LA CRÓNICA: UN GÉNERO HÍBRIDO
Consejos para un joven que quiere ser
cronista
Alberto Salcedo Ramos
Si no eres porfiado, olvídalo. Te dirán que no hay espacio, ni
dinero, ni lectores. En vez de perder tiempo quejándote, pon el trasero
en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces a trabajar
escucha el consejo de Katherine Anne Porter: no te enredes en
asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe
importarle es contar la historia.
Una historia buena y bien contada posiblemente le interesará a
algún editor. Pero nadie te lo garantiza. En caso de que no la
publiquen, al menos te quedará una crónica terminada. Guárdala
como un tesoro: podría motivarte a hacer otra. Si dejas de escribir
cuando los editores te cierran las puertas, tal vez mereces que te las
cierren.
Aunque tengas un trabajo de tiempo completo en un periódico o
manejes un camión de carga, debes escribir. Ninguna excusa es
válida. Si solo atiendes los llamados del estómago, ¿para qué
seguimos hablando?
Cree en los temas que te impulsen a escribir. Ya lo dijo Mailer:
cuando un tema atrape tu atención no lo sometas a la duda.
Puedes escribir sobre lo que quieras: un asaltante de caminos, las
enaguas de tu abuela, el escolta del presidente, la caspa de Tarzán, lo
triste, lo folclórico, lo trágico, el frío, el calor, la levadura del pan
francés o la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras
al lector. Escribir crónicas es narrar, narrar es seducir. Los buenos
contadores de historias convierten el verbo narrar en sinónimo de
encoñar. Son como don Vito Corleone: le hacen al lector una oferta
que no puede rechazar.
Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen
todo al blanco y al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no leo
fábulas, o las abandono a tiempo para que el lobo viva tranquilo
después de comerse a Caperucita Roja y el dueño de la gallina de los
huevos de oro pueda sacrificarla sin remordimientos.
Algunos pretenden escribir mientras bailan una cumbiamba o
asisten a un partido de fútbol. Pero el trabajo es una cosa y el recreo
otra. Concéntrate en tu oficio. Si no le dedicas al texto toda tu
atención, posiblemente el lector tampoco lo hará.
LA RELACIÓN ENTRE LA CRÓNICA Y LA POESÍA
(Tomado de Antología de la crónica actual de Darío Jaramillo Agudelo)
La mención de Frank Báez, escritor dominicano, permite conectar con
las relaciones entre crónica y poesía. Lo primero: es alta la carga
poética de muchos de los textos de la nueva narrativa periodística. Así
también los procedimientos de la poesía narrativa y de la crónica, que
pueden ser análogos, como el frecuente uso de la enumeración. En
fin, hay poemas que son crónicas, como el que sigue, del mismo
Frank Báez:
QUITA SUEÑO
Perder una pierna trabajando
De operario en una zona franca
Duele menos que cuando los gringos
Te donan una prótesis de plástico
Que te pondrás para emborracharte en los colmados
Y que apoyarás con fuerza en la acera
Al retornar a casa
Temeroso de que los perros del barrio
Puedan morderla y arrancártela
Con respecto al matrimonio o, mejor, unión libre entre crónica y
poesía, el cuento es viejo y hay momentos en la historia del
periodismo narrativo durante los cuales la mejor producción ha
provenido de los poetas. Baste recordar nombres como Rubén Darío,
José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Amado Nervo,
Herrera y Ressig y tantos otros poetas modernistas.
Sin embargo, mientras las crónicas de los modernistas alcanzaron
a ver su propia declinación sin llegar al cenit, la crónica del siglo
veintiuno, en plena expansión, no teme incorporar el instinto poético
en sus ingredientes como en Rock Down, de Leila Guerriero sobre un
grupo de rock dirigido por un chico, un poeta con síndrome de Down,
Miguel Tomasín: «Miguel dice que Dios es una cámara oculta. O un
pájaro mixto. Y le preguntamos cómo es el pájaro mixto, y Miguel
dice que es el Dios de Dios. Y cómo es, Miguel, le preguntamos.
“Mitad camuflado y mitad láser”, te contesta. O le preguntás qué hay
en la Luna. Respuesta de Miguel: un tornillo y un casete de
chamamé».
Poesía como lo que ocurre en Casa blanca, la prisión mixta de
Villavicencio, Colombia: «Allí viven 1.268 hombres y 82 mujeres
separados por un muro reforzado con varillas de acero sin resquicios
para mirarse, excepto en un tramo de doce metros donde la pared se
interrumpe y da paso a una reja metálica de cinco metros de alto. A
ese corredor al aire libre, por donde pasan las internas cuando son
llevadas a otros sitios de la cárcel, se le conoce como el paso del
amor. Decenas de presos han logrado conseguir novia en ese breve
momento, cuando las mujeres caminan sin permiso para detenerse».
Esas visiones bastan para encender el amor entre varias parejas que se
han encontrado allí. Lo cuenta José Alejandro Castaño en La cárcel
del amor, dejando que la poesía brote por sí sola de la historia.
Hay ocasiones, también, en que el poema hace suyo un tema
típico de la crónica, los terremotos, los desastres naturales. Escribió
Frank Báez:
SÁBADO 23 DE ENERO DE 2010, HAITÍ
Vi en la tele un hombre que buscaba
A su familia entre los escombros de un edificio.
Llevaba más de una semana cavando.
(Había perdido las uñas)
Movía de un lado a otro los desechos en vano.
Los vecinos repetían que descansara,
Que comiera, que bebiera agua.
Pero el hombre seguía cavando boca abajo
En la oscuridad como un topo.
Alguien me dijo en un bar que escribiera
Un poema sobre el terremoto en Haití.
¿Para qué? La historia lo ha probado:
La poesía no puede arrebatarle bebés a la muerte.
Ni un hueso. Ni siquiera un zapato.
ÉLMER EL CALEÑO, EL MEJOR JUGADOR DE
FÚTBOL
Carlos Mario Garcés Toro
Eran las tres de la tarde de aquel domingo de cielo vacío, sin
nubes, azul y caluroso que Elmer el Caleño y algunos de nosotros
jamás olvidaríamos. Aquella tarde Se jugaba la final de fútbol en la
cancha de El Rodeo, el eterno clásico entre Independiente de Campo
Amor (de uniforme rojo) y el Estrella Roja de Cristo Rey (de
uniforme blanco y una estrella roja en el costado). Las barras se
hallaban apostadas a lo largo de las gradas construidas en forma de
terraza sobre la falda de la montaña, detrás de la cual se erigiría, años
después, el Parque Cementerio Campos de Paz (que sepultó nuestros
juegos y recuerdos de infancia) y la calle que desembocaría en la
carrera 80.
Las barras animaban a sus equipos con cantos, pancartas,
trompetas, tamboras, tapas de olla, pitos, sonajeros hechos con tapitas
de gaseosa o de cerveza y machacadas con martillo o con piedra;
silbidos, ovaciones y aplausos en medio de las risas y alegrías que se
conjugaban con aquella espléndida tarde.
El árbitro dio inicio el partido. Desde un comienzo el
Independiente puso las condiciones dentro del terreno de juego, con
unos cambios de costado en los que los marcadores de punta se
sumaban a los delanteros, que con jugadas preparadas tiraban el
centro, buscando siempre a su goleador, el Mono Avendaño, que, ante
un parpadeo de la Roña y Óscar el Zarco, cogió la pelota de media
vuelta y la clavó a un costado donde no pudo llegar el Gato Contreras,
portero de El Estrella Roja. El marcador se puso 1-0 a favor de El
Independiente. La hinchada de Campo Amor celebraba furibunda.
Transcurría el minuto treinta del primer tiempo, y en jugada similar,
el Mono Avendaño se levantó con plasticidad en medio de los dos
defensores y con un fuerte cabezazo puso el marcador dos a cero. La
hinchada de Cristo Rey parecía muerta en su silencio.
Hasta que apareció la magia, el lirismo y la genialidad de la
Tata, Valadez y Élmer el Caleño. La Tata se llevó a la defensa del
Independiente para un costado, dejando libre las marcas; luego hizo
un amague, saliendo por entre dos defensas y bombeó el centro;
Elmer el Caleño le calculó la caída sobre su muslo derecho, la pelota
se levantó, el defensa salió a ejercer presión, el Caleño, con la punta
del guayo derecho, le hizo un sombrerito, el balón se levantó y rebotó
en el punto penal, el Caleño dejó atrás al defensor, el portero salió a
achicar; le efectuó, de igual forma, un sombrero; el Caleño pasó por
detrás del guardameta, empujando, finalmente, la pelota con su
cabeza dentro del arco. La hinchada de Cristo Rey volvió a revivir, a
celebrar, a cantar.
Transcurridos veinte minutos de la segunda parte y el marcador
continuaba 2-1 a favor de El Independiente. Ambas hinchadas se
mostraban nerviosas. Sin embargo, la de Campo Amor no cejaba de
corear. Pero fue el Caleño que, con una rápida resolución de
inteligencia de espacio y tiempo, puso un balón al vacío detrás de los
defensores, el cual aprovecho Valadez, que se desprendió de sus
marcadores por el centro y quedando frente al portero, lo eludió con
un amague endiablado de cintura, dejándolo tendido en el suelo, y con
un fuerte tiro rastrero acomodó la pelota en un costado, poniendo
cifras iguales al marcador. Esta vez la hinchada de Cristo Rey
coreaba.
Todo apuntaba a que habría empate. Pero a tres minutos de
acabarse el partido, apareció la poesía. El Caleño tomó la pelota en la
mitad de la cancha y con decisión gambeteó a uno, a dos, a tres, a
cuatro jugadores que, regados, quedaban en el campo de juego. El
defensa grandote salió a su encuentro, el Caleño le midió la salida y le
hizo un túnel, y pasó por un lado hasta llegar próximo al área de las
dieciocho, cuando una pierna le cruzó la suya con violencia. El árbitro
pitó la falta. El Independiente formó la barrera. El Caleño pidió
cobrar y puso la pelota sobre un pequeño montículo de tierra. Miraba
la pelota, la barrera, el arquero y la portería. En su cabeza calculaba y
medía algo. Las tribunas estaban enmudecidas.
El tiempo y la respiración parecían haberse detenido allí en la
cancha de El Rodeo. El Caleño tomó distancia. Corrió unos pocos
pasos adelante como en cámara lenta y con el empeine interno de su
pie derecho golpeó la pelota que se levantó por encima de la barrera.
Todos fotografiamos su trayectoria, incluso los de la barrera voltearon
a mirar atrás. Pero el balón llevaba su propio destino. Llevaba veneno.
Entró golpeando el ángulo que forma el paral con el travesaño, dando
primero un rebote en el piso y entrando después con fuerza en el arco.
Aquello fue la locura. La emoción estaba en su punto más alto. Los
hinchas de Cristo Rey se abrazaban, gritaban y algunos hasta lloraban.
Terminado el partido, todos corríamos a saludar a los jugadores.
El más asediado era Élmer el Caleño. Yo también quería tocarlo. Yo
tenía ocho años. Veía al Caleño como a un héroe, lo veía como a una
estrella. Sé que algunos de nosotros habríamos de recordar muchos
años después aquel domingo, aquella final de fútbol en la cancha de
El Rodeo sur en Guayabal.
Al Caleño, in memoriam.
EL SABOR DE LA MUERTE
Juan Villoro
El terremoto de 8.8 que devastó Chile el 27 de febrero fue tan
potente que modificó el eje de rotación de la tierra. El día se redujo en
1.26 microsegundos.
Desde la Estación Espacial Internacional el astronauta japonés
Soichi Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: “Rezamos
por ustedes”.
Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los
que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se
mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición
sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3:34 de la madrugada, una
sacudida me despertó en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté
de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese
momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de
mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos.
Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas, libros y la
televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes.
Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja
ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana.
Otros
hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba
pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que
mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una
cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la
calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca
un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.
Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades teníamos
de
salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó
como
animada por energía propia.
Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de
irrealidad. Me puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No
era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.
Los gritos que el edificio había sofocado con sus crujidos se
volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube espesa. Pensé que se
trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un
ardor en la garganta.
Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis
documentos, tomé mi computador y perdí un tiempo precioso
atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así.
En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y
espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo reunirnos por países.
Los mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad
estaría devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras,
escuchamos
ladridos distantes, los coches de los trasnochadores tocaban el claxon,
había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio
permanecía intacta.
En la explanada frente al hotel, se alzaba la réplica de una estatua
de la Isla de Pascua. Era la efigie de un moái, jerarca que durante su
mandato habrá visto maremotos. Se convirtió en nuestra figura
tutelar. Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de verlo. Por
suerte, el apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos
por el tiempo regresó de las sombras. No estábamos solos.
Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un perro se
echó a dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo
estaría bien.
Alguien quiso regresar al edificio por sus “pantalones de la
suerte”. La superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si
se les podíallamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel
Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso
recorrer el edificio para ver si había daños estructurales. “¡Tú estás
cojo y yo soy tonto!”, exclamé. De nada servía que buscáramos lo que
no podíamos encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por
Goya.
Poco a poco, la realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que
tanta gente usara piyama. Pensaba que se trataba de una prenda en
desuso. Ungrupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No
podíamos
revisar la estructura, pero podíamos evitar que se enfriaran los pies.
La arquitectura chilena es una forma del milagro. Solo esto
explica que en Santiago los daños hayan sido menores. Aunque
algunos edificios fueron desalojados y otros tendrán que ser
demolidos (inmuebles posteriores a 1990, cuando las leyes de
supervisión se hicieron menos estrictas), lo cierto es que la resistencia
del paisaje urbano fue asombrosa. Un terremoto es una radiografía de
la honestidad arquitectónica. En 1985, el terremoto de la Ciudad de
México demostró que la especulación inmobiliaria y la amañada
construcción de edificios públicos eran más dañinas que los grados
Richter. “Con usura no hay casa de buena piedra”, escribió Ezra
Pound.
Llama la atención que en un país con tanta sapiencia antisísmica
el
aeropuerto padeciera graves lastimaduras. El cierre de vuelos
contribuyó al aftershock. Nuestra vida se había detenido y no
sabíamos
cuándo comenzaría nuestra sobrevida. Estábamos en el limbo o en un
episodio de Lost.
El discurso de los noticieros se caracterizó por el tremendismo y
la
dispersión: desgracias aisladas, sin articulación de conjunto. Las
imágenes de derrumbes eran relevadas por escenas de pillaje. No
había
evaluaciones ni sentido de la consecuencia. Unos tipos fueron
sorprendidos robando un televisor de pantalla plana extragrande.
Obviamente no se trataba de un objeto de primera necesidad. ¿Era un
caso aislado?, ¿el crimen organizado se apoderaba de
electrodomésticos? Los rumores sustituyeron las noticias. Se
mencionó
a un pueblo que temía ser invadido por otro. El relato fragmentario de
los medios mostraba rencillas de tribus y repetía las declaraciones de
una gobernadora que pedía que el ejército usara sus armas.
Algunos amigos chilenos creen que además de la morbosa
búsqueda de ráting, los noticieros pretenden crear un clima de
confrontación antes de que Michelle Bachelet abandone el poder. El
sismo llegó como un último desafío para la presidenta, que tiene 80%
de aprobación, y como una amarga encomienda para su sucesor, el
empresario Piñera, que había prometido expansión y desarrollo al
estilo Disney World y ahora tendrá que proceder con el cuidado de los
restauradores y anticuarios. Si el ejército comete un error en los días
de toque de queda, o si se produce una confrontación, la sucesión
presidencial sería menos tersa, se podrían hacer acusaciones sobre el
origen de la violencia y se regresaría al divisionismo y la crispación
que durante años dominaron a la sociedad chilena. Las réplicas más
fuertes del sismo ocurrirán en la política chilena.
En Santiago, la suspensión de vuelos y la ocasional falta de
teléfonos, internet, suministro de electricidad y agua fueron las señas
visibles de la catástrofe. Esto nos dejó la sensación de estar en un
reality show al revés. Nuestra vida parecía transcurrir en la realidad
controlada de un estudio de televisión mientras las cámaras retrataban
una realidad
salvaje al sur de Chile. Los supermercados asaltados eran el rostro
dramático de un país donde la gente tenía hambre y las filas para
cargar gasolina en los barrios ricos de Santiago eran su rostro
hipocondríaco.
El terremoto de 8.8 grados ha sido el segundo más fuerte en la
historia de Chile. La isla Robinson Crusoe naufragó como el
personaje que le dio su nombre. El tsunami dejó miles de
desaparecidos y sepultados en el lodo. Hasta el momento hay unos
800 muertos. Los rescatistas chilenos que estuvieron en Haití
comentan que será mucho más difícil sacar cuerpos de construcciones
de concreto, encapsulados en el lodo endurecido después del tsunami.
Fui a Santiago para participar en el Congreso Iberoamericano de
Literatura Infantil y Juvenil organizado por la editorial SM. Hablamos
de ogros y hadas, magos y titiriteros, ilusiones extremas y la forma de
convertirlas en historias. Esa realidad paralela cristaliza en el lema de
los hermanos Grimm: “Entonces, cuando desear todavía era útil”. La
literatura infantil practica la utilidad del deseo.
El edificio donde sesionamos, la Antigua Academia de Bellas
Artes, fue uno de los más dañados de la ciudad. Sus señoriales
escaleras
quedaron reducidas a escombros. En la mañana del 27 nuestro único
deseo era el de Ulises: volver a casa.
Colombia, Brasil y Perú mandaron aviones especiales para
rescatar a sus compatriotas. Los españoles salieron en vuelos
comerciales, con el apoyo de su embajada.
Los mexicanos sabíamos que no íbamos a ganar el Mundial pero
ignorábamos que seríamos los últimos en salir de Chile. Aguardamos
con ardiente paciencia el vuelo no comercial que prometió la
embajada.
En vano. Como el sismo acortó el día, nuestra burocracia no tiene
tiempo para nada. Finalmente, la editorial SM nos consiguió plazas en
un vuelo comercial.
Aún hay mucha gente atrapada en la zona de Concepción. Como
tantas veces, los periodistas han llegado al desastre antes que las
personas que deben aliviarlo, y como siempre, los más afectados son
los que habían padecido antes el cataclismo de la pobreza.
Dos días después del terremoto fui a una casa en las afueras de
Santiago, con piscina y jardines, uno de esos espacios
latinoamericanos
que muestran que Miami puede estar donde sea. Había que hacer un
esfuerzo para recordar que el escenario pertenecía al país arrasado por
el terremoto.
En su duplicidad, la cifra 8.8 adquiere carga simbólica: los
gemelos del miedo, el diablo ante el espejo o, sencillamente, lo que
somos y lo que podemos dejar de ser. Una falla invisible decide el
juego, nuestra
residencia en la Tierra.