CERRARON LA TIENDA
DE LA ESQUINA
C.M.G.T.
Después de más de cincuenta años de
servicio cerraron la tienda de la esquina de don Jorge «El Canoso», quien la
había abierto en los albores de la década del cincuenta, una vez llegado a la
ciudad y al barrio, huyendo de la violencia en Támesis, un pueblo del Suroeste
de Antioquia.
De niños íbamos allí a comprar los
confites de menta y aguardiente, a echarle a escondidas una moneda al piano y
escuchar la música bailable que se escuchaba en toda la esquina y que algunos
tarareaban y bailaban con encanto y alegría. Allí nos mandaban a comprar la
leche y los panes frescos para el desayuno antes de marchar a la escuela en
aquellas mañanas trinadas de pájaros.
En los diciembres la tienda vestía sus
cuatro entradas con cadenetas y bolas de colores que repetían el eco de sus
visos en las paredes, palmeras y aserrín en el piso; se hacía natilla y
buñuelos, se mataba marrano con la cuota que ponían los clientes; no faltaba la
pólvora, los globos y los regalos para los niños, ¡cómo olvidar la espada verde
de plástico de mi héroe favorito que me dieron en la noche de navidad!
En las paredes colgaban fotos a blanco y
negro de personajes que no conocía, pero que poco a poco, y en la medida que
iba creciendo, supe que se trataba de Carlos Gardel (¿quién como él para
entonar El día que me quieras?), Charlie Chaplin sonriendo con una flor en la
mano, «el loco» Omar Orestes Corbata en cuclillas y con las manos apoyadas en
un balón y la Marilyn con el vestido levantado que a más de uno hizo suspirar y
a algunas señoras hipocritonas santiguar.
En sus mesas, y mientras el reloj no
paraba de dar vueltas, hablábamos de triunfos y fracasos, de fútbol y de
amores, contábamos el número de los que se iban muriendo. En esas mesas
lloramos el asesinato de Cocho y Kiko dos de nuestros mejores amigos; de
«Chacho» el más galán de la cuadra que se las dormía a todas (no se le escapó
ni la hija de Pacho el, «duro» del barrio), del Flaco «Alza» que era el portero
del equipo y cuando íbamos perdiendo corría a cabecear los tiros de esquina, lo
encontraron muerto en la noche, recostado a un poste, con la botella a un lado,
se fue muriendo despacito y en silencio.
Muchos nos fuimos del barrio, pero yo
seguía yendo un viernes o un sábado en la noche, o los domingos en la mañana a
conversar con los amigos. Don Jorge murió hace dos o tres años. Sus hijos
decidieron, finalmente, cerrar la tienda, que para muchos de nosotros fue
meridiano o estación donde nos cruzamos todos los que vivimos en este barrio.
Cuando cruzo por la esquina y me detengo al pie del local donde funcionó la
tienda y donde hoy levantan un edificio de apartamentos, siento en el aire y en
mi interior, en blanco y gris, una junta ya de recuerdos.
Un fin de semana con Pablo Escobar
Juan José Hoyos
Era
un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la humedad de la
brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa, situada en el centro
de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de color verde oscuro se
movían con el viento. De pronto, cuando la luz del sol empezó a desvanecerse,
centenares de aves blancas comenzaron a llegar volando por el cielo azul, y
caminando por la tierra oscura, y una tras otra, se fueron posando sobre las
ramas de los árboles como obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos
minutos, los árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos,
parecían copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y
repentina en aquel paisaje del trópico.
Sentado
en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves que se
recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la hacienda,
Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos jamás habían oído
hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la aparición de su nombre en las
listas de aspirantes al Congreso por el Partido Liberal desató una dura
controversia en las filas del Nuevo Liberalismo, movimiento dirigido entonces
por Luis Carlos Galán Sarmiento.
—A
usted le puede parecer muy fácil —dijo Pablo Escobar, contemplando las aves
posadas en silencio sobre las ramas de los árboles. Luego agregó mirando el
paisaje, como si fuera el mismo dios—: No se imagina lo verraco que fue subir
esos animales todos los días hasta los árboles para que se acostumbraran a
dormir así. Necesité más de cien trabajadores para hacer eso… Nos demoramos
varias semanas.
Pablo
Escobar vestía una camisa deportiva muy fina, pero de fabricación nacional
según dijo con orgullo mostrando la marquilla. Estaba un poco pasado de kilos
pero todavía conservaba su silueta de hombre joven, de pelo negro y manos
grandes con las que había manejado docenas de autos cuando junto con su primo,
Gustavo Gaviria, competía en las carreras del autódromo de Tocancipá y de la
Plaza Mayorista de Medellín.
—Todo
el mundo piensa que uso camisas de seda extranjeras y zapatos italianos, pero
yo sólo me visto con ropa colombiana —dijo mostrando la marca de los zapatos.
Se
tomó un trago de soda para la sed porque la tarde seguía muy calurosa y luego
agregó:
—Yo
no sé qué es lo que tiene la gente conmigo. Esta semana me dijeron que había
salido en una revista gringa… Creo que, si no me equivoco, dizque era la
revista People… o Forbes. Decían que yo era uno de los diez multimillonarios
más ricos del mundo. Les ofrecí a todos mis trabajadores y también a mis amigos
diez millones de pesos por esa revista y ya han pasado dos semanas y hasta
ahora nadie me la ha traído… La gente habla mucha mierda.
Pablo
Escobar hablaba con seguridad, pero sin arrogancia. La misma seguridad con la
que en compañía de su primo se montó en una motocicleta y se fue a comprar
tierras por la carretera entre Medellín y Puerto Triunfo, cuando aún estaba en
construcción la autopista Medellín-Bogotá. Después de comprar la enorme
propiedad, situada entre Doradal y Puerto Triunfo, casi a orillas del río
Magdalena, empezó a plantar en sus tierras centenares de árboles, construyó
decenas de lagos y pobló el valle del río con miles de conejos comprados en las
llanuras de Córdoba y traídos hasta la hacienda en helicópteros. Los
campesinos, aterrados, dejaron durante un tiempo de venderle tantos conejos
porque a un viejo se le ocurrió poner a correr el rumor de que unos médicos
antioqueños habían descubierto que la sangre de estos animales curaba el
cáncer. Escobar mandó a un piloto por el viejo y lo trajo hasta la hacienda
para mostrarle lo que hacía con los animales: soltarlos para que crecieran en
libertad. Ahora había conejos hasta en Puerto Boyacá, al otro lado del
Magdalena.
Igual
que con los conejos, Pablo Escobar consiguió un ejército de trabajadores para
plantar palmas y árboles exóticos por el borde de todas las carreteras de la
hacienda. Las carreteras daban vueltas, e iban y venían de un lugar a otro de
forma caprichosa porque ya Escobar tenía en mente la construcción de un gran
zoológico con animales traídos de todo el mundo.
Él
mismo, durante muchos meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con canguros
de Australia, dromedarios del Sahara, elefantes de la India, jirafas e
hipopótamos del África, búfalos de las praderas de Estados Unidos, vacas de las
tierras altas de Escocia y llamas y vicuñas del Perú. Los animales alcanzaron a
ser más de 200. Cuando el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) se los
decomisaba, por no tener licencia sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los
remates. Allí los compraba de nuevo y los llevaba de regreso a la finca en
menos de una semana.
Durante
varios años, Pablo Escobar dirigió personalmente las tareas de domesticar todas
las aves, obligándolas con sus trabajadores a treparse a los árboles por las
tardes cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los demás animales,
tratando de cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por ejemplo, a un
canguro le enseñó a jugar fútbol y mandó a traer desde Miami, en un avión, a un
delfín solitario envuelto en bolsas plásticas llenas de agua y amarrado con
sábanas para evitar que se hiciera daño tratando de soltarse. Luego, lo liberó
en un lago de una hacienda situada entre Nápoles y el Río Claro.
En
esa época, Pablo Escobar era representante a la Cámara y había sido elegido
para ese cargo en las listas del Movimiento de Renovación Liberal que lideraba
el senador Alberto Santofimio Botero, seguidor a su vez del candidato
presidencial del Partido Liberal, Alfonso López Michelsen. La justicia sólo había
proferido contra él una vieja orden de captura que reposaba sin ningún efecto
jurídico en un oscuro juzgado de Itagüí. Por todo esto era fácil obtener una
entrevista con él. Escobar se codeaba de tú a tú con todos los políticos de
entonces y hasta había sido invitado a España por el presidente electo de ese
país, Felipe González. En ese viaje lo acompañaron varios parlamentarios
colombianos de los dos partidos. La policía española recibió informaciones de
infiltrados en el mundo de la droga según las cuales el principal capo del
narcotráfico colombiano se hallaba hospedado en un hotel de Madrid. Por este
motivo, fuerzas especiales allanaron el edificio y detuvieron por un rato a
varios asustados congresistas del Partido Conservador, que se habían acostado
temprano. Los senadores, ya vestidos de pijamas, fueron requisados
minuciosamente junto con sus equipajes. Mientras tanto Pablo Escobar tomaba
champaña con varios amigos y periodistas colombianos en la suite presidencial
adonde los había invitado Felipe González.
La
entrevista con Pablo Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón, columnista del
periódico El Tiempo y en esa época director de la edición dominical. La
conseguí con la ayuda de un locutor de radio de Medellín que tenía un programa
muy popular y que había empezado a trabajar con Escobar como jefe de prensa. El
locutor organizó un almuerzo en el hotel Amarú, que entonces era propiedad del
primo de Escobar, Gustavo Gaviria. Durante el almuerzo, Pablo Escobar dio unas
breves declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo Liberalismo, Luis
Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las filas del Nuevo
Liberalismo durante una manifestación en el Parque de Berrío. En su discurso,
Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el narcotráfico. Todo
esto lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego anunció su candidatura
a la Cámara de Representantes por las listas del Movimiento de Renovación
Liberal que dirigía el parlamentario Jairo Ortega Ramírez, uno de los
lugartenientes más respetados de Santofimio en Antioquia y de López Michelsen
en el país. Escobar resultó electo después de una singular campaña en la que
sembró árboles por todos los barrios populares de Medellín y construyó e
iluminó decenas de canchas polideportivas en los barrios pobres. Además,
prometió públicamente a la gente que vivía en los tugurios del basurero de
Moravia construir más de 200 casas para que en el futuro pudieran tener una
vivienda digna.
Después
del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de su jefe de prensa,
Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda Nápoles, en Puerto
Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los guardaespaldas de Escobar me
llamaron al día siguiente y me propusieron encontrarnos en la población de San
Luis, adonde yo tenía que viajar para acompañar al entonces gobernador de
Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a la inauguración de la escuela Juan
José Hoyos, que lleva ese nombre en memoria de mi abuelo, un maestro de escuela
del oriente de Antioquia.
—¿Cómo
hago para encontrarlos si yo no los conozco? —les pregunté a los guardaespaldas
de Escobar.
—Tranquilo
que nosotros lo encontramos a usted…
Yo,
por supuesto, no estaba tranquilo. Había tenido noticias sobre la amabilidad
con que Escobar atendía a los periodistas, pero también sabía que todos sus
empleados temblaban de miedo cuando él les daba una orden.
Llegué
a San Luis poco después del mediodía del sábado. Mientras el gobernador
pronunciaba su discurso inaugurando la escuela me di cuenta, muy asustado, de
que mi hijo Juan Sebastián, de apenas dos años de edad, había desaparecido.
Abandoné el acto y en uno de los corredores de la escuela encontré a un hombre
moreno y de apariencia dura cargando a mi hijo. El hombre me miró con una
sonrisa. Tenía cara de asesino. Nadie tuvo que explicarme que era uno de los
guardaespaldas de Pablo Escobar.
De
inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya habían llegado por
nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un pequeño Fiat 147 que los
hombres de Escobar miraron con desprecio. Ellos subieron a una camioneta Toyota
de cuatro puertas, con excepción del hombre con la cara de asesino. Él nos dijo
que quería acompañarnos en mi carro para que no nos fuéramos a embolatar.
Cuando
encendí el motor del auto y vi por el espejo retrovisor la camioneta Toyota con
esos tres hombres, todos armados, me di cuenta de que estaba temblando. El
hombre con cara de asesino trató de serenarme.
—Tranquilo,
hermano, que usted va con gente bien…
En
seguida abrió un morral que llevaba sobre sus piernas y sacó un teléfono
satelital… ¡Un teléfono satelital en esos tiempos en los que en Colombia ni
siquiera se conocían los teléfonos celulares!
—Aló,
patrón. Aquí vamos con el hombre. Todo ok. Estamos llegando en media hora.
Cuando
cruzamos el alto de La Josefina y empezamos a descender hacia el valle del Río
Claro me fui tranquilizando poco a poco viendo por el espejo retrovisor cómo mi
hijo jugaba con su madre. Sin embargo, para controlar mejor los nervios le
propuse al hombre de la cara de asesino que paráramos en algún lado y nos
tomáramos una copa de aguardiente.
—Hágale
usted tranquilo, hermano, que yo no puedo. Si le huelo a aguardiente al patrón,
me manda a matar.
Nos
detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé solo del
carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el guardaespaldas me
esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron los guardaespaldas que
venían detrás, en la camioneta Toyota.
Llegamos
a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la tarde. La primera
cosa que me impresionó fue la avioneta que estaba empotrada en un muro de
concreto, en lo alto de la entrada. La gente, que siempre habla, decía que ésa
era la avioneta del primer kilo de cocaína que Escobar había logrado meter a
los Estados Unidos. Después me impresionaron los árboles alineados en perfecto
orden a lado y lado de una carretera pavimentada y sin un solo hueco. Empezamos
a ver los hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que corrían
libres por el campo verde. Mi hijo le dio de comer a una jirafa a través de la
ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas. A medida que nos
adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por guardianes.
En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita de su puño y
letra por el patrón. Con la tarjeta, las puertas se abrían de inmediato como
obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las últimas había un carro
viejo montado en un pedestal. Era un Ford o un Dodge de los años treinta y
estaba completamente perforado por las balas.
—¿De
quién es ese carro? —le pregunté al hombre con cara de asesino.
—Lo
compró el patrón…. Era el carro de Bonnie and Clyde.
Después
de atravesar la última puerta cruzamos un bosque húmedo lleno de cacatúas
negras traídas del África y otros pájaros exóticos cazados en todos los
continentes. Al final estaba la entrada a la casa principal de la hacienda.
Bajé del carro, otra vez asustado, y alcé a mi hijo en brazos. Martha abrió la
maleta del Fiat y bajó el equipaje. Pensábamos quedarnos dos días de acuerdo
con la invitación de Escobar.
Lo
primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora montada
sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más adelante había un toro
mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba reparando. En la piscina,
dos hombres se bañaban. Uno de ellos estaba un poco entrado en años. Por los
uniformes y las insignias que habían dejado al borde de la piscina me di cuenta
de que eran dos coroneles del ejército.
En
ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad fría, pero
llena de respeto por mi oficio y por el periódico para el cual trabajaba.
Estaba recién motilado y lucía un bigote corto. En su cara, en su cuerpo y en
su voz aparentaba tener aproximadamente unos 33 años.
Me
invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde los
coroneles seguían disfrutando de su baño.
Junto a la mesa donde empezamos a hablar
había un traganíquel marca Wurlitzer, lleno de baladas de Roberto Carlos. La
que más le gustaba a Escobar era “Cama y mesa”. Desde que eran novios, él se la
dedicaba (…).
NOTAS EN LA BITÁCORA
§ Hay que ganarse el
derecho a publicar cosas inútiles.
§ Al escribir perfiles
se juega con la reputación de las personas.
§ Hay que ser
responsables con el personaje de quien se habla. Uno puede ir haciendo daño con
mala o buena onda.
§ El lector es un
infiel y un traidor. Es un enigma.
§ El trabajo se
sintetiza en tomar decisiones éticas en cada línea.
§ El perfil es un texto
de autoayuda.
§ La crónica es
literatura a presión, a vapor, que no es lo mismo que una mala literatura.
§ Hay 4 tipos de
cronistas: el protagonista, el testimonial, el documental y el que diluye su
voz.
§ Los ricos de
Latinoamérica no son parodiables, porque ellos mismos se parodian.
§ La búsqueda es de
temas locales que se universalicen.
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