lunes, 5 de junio de 2023

LA CRÓNICA: UN GÉNERO HÍBRIDO_ CMGT

LA CRÓNICA: UN GÉNERO HÍBRIDO


Consejos para un joven que quiere ser

cronista


Alberto Salcedo Ramos

Si no eres porfiado, olvídalo. Te dirán que no hay espacio, ni

dinero, ni lectores. En vez de perder tiempo quejándote, pon el trasero

en la silla como proponía Balzac. Y cuando empieces a trabajar

escucha el consejo de Katherine Anne Porter: no te enredes en

asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único que debe

importarle es contar la historia.

Una historia buena y bien contada posiblemente le interesará a

algún editor. Pero nadie te lo garantiza. En caso de que no la

publiquen, al menos te quedará una crónica terminada. Guárdala

como un tesoro: podría motivarte a hacer otra. Si dejas de escribir

cuando los editores te cierran las puertas, tal vez mereces que te las

cierren.

Aunque tengas un trabajo de tiempo completo en un periódico o

manejes un camión de carga, debes escribir. Ninguna excusa es

válida. Si solo atiendes los llamados del estómago, ¿para qué

seguimos hablando?

Cree en los temas que te impulsen a escribir. Ya lo dijo Mailer:

cuando un tema atrape tu atención no lo sometas a la duda.

Puedes escribir sobre lo que quieras: un asaltante de caminos, las

enaguas de tu abuela, el escolta del presidente, la caspa de Tarzán, lo

triste, lo folclórico, lo trágico, el frío, el calor, la levadura del pan

francés o la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras

al lector. Escribir crónicas es narrar, narrar es seducir. Los buenos

contadores de historias convierten el verbo narrar en sinónimo de

encoñar. Son como don Vito Corleone: le hacen al lector una oferta

que no puede rechazar.

Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen

todo al blanco y al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no leo

fábulas, o las abandono a tiempo para que el lobo viva tranquilo

después de comerse a Caperucita Roja y el dueño de la gallina de los

huevos de oro pueda sacrificarla sin remordimientos.


Algunos pretenden escribir mientras bailan una cumbiamba o

asisten a un partido de fútbol. Pero el trabajo es una cosa y el recreo

otra. Concéntrate en tu oficio. Si no le dedicas al texto toda tu

atención, posiblemente el lector tampoco lo hará.


LA RELACIÓN ENTRE LA CRÓNICA Y LA POESÍA

(Tomado de Antología de la crónica actual de Darío Jaramillo Agudelo)


La mención de Frank Báez, escritor dominicano, permite conectar con

las relaciones entre crónica y poesía. Lo primero: es alta la carga

poética de muchos de los textos de la nueva narrativa periodística. Así

también los procedimientos de la poesía narrativa y de la crónica, que

pueden ser análogos, como el frecuente uso de la enumeración. En

fin, hay poemas que son crónicas, como el que sigue, del mismo

Frank Báez:

QUITA SUEÑO

Perder una pierna trabajando

De operario en una zona franca

Duele menos que cuando los gringos

Te donan una prótesis de plástico

Que te pondrás para emborracharte en los colmados

Y que apoyarás con fuerza en la acera

Al retornar a casa

Temeroso de que los perros del barrio

Puedan morderla y arrancártela

Con respecto al matrimonio o, mejor, unión libre entre crónica y

poesía, el cuento es viejo y hay momentos en la historia del

periodismo narrativo durante los cuales la mejor producción ha

provenido de los poetas. Baste recordar nombres como Rubén Darío,

José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Amado Nervo,

Herrera y Ressig y tantos otros poetas modernistas.

Sin embargo, mientras las crónicas de los modernistas alcanzaron

a ver su propia declinación sin llegar al cenit, la crónica del siglo

veintiuno, en plena expansión, no teme incorporar el instinto poético

en sus ingredientes como en Rock Down, de Leila Guerriero sobre un

grupo de rock dirigido por un chico, un poeta con síndrome de Down,

Miguel Tomasín: «Miguel dice que Dios es una cámara oculta. O un

pájaro mixto. Y le preguntamos cómo es el pájaro mixto, y Miguel


dice que es el Dios de Dios. Y cómo es, Miguel, le preguntamos.

“Mitad camuflado y mitad láser”, te contesta. O le preguntás qué hay

en la Luna. Respuesta de Miguel: un tornillo y un casete de

chamamé».

Poesía como lo que ocurre en Casa blanca, la prisión mixta de

Villavicencio, Colombia: «Allí viven 1.268 hombres y 82 mujeres

separados por un muro reforzado con varillas de acero sin resquicios

para mirarse, excepto en un tramo de doce metros donde la pared se

interrumpe y da paso a una reja metálica de cinco metros de alto. A

ese corredor al aire libre, por donde pasan las internas cuando son

llevadas a otros sitios de la cárcel, se le conoce como el paso del

amor. Decenas de presos han logrado conseguir novia en ese breve

momento, cuando las mujeres caminan sin permiso para detenerse».

Esas visiones bastan para encender el amor entre varias parejas que se

han encontrado allí. Lo cuenta José Alejandro Castaño en La cárcel

del amor, dejando que la poesía brote por sí sola de la historia.

Hay ocasiones, también, en que el poema hace suyo un tema

típico de la crónica, los terremotos, los desastres naturales. Escribió

Frank Báez:

SÁBADO 23 DE ENERO DE 2010, HAITÍ

Vi en la tele un hombre que buscaba

A su familia entre los escombros de un edificio.

Llevaba más de una semana cavando.

(Había perdido las uñas)

Movía de un lado a otro los desechos en vano.

Los vecinos repetían que descansara,

Que comiera, que bebiera agua.

Pero el hombre seguía cavando boca abajo

En la oscuridad como un topo.

Alguien me dijo en un bar que escribiera

Un poema sobre el terremoto en Haití.

¿Para qué? La historia lo ha probado:

La poesía no puede arrebatarle bebés a la muerte.

Ni un hueso. Ni siquiera un zapato.


ÉLMER EL CALEÑO, EL MEJOR JUGADOR DE


FÚTBOL


Carlos Mario Garcés Toro

Eran las tres de la tarde de aquel domingo de cielo vacío, sin

nubes, azul y caluroso que Elmer el Caleño y algunos de nosotros

jamás olvidaríamos. Aquella tarde Se jugaba la final de fútbol en la

cancha de El Rodeo, el eterno clásico entre Independiente de Campo

Amor (de uniforme rojo) y el Estrella Roja de Cristo Rey (de

uniforme blanco y una estrella roja en el costado). Las barras se

hallaban apostadas a lo largo de las gradas construidas en forma de

terraza sobre la falda de la montaña, detrás de la cual se erigiría, años

después, el Parque Cementerio Campos de Paz (que sepultó nuestros

juegos y recuerdos de infancia) y la calle que desembocaría en la

carrera 80.

Las barras animaban a sus equipos con cantos, pancartas,

trompetas, tamboras, tapas de olla, pitos, sonajeros hechos con tapitas

de gaseosa o de cerveza y machacadas con martillo o con piedra;

silbidos, ovaciones y aplausos en medio de las risas y alegrías que se

conjugaban con aquella espléndida tarde.

El árbitro dio inicio el partido. Desde un comienzo el

Independiente puso las condiciones dentro del terreno de juego, con

unos cambios de costado en los que los marcadores de punta se

sumaban a los delanteros, que con jugadas preparadas tiraban el

centro, buscando siempre a su goleador, el Mono Avendaño, que, ante

un parpadeo de la Roña y Óscar el Zarco, cogió la pelota de media

vuelta y la clavó a un costado donde no pudo llegar el Gato Contreras,

portero de El Estrella Roja. El marcador se puso 1-0 a favor de El

Independiente. La hinchada de Campo Amor celebraba furibunda.

Transcurría el minuto treinta del primer tiempo, y en jugada similar,

el Mono Avendaño se levantó con plasticidad en medio de los dos

defensores y con un fuerte cabezazo puso el marcador dos a cero. La

hinchada de Cristo Rey parecía muerta en su silencio.

Hasta que apareció la magia, el lirismo y la genialidad de la

Tata, Valadez y Élmer el Caleño. La Tata se llevó a la defensa del

Independiente para un costado, dejando libre las marcas; luego hizo

un amague, saliendo por entre dos defensas y bombeó el centro;

Elmer el Caleño le calculó la caída sobre su muslo derecho, la pelota

se levantó, el defensa salió a ejercer presión, el Caleño, con la punta

del guayo derecho, le hizo un sombrerito, el balón se levantó y rebotó


en el punto penal, el Caleño dejó atrás al defensor, el portero salió a

achicar; le efectuó, de igual forma, un sombrero; el Caleño pasó por

detrás del guardameta, empujando, finalmente, la pelota con su

cabeza dentro del arco. La hinchada de Cristo Rey volvió a revivir, a

celebrar, a cantar.

Transcurridos veinte minutos de la segunda parte y el marcador

continuaba 2-1 a favor de El Independiente. Ambas hinchadas se

mostraban nerviosas. Sin embargo, la de Campo Amor no cejaba de

corear. Pero fue el Caleño que, con una rápida resolución de

inteligencia de espacio y tiempo, puso un balón al vacío detrás de los

defensores, el cual aprovecho Valadez, que se desprendió de sus

marcadores por el centro y quedando frente al portero, lo eludió con

un amague endiablado de cintura, dejándolo tendido en el suelo, y con

un fuerte tiro rastrero acomodó la pelota en un costado, poniendo

cifras iguales al marcador. Esta vez la hinchada de Cristo Rey

coreaba.

Todo apuntaba a que habría empate. Pero a tres minutos de

acabarse el partido, apareció la poesía. El Caleño tomó la pelota en la

mitad de la cancha y con decisión gambeteó a uno, a dos, a tres, a

cuatro jugadores que, regados, quedaban en el campo de juego. El

defensa grandote salió a su encuentro, el Caleño le midió la salida y le

hizo un túnel, y pasó por un lado hasta llegar próximo al área de las

dieciocho, cuando una pierna le cruzó la suya con violencia. El árbitro

pitó la falta. El Independiente formó la barrera. El Caleño pidió

cobrar y puso la pelota sobre un pequeño montículo de tierra. Miraba

la pelota, la barrera, el arquero y la portería. En su cabeza calculaba y

medía algo. Las tribunas estaban enmudecidas.

El tiempo y la respiración parecían haberse detenido allí en la

cancha de El Rodeo. El Caleño tomó distancia. Corrió unos pocos

pasos adelante como en cámara lenta y con el empeine interno de su

pie derecho golpeó la pelota que se levantó por encima de la barrera.

Todos fotografiamos su trayectoria, incluso los de la barrera voltearon

a mirar atrás. Pero el balón llevaba su propio destino. Llevaba veneno.

Entró golpeando el ángulo que forma el paral con el travesaño, dando

primero un rebote en el piso y entrando después con fuerza en el arco.

Aquello fue la locura. La emoción estaba en su punto más alto. Los

hinchas de Cristo Rey se abrazaban, gritaban y algunos hasta lloraban.

Terminado el partido, todos corríamos a saludar a los jugadores.

El más asediado era Élmer el Caleño. Yo también quería tocarlo. Yo

tenía ocho años. Veía al Caleño como a un héroe, lo veía como a una

estrella. Sé que algunos de nosotros habríamos de recordar muchos


años después aquel domingo, aquella final de fútbol en la cancha de

El Rodeo sur en Guayabal.


Al Caleño, in memoriam.


EL SABOR DE LA MUERTE


Juan Villoro

El terremoto de 8.8 que devastó Chile el 27 de febrero fue tan

potente que modificó el eje de rotación de la tierra. El día se redujo en

1.26 microsegundos.

Desde la Estación Espacial Internacional el astronauta japonés

Soichi Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: “Rezamos

por ustedes”.

Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los

que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se

mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición

sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3:34 de la madrugada, una

sacudida me despertó en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté

de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese

momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de

mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos.

Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas, libros y la

televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes.

Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja

ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana.

Otros

hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba

pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que

mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una

cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la

calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca

un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.

Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades teníamos

de

salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó

como

animada por energía propia.

Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de

irrealidad. Me puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No

era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.

Los gritos que el edificio había sofocado con sus crujidos se

volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube espesa. Pensé que se


trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un

ardor en la garganta.

Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis

documentos, tomé mi computador y perdí un tiempo precioso

atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así.

En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y

espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo reunirnos por países.

Los mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad

estaría devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras,

escuchamos

ladridos distantes, los coches de los trasnochadores tocaban el claxon,

había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio

permanecía intacta.

En la explanada frente al hotel, se alzaba la réplica de una estatua

de la Isla de Pascua. Era la efigie de un moái, jerarca que durante su

mandato habrá visto maremotos. Se convirtió en nuestra figura

tutelar. Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de verlo. Por

suerte, el apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos

por el tiempo regresó de las sombras. No estábamos solos.

Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un perro se

echó a dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo

estaría bien.

Alguien quiso regresar al edificio por sus “pantalones de la

suerte”. La superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si

se les podíallamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel

Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso

recorrer el edificio para ver si había daños estructurales. “¡Tú estás

cojo y yo soy tonto!”, exclamé. De nada servía que buscáramos lo que

no podíamos encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por

Goya.

Poco a poco, la realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que

tanta gente usara piyama. Pensaba que se trataba de una prenda en

desuso. Ungrupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No

podíamos

revisar la estructura, pero podíamos evitar que se enfriaran los pies.

La arquitectura chilena es una forma del milagro. Solo esto

explica que en Santiago los daños hayan sido menores. Aunque

algunos edificios fueron desalojados y otros tendrán que ser

demolidos (inmuebles posteriores a 1990, cuando las leyes de

supervisión se hicieron menos estrictas), lo cierto es que la resistencia

del paisaje urbano fue asombrosa. Un terremoto es una radiografía de

la honestidad arquitectónica. En 1985, el terremoto de la Ciudad de


México demostró que la especulación inmobiliaria y la amañada

construcción de edificios públicos eran más dañinas que los grados

Richter. “Con usura no hay casa de buena piedra”, escribió Ezra

Pound.

Llama la atención que en un país con tanta sapiencia antisísmica

el

aeropuerto padeciera graves lastimaduras. El cierre de vuelos

contribuyó al aftershock. Nuestra vida se había detenido y no

sabíamos

cuándo comenzaría nuestra sobrevida. Estábamos en el limbo o en un

episodio de Lost.

El discurso de los noticieros se caracterizó por el tremendismo y

la

dispersión: desgracias aisladas, sin articulación de conjunto. Las

imágenes de derrumbes eran relevadas por escenas de pillaje. No

había

evaluaciones ni sentido de la consecuencia. Unos tipos fueron

sorprendidos robando un televisor de pantalla plana extragrande.

Obviamente no se trataba de un objeto de primera necesidad. ¿Era un

caso aislado?, ¿el crimen organizado se apoderaba de

electrodomésticos? Los rumores sustituyeron las noticias. Se

mencionó

a un pueblo que temía ser invadido por otro. El relato fragmentario de

los medios mostraba rencillas de tribus y repetía las declaraciones de

una gobernadora que pedía que el ejército usara sus armas.

Algunos amigos chilenos creen que además de la morbosa

búsqueda de ráting, los noticieros pretenden crear un clima de

confrontación antes de que Michelle Bachelet abandone el poder. El

sismo llegó como un último desafío para la presidenta, que tiene 80%

de aprobación, y como una amarga encomienda para su sucesor, el

empresario Piñera, que había prometido expansión y desarrollo al

estilo Disney World y ahora tendrá que proceder con el cuidado de los

restauradores y anticuarios. Si el ejército comete un error en los días

de toque de queda, o si se produce una confrontación, la sucesión

presidencial sería menos tersa, se podrían hacer acusaciones sobre el

origen de la violencia y se regresaría al divisionismo y la crispación

que durante años dominaron a la sociedad chilena. Las réplicas más

fuertes del sismo ocurrirán en la política chilena.

En Santiago, la suspensión de vuelos y la ocasional falta de

teléfonos, internet, suministro de electricidad y agua fueron las señas

visibles de la catástrofe. Esto nos dejó la sensación de estar en un

reality show al revés. Nuestra vida parecía transcurrir en la realidad


controlada de un estudio de televisión mientras las cámaras retrataban

una realidad

salvaje al sur de Chile. Los supermercados asaltados eran el rostro

dramático de un país donde la gente tenía hambre y las filas para

cargar gasolina en los barrios ricos de Santiago eran su rostro

hipocondríaco.

El terremoto de 8.8 grados ha sido el segundo más fuerte en la

historia de Chile. La isla Robinson Crusoe naufragó como el

personaje que le dio su nombre. El tsunami dejó miles de

desaparecidos y sepultados en el lodo. Hasta el momento hay unos

800 muertos. Los rescatistas chilenos que estuvieron en Haití

comentan que será mucho más difícil sacar cuerpos de construcciones

de concreto, encapsulados en el lodo endurecido después del tsunami.

Fui a Santiago para participar en el Congreso Iberoamericano de

Literatura Infantil y Juvenil organizado por la editorial SM. Hablamos

de ogros y hadas, magos y titiriteros, ilusiones extremas y la forma de

convertirlas en historias. Esa realidad paralela cristaliza en el lema de

los hermanos Grimm: “Entonces, cuando desear todavía era útil”. La

literatura infantil practica la utilidad del deseo.

El edificio donde sesionamos, la Antigua Academia de Bellas

Artes, fue uno de los más dañados de la ciudad. Sus señoriales

escaleras

quedaron reducidas a escombros. En la mañana del 27 nuestro único

deseo era el de Ulises: volver a casa.

Colombia, Brasil y Perú mandaron aviones especiales para

rescatar a sus compatriotas. Los españoles salieron en vuelos

comerciales, con el apoyo de su embajada.

Los mexicanos sabíamos que no íbamos a ganar el Mundial pero

ignorábamos que seríamos los últimos en salir de Chile. Aguardamos

con ardiente paciencia el vuelo no comercial que prometió la

embajada.

En vano. Como el sismo acortó el día, nuestra burocracia no tiene

tiempo para nada. Finalmente, la editorial SM nos consiguió plazas en

un vuelo comercial.

Aún hay mucha gente atrapada en la zona de Concepción. Como

tantas veces, los periodistas han llegado al desastre antes que las

personas que deben aliviarlo, y como siempre, los más afectados son

los que habían padecido antes el cataclismo de la pobreza.

Dos días después del terremoto fui a una casa en las afueras de

Santiago, con piscina y jardines, uno de esos espacios

latinoamericanos

que muestran que Miami puede estar donde sea. Había que hacer un


esfuerzo para recordar que el escenario pertenecía al país arrasado por

el terremoto.

En su duplicidad, la cifra 8.8 adquiere carga simbólica: los

gemelos del miedo, el diablo ante el espejo o, sencillamente, lo que

somos y lo que podemos dejar de ser. Una falla invisible decide el

juego, nuestra

residencia en la Tierra.

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