galán Sarmiento.

—A usted le puede parecer muy fácil —dijo Pablo Escobar, contemplando las aves posadas en silencio sobre las ramas de los árboles. Luego agregó mirando el paisaje, como si fuera el mismo dios—: No se imagina lo verraco que fue subir esos animales todos los días hasta los árboles para que se acostumbraran a dormir así. Necesité más de cien trabajadores para hacer eso… Nos demoramos varias semanas.

Pablo Escobar vestía una camisa deportiva muy fina, pero de fabricación nacional según dijo con orgullo mostrando la marquilla. Estaba un poco pasado de kilos pero todavía conservaba su silueta de hombre joven, de pelo negro y manos grandes con las que había manejado docenas de autos cuando junto con su primo, Gustavo Gaviria, competía en las carreras del autódromo de Tocancipá y de la Plaza Mayorista de Medellín.

—Todo el mundo piensa que uso camisas de seda extranjeras y zapatos italianos, pero yo sólo me visto con ropa colombiana —dijo mostrando la marca de los zapatos.

Se tomó un trago de soda para la sed porque la tarde seguía muy calurosa y luego agregó:

—Yo no sé qué es lo que tiene la gente conmigo. Esta semana me dijeron que había salido en una revista gringa… Creo que, si no me equivoco, dizque era la revista People… o Forbes. Decían que yo era uno de los diez multimillonarios más ricos del mundo. Les ofrecí a todos mis trabajadores y también a mis amigos diez millones de pesos por esa revista y ya han pasado dos semanas y hasta ahora nadie me la ha traído… La gente habla mucha mierda.

Pablo Escobar hablaba con seguridad, pero sin arrogancia. La misma seguridad con la que en compañía de su primo se montó en una motocicleta y se fue a comprar tierras por la carretera entre Medellín y Puerto Triunfo, cuando aún estaba en construcción la autopista Medellín-Bogotá. Después de comprar la enorme propiedad, situada entre Doradal y Puerto Triunfo, casi a orillas del río Magdalena, empezó a plantar en sus tierras centenares de árboles, construyó decenas de lagos y pobló el valle del río con miles de conejos comprados en las llanuras de Córdoba y traídos hasta la hacienda en helicópteros. Los campesinos, aterrados, dejaron durante un tiempo de venderle tantos conejos porque a un viejo se le ocurrió poner a correr el rumor de que unos médicos antioqueños habían descubierto que la sangre de estos animales curaba el cáncer. Escobar mandó a un piloto por el viejo y lo trajo hasta la hacienda para mostrarle lo que hacía con los animales: soltarlos para que crecieran en libertad. Ahora había conejos hasta en Puerto Boyacá, al otro lado del Magdalena.

Igual que con los conejos, Pablo Escobar consiguió un ejército de trabajadores para plantar palmas y árboles exóticos por el borde de todas las carreteras de la hacienda. Las carreteras daban vueltas, e iban y venían de un lugar a otro de forma caprichosa porque ya Escobar tenía en mente la construcción de un gran zoológico con animales traídos de todo el mundo.

Él mismo, durante muchos meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con canguros de Australia, dromedarios del Sahara, elefantes de la India, jirafas e hipopótamos del África, búfalos de las praderas de Estados Unidos, vacas de las tierras altas de Escocia y llamas y vicuñas del Perú. Los animales alcanzaron a ser más de 200. Cuando el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) se los decomisaba, por no tener licencia sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los remates. Allí los compraba de nuevo y los llevaba de regreso a la finca en menos de una semana.

Durante varios años, Pablo Escobar dirigió personalmente las tareas de domesticar todas las aves, obligándolas con sus trabajadores a treparse a los árboles por las tardes cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los demás animales, tratando de cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por ejemplo, a un canguro le enseñó a jugar fútbol y mandó a traer desde Miami, en un avión, a un delfín solitario envuelto en bolsas plásticas llenas de agua y amarrado con sábanas para evitar que se hiciera daño tratando de soltarse. Luego, lo liberó en un lago de una hacienda situada entre Nápoles y el Río Claro.

En esa época, Pablo Escobar era representante a la Cámara y había sido elegido para ese cargo en las listas del Movimiento de Renovación Liberal que lideraba el senador Alberto Santofimio Botero, seguidor a su vez del candidato presidencial del Partido Liberal, Alfonso López Michelsen. La justicia sólo había proferido contra él una vieja orden de captura que reposaba sin ningún efecto jurídico en un oscuro juzgado de Itagüí. Por todo esto era fácil obtener una entrevista con él. Escobar se codeaba de tú a tú con todos los políticos de entonces y hasta había sido invitado a España por el presidente electo de ese país, Felipe González. En ese viaje lo acompañaron varios parlamentarios colombianos de los dos partidos. La policía española recibió informaciones de infiltrados en el mundo de la droga según las cuales el principal capo del narcotráfico colombiano se hallaba hospedado en un hotel de Madrid. Por este motivo, fuerzas especiales allanaron el edificio y detuvieron por un rato a varios asustados congresistas del Partido Conservador, que se habían acostado temprano. Los senadores, ya vestidos de pijamas, fueron requisados minuciosamente junto con sus equipajes. Mientras tanto Pablo Escobar tomaba champaña con varios amigos y periodistas colombianos en la suite presidencial adonde los había invitado Felipe González.

La entrevista con Pablo Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón, columnista del periódico El Tiempo y en esa época director de la edición dominical. La conseguí con la ayuda de un locutor de radio de Medellín que tenía un programa muy popular y que había empezado a trabajar con Escobar como jefe de prensa. El locutor organizó un almuerzo en el hotel Amarú, que entonces era propiedad del primo de Escobar, Gustavo Gaviria. Durante el almuerzo, Pablo Escobar dio unas breves declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las filas del Nuevo Liberalismo durante una manifestación en el Parque de Berrío. En su discurso, Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el narcotráfico. Todo esto lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego anunció su candidatura a la Cámara de Representantes por las listas del Movimiento de Renovación Liberal que dirigía el parlamentario Jairo Ortega Ramírez, uno de los lugartenientes más respetados de Santofimio en Antioquia y de López Michelsen en el país. Escobar resultó electo después de una singular campaña en la que sembró árboles por todos los barrios populares de Medellín y construyó e iluminó decenas de canchas polideportivas en los barrios pobres. Además, prometió públicamente a la gente que vivía en los tugurios del basurero de Moravia construir más de 200 casas para que en el futuro pudieran tener una vivienda digna.

Después del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de su jefe de prensa, Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda Nápoles, en Puerto Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los guardaespaldas de Escobar me llamaron al día siguiente y me propusieron encontrarnos en la población de San Luis, adonde yo tenía que viajar para acompañar al entonces gobernador de Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a la inauguración de la escuela Juan José Hoyos, que lleva ese nombre en memoria de mi abuelo, un maestro de escuela del oriente de Antioquia.

—¿Cómo hago para encontrarlos si yo no los conozco? —les pregunté a los guardaespaldas de Escobar.

—Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted…

Yo, por supuesto, no estaba tranquilo. Había tenido noticias sobre la amabilidad con que Escobar atendía a los periodistas, pero también sabía que todos sus empleados temblaban de miedo cuando él les daba una orden.

Llegué a San Luis poco después del mediodía del sábado. Mientras el gobernador pronunciaba su discurso inaugurando la escuela me di cuenta, muy asustado, de que mi hijo Juan Sebastián, de apenas dos años de edad, había desaparecido. Abandoné el acto y en uno de los corredores de la escuela encontré a un hombre moreno y de apariencia dura cargando a mi hijo. El hombre me miró con una sonrisa. Tenía cara de asesino. Nadie tuvo que explicarme que era uno de los guardaespaldas de Pablo Escobar.

De inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya habían llegado por nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un pequeño Fiat 147 que los hombres de Escobar miraron con desprecio. Ellos subieron a una camioneta Toyota de cuatro puertas, con excepción del hombre con la cara de asesino. Él nos dijo que quería acompañarnos en mi carro para que no nos fuéramos a embolatar.

Cuando encendí el motor del auto y vi por el espejo retrovisor la camioneta Toyota con esos tres hombres, todos armados, me di cuenta de que estaba temblando. El hombre con cara de asesino trató de serenarme.

—Tranquilo, hermano, que usted va con gente bien…

En seguida abrió un morral que llevaba sobre sus piernas y sacó un teléfono satelital… ¡Un teléfono satelital en esos tiempos en los que en Colombia ni siquiera se conocían los teléfonos celulares!

—Aló, patrón. Aquí vamos con el hombre. Todo ok. Estamos llegando en media hora.

Cuando cruzamos el alto de La Josefina y empezamos a descender hacia el valle del Río Claro me fui tranquilizando poco a poco viendo por el espejo retrovisor cómo mi hijo jugaba con su madre. Sin embargo, para controlar mejor los nervios le propuse al hombre de la cara de asesino que paráramos en algún lado y nos tomáramos una copa de aguardiente.

—Hágale usted tranquilo, hermano, que yo no puedo. Si le huelo a aguardiente al patrón, me manda a matar.

Nos detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé solo del carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el guardaespaldas me esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron los guardaespaldas que venían detrás, en la camioneta Toyota.

Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la tarde. La primera cosa que me impresionó fue la avioneta que estaba empotrada en un muro de concreto, en lo alto de la entrada. La gente, que siempre habla, decía que ésa era la avioneta del primer kilo de cocaína que Escobar había logrado meter a los Estados Unidos. Después me impresionaron los árboles alineados en perfecto orden a lado y lado de una carretera pavimentada y sin un solo hueco. Empezamos a ver los hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que corrían libres por el campo verde. Mi hijo le dio de comer a una jirafa a través de la ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas. A medida que nos adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por guardianes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita de su puño y letra por el patrón. Con la tarjeta, las puertas se abrían de inmediato como obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las últimas había un carro viejo montado en un pedestal. Era un Ford o un Dodge de los años treinta y estaba completamente perforado por las balas.

—¿De quién es ese carro? —le pregunté al hombre con cara de asesino.

—Lo compró el patrón…. Era el carro de Bonnie and Clyde.

Después de atravesar la última puerta cruzamos un bosque húmedo lleno de cacatúas negras traídas del África y otros pájaros exóticos cazados en todos los continentes. Al final estaba la entrada a la casa principal de la hacienda. Bajé del carro, otra vez asustado, y alcé a mi hijo en brazos. Martha abrió la maleta del Fiat y bajó el equipaje. Pensábamos quedarnos dos días de acuerdo con la invitación de Escobar.

Lo primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora montada sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más adelante había un toro mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba reparando. En la piscina, dos hombres se bañaban. Uno de ellos estaba un poco entrado en años. Por los uniformes y las insignias que habían dejado al borde de la piscina me di cuenta de que eran dos coroneles del ejército.

En ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad fría, pero llena de respeto por mi oficio y por el periódico para el cual trabajaba. Estaba recién motilado y lucía un bigote corto. En su cara, en su cuerpo y en su voz aparentaba tener aproximadamente unos 33 años.

Me invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde los coroneles seguían disfrutando de su baño.

Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca Wurlitzer, lleno de baladas de Roberto Carlos. La que más le gustaba a Escobar era “Cama y mesa”. Desde que eran novios, él se la dedicaba (…).

 

 

NOTAS EN LA BITÁCORA

 

§  Hay que ganarse el derecho a publicar cosas inútiles.

§  Al escribir perfiles se juega con la reputación de las personas.

§  Hay que ser responsables con el personaje de quien se habla. Uno puede ir haciendo daño con mala o buena onda.

§  El lector es un infiel y un traidor. Es un enigma.

§  El trabajo se sintetiza en tomar decisiones éticas en cada línea.

§  El perfil es un texto de autoayuda.

§  La crónica es literatura a presión, a vapor, que no es lo mismo que una mala literatura.

§  Hay 4 tipos de cronistas: el protagonista, el testimonial, el documental y el que diluye su voz.

§  Los ricos de Latinoamérica no son parodiables, porque ellos mismos se parodian.

§  La búsqueda es de temas locales que se universalicen.