lunes, 5 de junio de 2023

Un fin de semana con Pablo Escobar _ Juan José Hoyos

Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la

humedad de la brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa,

situada en el centro de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de

color verde oscuro se movían con el viento. De pronto, cuando la luz del

sol empezó a desvanecerse, centenares de aves blancas comenzaron a

llegar volando por el cielo azul, y caminando por la tierra oscura, y una

tras otra, se fueron posando sobre las ramas de los árboles como

obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos minutos, los

árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos,

parecían copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y

repentina en aquel paisaje del trópico.

Sentado en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves

que se recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la

hacienda, Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos

jamás habían oído hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la

aparición de su nombre en las listas de aspirantes al Congreso por el

Partido Liberal desató una dura controversia en las filas del Nuevo

Liberalismo, movimiento dirigido entonces por Luis Carlos Galán

Sarmiento.

—A usted le puede parecer muy fácil —dijo Pablo Escobar, contemplando

las aves posadas en silencio sobre las ramas de los árboles. Luego agregó

mirando el paisaje, como si fuera el mismo dios—: No se imagina lo

verraco que fue subir esos animales todos los días hasta los árboles para

que se acostumbraran a dormir así. Necesité más de cien trabajadores para

hacer eso… Nos demoramos varias semanas.

Pablo Escobar vestía una camisa deportiva muy fina, pero de fabricación

nacional según dijo con orgullo mostrando la marquilla. Estaba un poco

pasado de kilos pero todavía conservaba su silueta de hombre joven, de

pelo negro y manos grandes con las que había manejado docenas de autos

cuando junto con su primo, Gustavo Gaviria, competía en las carreras del

autódromo de Tocancipá y de la Plaza Mayorista de Medellín.

—Todo el mundo piensa que uso camisas de seda extranjeras y zapatos

italianos, pero yo sólo me visto con ropa colombiana —dijo mostrando la

marca de los zapatos.

Se tomó un trago de soda para la sed porque la tarde seguía muy calurosa

y luego agregó:

—Yo no sé qué es lo que tiene la gente conmigo. Esta semana me dijeron

que había salido en una revista gringa… Creo que, si no me equivoco,


dizque era la revista People… o Forbes. Decían que yo era uno de los diez

multimillonarios más ricos del mundo. Les ofrecí a todos mis trabajadores

y también a mis amigos diez millones de pesos por esa revista y ya han

pasado dos semanas y hasta ahora nadie me la ha traído… La gente habla

mucha mierda.

Pablo Escobar hablaba con seguridad, pero sin arrogancia. La misma

seguridad con la que en compañía de su primo se montó en una

motocicleta y se fue a comprar tierras por la carretera entre Medellín y

Puerto Triunfo, cuando aún estaba en construcción la autopista Medellín-

Bogotá. Después de comprar la enorme propiedad, situada entre Doradal y

Puerto Triunfo, casi a orillas del río Magdalena, empezó a plantar en sus

tierras centenares de árboles, construyó decenas de lagos y pobló el valle

del río con miles de conejos comprados en las llanuras de Córdoba y

traídos hasta la hacienda en helicópteros. Los campesinos, aterrados,

dejaron durante un tiempo de venderle tantos conejos porque a un viejo se

le ocurrió poner a correr el rumor de que unos médicos antioqueños habían

descubierto que la sangre de estos animales curaba el cáncer. Escobar

mandó a un piloto por el viejo y lo trajo hasta la hacienda para mostrarle lo

que hacía con los animales: soltarlos para que crecieran en libertad. Ahora

había conejos hasta en Puerto Boyacá, al otro lado del Magdalena.

Igual que con los conejos, Pablo Escobar consiguió un ejército de

trabajadores para plantar palmas y árboles exóticos por el borde de todas

las carreteras de la hacienda. Las carreteras daban vueltas, e iban y venían

de un lugar a otro de forma caprichosa porque ya Escobar tenía en mente

la construcción de un gran zoológico con animales traídos de todo el

mundo.

Él mismo, durante muchos meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con

canguros de Australia, dromedarios del Sahara, elefantes de la India,

jirafas e hipopótamos del África, búfalos de las praderas de Estados

Unidos, vacas de las tierras altas de Escocia y llamas y vicuñas del Perú.

Los animales alcanzaron a ser más de 200. Cuando el Instituto

Colombiano Agropecuario (ICA) se los decomisaba, por no tener licencia

sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los remates. Allí los compraba de

nuevo y los llevaba de regreso a la finca en menos de una semana.

Durante varios años, Pablo Escobar dirigió personalmente las tareas de

domesticar todas las aves, obligándolas con sus trabajadores a treparse a

los árboles por las tardes cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los

demás animales, tratando de cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por

ejemplo, a un canguro le enseñó a jugar fútbol y mandó a traer desde

Miami, en un avión, a un delfín solitario envuelto en bolsas plásticas llenas

de agua y amarrado con sábanas para evitar que se hiciera daño tratando

de soltarse. Luego, lo liberó en un lago de una hacienda situada entre

Nápoles y el Río Claro.


En esa época, Pablo Escobar era representante a la Cámara y había sido

elegido para ese cargo en las listas del Movimiento de Renovación Liberal

que lideraba el senador Alberto Santofimio Botero, seguidor a su vez del

candidato presidencial del Partido Liberal, Alfonso López Michelsen. La

justicia sólo había proferido contra él una vieja orden de captura que

reposaba sin ningún efecto jurídico en un oscuro juzgado de Itagüí. Por

todo esto era fácil obtener una entrevista con él. Escobar se codeaba de tú

a tú con todos los políticos de entonces y hasta había sido invitado a

España por el presidente electo de ese país, Felipe González. En ese viaje

lo acompañaron varios parlamentarios colombianos de los dos partidos. La

policía española recibió informaciones de infiltrados en el mundo de la

droga según las cuales el principal capo del narcotráfico colombiano se

hallaba hospedado en un hotel de Madrid. Por este motivo, fuerzas

especiales allanaron el edificio y detuvieron por un rato a varios asustados

congresistas del Partido Conservador, que se habían acostado temprano.

Los senadores, ya vestidos de pijamas, fueron requisados minuciosamente

junto con sus equipajes. Mientras tanto Pablo Escobar tomaba champaña

con varios amigos y periodistas colombianos en la suite presidencial

adonde los había invitado Felipe González.

La entrevista con Pablo Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón,

columnista del periódico El Tiempo y en esa época director de la edición

dominical. La conseguí con la ayuda de un locutor de radio de Medellín

que tenía un programa muy popular y que había empezado a trabajar con

Escobar como jefe de prensa. El locutor organizó un almuerzo en el hotel

Amarú, que entonces era propiedad del primo de Escobar, Gustavo

Gaviria. Durante el almuerzo, Pablo Escobar dio unas breves

declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo Liberalismo, Luis

Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las filas del

Nuevo Liberalismo durante una manifestación en el Parque de Berrío. En

su discurso, Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el

narcotráfico. Todo esto lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego

anunció su candidatura a la Cámara de Representantes por las listas del

Movimiento de Renovación Liberal que dirigía el parlamentario Jairo

Ortega Ramírez, uno de los lugartenientes más respetados de Santofimio

en Antioquia y de López Michelsen en el país. Escobar resultó electo

después de una singular campaña en la que sembró árboles por todos los

barrios populares de Medellín y construyó e iluminó decenas de canchas

polideportivas en los barrios pobres. Además, prometió públicamente a la

gente que vivía en los tugurios del basurero de Moravia construir más de

200 casas para que en el futuro pudieran tener una vivienda digna.

Después del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de su jefe de

prensa, Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda Nápoles,

en Puerto Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los guardaespaldas

de Escobar me llamaron al día siguiente y me propusieron encontrarnos en


la población de San Luis, adonde yo tenía que viajar para acompañar al

entonces gobernador de Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a la

inauguración de la escuela Juan José Hoyos, que lleva ese nombre en

memoria de mi abuelo, un maestro de escuela del oriente de Antioquia.

—¿Cómo hago para encontrarlos si yo no los conozco? —les pregunté a

los guardaespaldas de Escobar.

—Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted…

Yo, por supuesto, no estaba tranquilo. Había tenido noticias sobre la

amabilidad con que Escobar atendía a los periodistas, pero también sabía

que todos sus empleados temblaban de miedo cuando él les daba una

orden.

Llegué a San Luis poco después del mediodía del sábado. Mientras el

gobernador pronunciaba su discurso inaugurando la escuela me di cuenta,

muy asustado, de que mi hijo Juan Sebastián, de apenas dos años de edad,

había desaparecido. Abandoné el acto y en uno de los corredores de la

escuela encontré a un hombre moreno y de apariencia dura cargando a mi

hijo. El hombre me miró con una sonrisa. Tenía cara de asesino. Nadie

tuvo que explicarme que era uno de los guardaespaldas de Pablo Escobar.

De inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya habían

llegado por nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un

pequeño Fiat 147 que los hombres de Escobar miraron con desprecio.

Ellos subieron a una camioneta Toyota de cuatro puertas, con excepción

del hombre con la cara de asesino. Él nos dijo que quería acompañarnos en

mi carro para que no nos fuéramos a embolatar.

Cuando encendí el motor del auto y vi por el espejo retrovisor la

camioneta Toyota con esos tres hombres, todos armados, me di cuenta de

que estaba temblando. El hombre con cara de asesino trató de serenarme.

—Tranquilo, hermano, que usted va con gente bien…

En seguida abrió un morral que llevaba sobre sus piernas y sacó un

teléfono satelital… ¡Un teléfono satelital en esos tiempos en los que en

Colombia ni siquiera se conocían los teléfonos celulares!

—Aló, patrón. Aquí vamos con el hombre. Todo ok. Estamos llegando en

media hora.

Cuando cruzamos el alto de La Josefina y empezamos a descender hacia el

valle del Río Claro me fui tranquilizando poco a poco viendo por el espejo

retrovisor cómo mi hijo jugaba con su madre. Sin embargo, para controlar

mejor los nervios le propuse al hombre de la cara de asesino que

paráramos en algún lado y nos tomáramos una copa de aguardiente.

—Hágale usted tranquilo, hermano, que yo no puedo. Si le huelo a

aguardiente al patrón, me manda a matar.


Nos detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé

solo del carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el

guardaespaldas me esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron

los guardaespaldas que venían detrás, en la camioneta Toyota.

Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la

tarde. La primera cosa que me impresionó fue la avioneta que estaba

empotrada en un muro de concreto, en lo alto de la entrada. La gente, que

siempre habla, decía que ésa era la avioneta del primer kilo de cocaína que

Escobar había logrado meter a los Estados Unidos. Después me

impresionaron los árboles alineados en perfecto orden a lado y lado de una

carretera pavimentada y sin un solo hueco. Empezamos a ver los

hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que corrían libres

por el campo verde. Mi hijo le dio de comer a una jirafa a través de la

ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas. A medida que nos

adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por

guardianes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita

de su puño y letra por el patrón. Con la tarjeta, las puertas se abrían de

inmediato como obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las

últimas había un carro viejo montado en un pedestal. Era un Ford o un

Dodge de los años treinta y estaba completamente perforado por las balas.

—¿De quién es ese carro? —le pregunté al hombre con cara de asesino.

—Lo compró el patrón…. Era el carro de Bonnie and Clyde.

Después de atravesar la última puerta cruzamos un bosque húmedo lleno

de cacatúas negras traídas del África y otros pájaros exóticos cazados en

todos los continentes. Al final estaba la entrada a la casa principal de la

hacienda. Bajé del carro, otra vez asustado, y alcé a mi hijo en brazos.

Martha abrió la maleta del Fiat y bajó el equipaje. Pensábamos quedarnos

dos días de acuerdo con la invitación de Escobar.

Lo primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora

montada sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más

adelante había un toro mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba

reparando. En la piscina, dos hombres se bañaban. Uno de ellos estaba un

poco entrado en años. Por los uniformes y las insignias que habían dejado

al borde de la piscina me di cuenta de que eran dos coroneles del ejército.

En ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad

fría, pero llena de respeto por mi oficio y por el periódico para el cual

trabajaba. Estaba recién motilado y lucía un bigote corto. En su cara, en su

cuerpo y en su voz aparentaba tener aproximadamente unos 33 años.

Me invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde

los coroneles seguían disfrutando de su baño.


Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca

Wurlitzer, lleno de baladas de Roberto Carlos. La que más le gustaba a

Escobar era “Cama y mesa”. Desde que eran novios, él se la dedicaba a su

esposa, María Victoria Henao. Ella estaba sentada en otra mesa, a dos

metros de la nuestra, acompañada sólo por mujeres. Entonces me di cuenta

de que todos los hombres y las mujeres estábamos sentados aparte los unos

de los otros.

Por los corredores de la casa, un niño de gafas pedaleaba a toda velocidad

en su triciclo. Era Juan Pablo, el hijo de Escobar. De vez en cuando, una

que otra garza blanca llegaba sin miedo hasta el borde de la piscina a

tomar agua con su largo pico. En la mitad de la piscina había una Venus de

mármol. En un estadero cubierto que podía verse desde la piscina había 3

o 4 mesas de billar cubiertas con paños verdes. Varios pavos chillaban

junto a la puerta del bar donde un mesero joven vestido de blanco

preparaba los primeros cocteles de la noche.

Desde donde estábamos también se divisaba un comedor enorme de unos

20 o 25 puestos. Los pájaros saltaban sobre la mesa comiéndose las

migajas de pan que la gente había dejado sobre los manteles.

Mirando desde la piscina, las únicas partes visibles de la casa eran el

comedor, los corredores y los salones de juego. A un costado del comedor

había un gran cuarto de refrigeración donde se guardaban las provisiones

para los habitantes de la hacienda. El resto estaba detrás: dos pisos

aislados del área social de la piscina, donde se hallaban las habitaciones.

El cuarto de Escobar, totalmente separado del resto de la casa, estaba en el

segundo piso, en el ala derecha. Los demás cuartos estaban en el ala

izquierda. La casa no era excesivamente lujosa. Parecía expresamente

construida para las necesidades de Escobar: afuera, alrededor de la piscina,

espacios generosos para atender a los invitados. Adentro, silencio e

intimidad para su familia y para la gente que quisiera recogerse a

descansar.

De pronto se hizo el milagro del que ya hablé: las aves empezaron a subir

a los árboles y un resplandor blanco iluminó la casa y sus alrededores.

El primer tema que tratamos esa tarde tenía que ver con política y me

reveló de inmediato la agudeza de la mente de Pablo Escobar:

—Ese güevón de Carlos Lehder la está cagando con el tal Movimiento

Latino… Cree que se puede hacer política con arrogancia.

Mientras hablábamos, Pablo Escobar no fumaba ni bebía ningún licor.

Como yo insistí en que la entrevista no era para hablar de política pasamos

a otro tema, el de la hacienda.

—Las haciendas… —me corrigió—. Porque son como cuatro…


De ellas, por supuesto la niña mimada era Nápoles. Allí tenía el zoológico,

el ganado, los aviones, el helicóptero y una impresionante colección de

carros antiguos que había ido comprando a lo largo de su vida. Cuando

visitamos el garaje donde los guardaba vi también varios autos deportivos

cubiertos con lonas y unas 50 o 60 motos nuevas. Aproveché el tema de

los autos para preguntarle por el carro de Bonnie and Clyde.

—Eso es pura mierda que habla la gente. Ése es un carro viejo que me

conseguí en una chatarrería en Medellín. Otros dicen que era de Al

Capone…

—¿Y los tiros?

—Yo mismo se los pegué con una subametralladora.

Cuando cayó la noche, Pablo Escobar me dio un paseo por toda la finca

manejando un campero Nissan descubierto. Me dijo que su lugar preferido

era un bosque nativo que él no había dejado tocar de ningún trabajador.

Me contó cómo había arborizado planta por planta toda la hacienda. Me

mostró unas esculturas enormes, de concreto, en las que trabajaba un

artista amigo. Pensaban hacer dos enormes dinosaurios cerca de uno de los

lagos. Me llevó también al lago de los hipopótamos y me mostró un letrero

lleno de humor negro que él mismo había mandado a pintar. Ya no

recuerdo la frase pero hablaba de la pasividad y de la peligrosidad de estos

animales. También me mostró desde afuera una plaza de toros recién

terminada.

Ya muy entrada la noche, Pablo Escobar me invitó a conocer un proyecto

hotelero que según él iba a transformar la región de Puerto Triunfo. Era un

pequeño pueblo blanco de estilo californiano, situado cerca de la hacienda,

junto al poblado de Doradal. Para abandonar la hacienda, Escobar llamó a

uno de sus guardaespaldas y le pidió que nos acompañara. Volví a sentir

miedo: el elegido había sido el hombre con la cara de asesino.

Llegamos a la aldea de Doradal cuando iban a ser las nueve de la noche.

Nos sentamos en el bar y pedimos una botella de aguardiente. El

guardaespaldas con la cara de asesino miró a su patrón con asombro. Él

nos sirvió el primer trago. En ese momento descubrí que a unos metros

había una mesa en la que dos viejos amigos míos conversaban con un par

de mujeres hermosas. Uno de ellos me descubrió mirándolas y entonces

gritó:

—¿Qué estás haciendo por aquí?

Yo fui a saludarlos. Los dos vivían en Bogotá y por la alegría que

reflejaban en sus caras pensé enseguida que andaban volados de sus

mujeres. Cuando regresé a la mesa, Pablo Escobar me preguntó quiénes

eran mis amigos. Yo le dije:

—Son periodistas.


Él propuso que juntáramos las mesas. Quería hacer política. Tenía que

hablar con los periodistas. Entonces empezó una de las conversaciones

más memorables que yo he tenido en la vida.

Pablo Escobar habló de su proyecto de erradicar los tugurios del basurero

de Moravia, en Medellín, y construir un barrio sencillo, pero decente, para

los tugurianos. Después se enfrascó en un montón de recuerdos

personales: su paso por el Liceo de la Universidad de Antioquia, donde se

robaba las calificaciones de los escritorios de los profesores para que

ninguno de sus amigos perdiera la materias. Habló de su primer discurso

durante una huelga. Fue en el teatro al aire libre de la Universidad de

Antioquia.

El guardaespaldas con la cara de asesino se animó a recordar la misma

época, cuando los dos eran estudiantes revolucionarios, antiimperialistas,

antigobiernistas… Más adelante Pablo Escobar volvió a hablar de política.

Dijo que estaba tratando de conformar un movimiento popular y ecológico

que iba a cambiar la forma de hacer las campañas electorales en Antioquia

y en el país.

Cuando la botella iba por la mitad yo me atreví a poner sobre el tapete el

tema vedado: el asunto de las drogas. Pablo Escobar ni siquiera se inmutó

y empezó a contarnos en forma animada cómo hacía su gente para

contrabandear cocaína hacia los Estados Unidos de América.

En esa parte de la conversación donde, por supuesto, no hubo grabadoras

ni libretas de apuntes, Pablo Escobar se puso a dibujar sobre un papel el

radio de acción del radar de un avión Awac de los que empleaba la DEA

para detectar los vuelos ilegales que entraban a la Florida procedentes de

Colombia.

—Las rutas de esos aviones —dijo, refiriéndose a los Awac— también

tienen precio… Ya hemos comprado varias. Pero lo mejor es entrar a la

Florida un domingo o un día de fiesta, cuando el cielo está repleto de

aviones. Así no lo puede detectar a uno ni el hijueputa…

El tema de la conversación nos emocionó a todos. Entonces le dije a Pablo

Escobar que yo quería escribir esa historia y también escribir la historia de

cómo había empezado el problema del narcotráfico en Colombia.

—Pero hay que escribirla como hacen los periodistas gringos, contando las

cosas con pelos y señales —dijo él con tono enérgico—. Porque si usted la

va a contar como la cuentan los periodistas colombianos, no vale la pena.

Aquí los periodistas no son sino lagartos y lambones. Lo que hace que

estoy en el Congreso, los redactores políticos no se me arriman sino a

preguntarme pendejadas con una grabadora en la mano y a pedirme plata..

Yo insistí en el tema. Le dije que quería escribir un libro como Honrarás a

tu padre, de Gay Talese, un bello reportaje sobre una familia de la mafia


italiana en Estados Unidos. Insistí en que quería contar cómo había

empezado la historia de la mafia en Medellín.

—Entonces vas a tener que contar la historia de Ramón Cachaco y de

todos esos asaltantes de bancos de los años sesenta. Ellos fueron los

primeros pistoleros. Muchos de ellos trabajaron para don Alfredo Gómez

López, el hombre del Marlboro. A don Alfredo también tenés que

entrevistarlo antes de que se te muera. Él vive ahora en Cartagena. Yo te

doy una carta de recomendación para él. La mujer de Ramón Cachaco

todavía vive en Medellín. Pero para hablar de Ramón Cachaco hay que

contar que asaltaba bancos él solo, a punta de pistola, y que siempre usaba

vestidos de paño verde y zapatos blancos, y que le gustaba montar en

carros Ford y Chrysler de rines cromados.

Cuando evocó al bandido, Escobar recordó un asalto en el que se escapó

de la policía armando un bochinche espectacular, tirando billetes a diestra

y siniestra por las calles.

A partir de ese momento la conversación se volvió mucho más abierta y

más animada y en la medida en que Pablo Escobar veía que no estábamos

tomando notas, se sentía cada vez más tranquilo. Por eso contó muchas

cosas más que todavía no se pueden publicar en ningún periódico.

Mientras tanto, el guardaespaldas con la cara de asesino daba cuenta de la

botella de alcohol. Nosotros lo secundábamos a un ritmo un poco más

lento. A las dos de la mañana ya todos estábamos borrachos y

entusiasmados, pero el más borracho de todos era el guardaespaldas, que

se había dormido encima de una mesa. Pablo Escobar y yo lo cogimos de

los brazos y lo montamos al carro. Afortunadamente, el hombre era

delgado. Escobar encendió el campero y el tipo se derrumbó sobre la

banca de atrás.

Cuando íbamos por el camino, Pablo Escobar dijo algo que me dejó

helado:

—Escribí el libro. Salite del periódico. Yo te doy una beca.

Llegamos a la hacienda Nápoles casi a las tres de la madrugada. La casa

estaba en silencio. Había ranas por todos los rincones. Juan Sebastián, mi

hijo, todavía estaba levantado y trataba de capturar una viva. Casi no logro

convencerlo de que se fuera a dormir.

Escobar y yo llevamos al guardaespaldas hasta la cama. Antes de cerrar la

puerta le quité los zapatos.

Al día siguiente, muy temprano, la casa volvió a animarse. En el

aeropuerto de la hacienda se oían aterrizar y despegar los aviones. Por los

preparativos en la cocina parecía que los invitados de ese día eran muchos

y muy importantes.


Yo me senté junto a la piscina y me puse a mirar cómo el técnico traído de

Bogotá acababa de reparar el toro mecánico. Sabía por la esposa de Pablo

Escobar que él no se iba a levantar antes de la una o las dos de la tarde.

—Él siempre se acuesta tarde y se levanta tarde.

El primero que llegó a Nápoles ese día fue el senador Alberto Santofimio

Botero. Media hora después llegaron en su orden los congresistas Ernesto

Lucena Quevedo, Jorge Tadeo Lozano y Jairo Ortega Ramírez. No

reconocí a ninguno de los otros, pero había visto sus fotos en la prensa.

Todos se sentaron a tomar whisky bajo unos parasoles en los alrededores

de la piscina.

Pablo Escobar no salió a recibirlos sino hasta las dos de la tarde. Cuando

se acercó a la mesa donde los congresistas conversaban y bebían en forma

animada, todos sin excepción se levantaron como si fuera el 20 de julio y

el presidente de la república acabara de hacer su entrada al Salón Elíptico

del Capitolio Nacional.

Una hora después, una caravana de carros partía de Nápoles hacia una de

las fincas de Escobar situada cerca del Río Claro. La casa era una cabaña

de troncos construida alrededor de un lago donde el delfín que él había

mandado traer desde Miami lloraba y daba vueltas asomándose de vez en

cuando a mirar la concurrencia que lo observaba como si fuera un animal

del otro mundo.

Después de una corta visita a la finca del delfín, la caravana de carros se

dirigió hacia otra finca situada sobre la margen izquierda del Río Claro.

Era otra cabaña de madera escondida en medio de un bosque tupido. Los

trabajadores de Pablo Escobar iban y venían por la casa y sus alrededores

preparando un fogón donde se iba a asar media res para todos los

invitados. De pronto, uno de los guardaespaldas de Escobar bajó por el río

manejando un extraño bote que parecía un caballo de agua dulce. El

aparato tenía casco de acero y estaba impulsado por una hélice de avión

Twin Otter instalada en la cola. El aire que desplazaba la hélice impulsaba

el bote por el agua, por los pantanos, por la tierra, como si no existiera

para él ningún obstáculo que lograra detenerlo.

—Esto es para atravesar los Everglades y todos esos otros putos pantanos

de la Florida —me dijo en voz baja uno de los trabajadores de Escobar

cuando notó mi curiosidad por el aparato.

Pablo Escobar ordenó que el bote se arrimara a la orilla y se montó en él

como un jinete avezado. Uno de sus hombres le cubrió las orejas con unos

tapones de corcho para que el ruido del motor de la hélice no lo

ensordeciera. Los congresistas fueron invitados a abordar el aparato. Ellos

lo hicieron en orden: primero Santofimio, después Lucena y por último

Jairo Ortega. Tadeo Lozano se quedó en la orilla. Apenas me vio

observándolos desde la orilla, Escobar me hizo señas con la mano para que


les tomara una foto. Yo disparé mi cámara, entre sumiso y regocijado. Los

congresistas se asustaron cuando vieron la cámara. Pablo Escobar les dio

un paseo por el río. Cuando regresaron, llamó aparte a Alberto Santofimio

Botero y le dijo:

—Venga, doctor, le presento a un amigo. Él es periodista de El Tiempo.

Santofimio me dio la mano a regañadientes, tragando saliva y sin mirarme

a la cara.

—¿Y usted qué está haciendo por aquí, hombre? —me preguntó con un

gesto de disgusto.

Yo le contesté:

—Lo mismo que usted, doctor…

A renglón seguido Pablo Escobar tomó en sus brazos a mi hijo Juan

Sebastián e insistió en que les tomara una foto. El asado terminó poco

después de las cinco de la tarde. Me despedí de Escobar y de su

guardaespaldas con cara de asesino y regresé directamente a Medellín sin

volver a la hacienda Nápoles, donde los aviones iban a recoger a los

congresistas y al resto de los invitados.

Al día siguiente fui a la oficina del periódico y llamé por teléfono a

Enrique Santos Calderón.

—¿Cómo le fue? —me preguntó.

—Muy bien —le contesté entusiasmado. En forma breve le conté algunos

episodios de la historia. Él se rió cuando escuchó ciertos pasajes . Después

me dijo:

—Yo creo que podríamos publicar el reportaje el próximo domingo.

Esa misma tarde la revista Semana empezó a circular con un reportaje

sobre Pablo Escobar titulado “Un Robin Hood paisa”. La nota era

producto de la ofensiva de relaciones públicas que habían comenzado a

desplegar los hombres de Escobar y destacaba las cualidades humanas y

filantrópicas del nuevo congresista antioqueño elegido en las listas del

Movimiento de Renovación Liberal. El escritor del texto decía, poco más

o poco menos, que los pobres de Medellín por fin habían encontrado su

redentor.

Al día siguiente toda la prensa del país se fue en contra de Semana. Un día

después, en su editorial, Hernando Santos, en el periódico El Tiempo,

recriminó a Semana en términos muy duros y dijo que reportajes como ése

sólo contribuían a glorificar a los capos del narcotráfico.

Al mediodía recibí una llamada urgente de Enrique Santos Calderón.

—Olvídate del reportaje con Pablo Escobar… ¡Y te pido por favor que

jamás le vayas a mencionar este asunto a mi papá!


Mi reportaje nunca fue publicado y quedó convertido en unas cuantas

notas apuntadas en una libreta que luego perdí. Las fotos de los

congresistas quedaron muy bien. Yo las guardé celosamente durante varios

años.

Mientras tanto en el país las cosas de la política se volvieron cada vez más

sórdidas debido al dinero que entraba a montones a las arcas de los

partidos por cuenta de los traficantes de drogas. Durante el gobierno de

Belisario Betancur, la situación se tornó más tensa cuando el ministro de

Justicia Rodrigo Lara Bonilla decidió enfrentarse públicamente con

Escobar, luego de ser acusado de recibir dinero de la mafia. Un tiempo

después, Lara Bonilla fue asesinado y un juez de la república dictó auto de

detención contra Pablo Escobar y otros capos del narcotráfico por su

posible participación en el asesinato del ministro.

Desde entonces, Escobar desapareció de la vida pública. Aunque lo intenté

varias veces, con la idea de que me contara unas cuantas historias más, no

pude volver a verlo. Luego vinieron la pelea con el cartel de Cali, las

bombas, los asesinatos de policías y toda esa larga historia de terror que

rodeó a Escobar por el resto de su vida, hasta el día en que fue acribillado

a balazos por un comando del Cuerpo Élite de la Policía Nacional, el 2 de

diciembre de 1993, un día después de su cumpleaños.

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