JOSÉ LEZAMA LIMA
Cuba 1910 – 1976
El padre de los guerreros
revisa la boca del caballo,
y entre las agudas precisiones la
imprecisión de los recuerdos.
El cronológico teclado de las encías
se borra en los maullidos del amanecer.
Cambian así los colores de las encías,
haciendo una ancianidad
bermeja de pesado palafrén y plata doble.
La boca parece que hunde un arbolillo como
una ascua.
Los dientes los recuerda como una espina,
amuleto
en la boca dura fregada por la tierra
seca.
SONETO
Rompe empero la llave de ceniza;
donde abrió, donde abrió la hoja cierra.
El viento que se extiende en la repisa,
pisa el rabo del fuego que se encierra.
Ventura la salamandra en el bolsillo triza
el cristal hinchado al soplo de la perra.
Perra, la perra sin collera va a la
guerra,
el cometa en el hilo del niño se
esclaviza.
Se apuntaló en el centro inexistente,
cuando vuelve a la sierpe la corriente.
Dentro del fuego al rehusar, rehízo.
Viene la noche y se monta por la tabla
y el humo es el que escarba y el que
habla.
Como necio el sol temprano quiso.
ELISEO
DIEGO
La
Habana 1920 – México 1994
ES UN DESCONOCIDO
Es
un desconocido quien pregunta por la casa.
“Ah,
sí –decimos– cómo no!”
El
desconocido insiste cortésmente.
“Ah,
sí –decimos– no faltaba más!”
Y
el desconocido se inclina con cierta tristeza grave.
Y
al irse nos irrita, sin entenderlo, que nos de esta pena su gastada espalda.
SUS SEDAS, SUS BROCADOS
Saca
sus sedas, sus brocados enormes, sus oscuras felpas de abismo.
Saca
sus copas labradas, sus tenedores de plata espesa, sus candelabros de trama
dura.
Por
fin la muerte, con una sonrisa vaga, hace caer, interminable, la cascadita de
monedas de oro.
BUFÓN
“Córteme
usted esta barba, señor barbero”, dice la muerte, “córteme usted esta barba”.
“Córteme
usted este pelo”, dice la muerte, “córteme usted este pelo”.
“Péineme
usted como nunca, señor”, dice la muerte, “péineme usted como nunca”.
Y
con grosera reciedumbre la muerte rompe a reír.
QUE ESTÁ BIEN
Pide
un poco más, y la muerte dice que está bien.
Arguyendo
con delicadeza de ciego, con violencia de niño, con obstinación de pobre, pide
un poco más, y la muerte dice que está bien.
Sonriendo,
dudando, alentándose, creciéndose, pide aún un poco más, y la muerte dice que
sí, que está bien.
Y
por la quemada carretera sus dos sombras van hundiéndose, una suavísima,
estirándose la otra, cayendo, aquietándose al fin entre las sombras más simples
de los álamos.
LA ESFINGE
Su
trabajo era el de vigilar el jardín todo el año. Tenía los ojos azules el
viejo; el cuerpo frágil, el pelo sencillo.
Por
la mañana cortaba la hierba con la máquina. El rumor de la máquina y el aroma
de las hierbas entraban en los cuartos vacíos, en la sala y en los confusos
corredores.
A
veces se estaba largo rato inmóvil en un sitio cualquiera, apoyado en el
rastrillo. Conoció todas las regiones del jardín sombrío, y supo que doblar el
recodo de un seto puede ser el viaje más lejano.
Las
lluvias y la luna rodaron sobre sus hombros lo mismo que los años frágiles. La
ruina de los altos pinos y la muerte de las pocas vicarias apenas lograron
rozar su indiferencia.
Él
vivía en el jardín como la esfinge. Estaba en el jardín, sencillamente.
EN LAS PÉRGOLAS
Pequeño
y pobre es el lagarto de los jardines, el paseador extraño de los sitios
ocultos, de las ácidas pérgolas y las ruinas.
De
amistad difícil, el asco lo aísla; y sólo unos pocos niños contemplan el
repentino fulgor de su librea.
Ágil
trepa las paredes más blancas, alucinante asciende como arrastrándose, como si
casi el horror lo alcanzara. Pero él ignora estos misterios; es el ágil, el
pobre, el risueño lagarto de los jardines.
Entre
las santas piedras venerables y calvas, las que han hecho voto de pobreza,
repite las pocas suertes que aprendiera, el lagarto de los jardines.
DE LA PENUMBRA
Las
excelentes cacatúas pasean por los balcones y se indignan de pronto.
La
cólera de la cacatúa es repentina y voraz como la llama de un fósforo en el
miércoles. No se conoce caducidad semejante.
Las
más antiguas son razonables y necias. Miran con el ojillo brillante, se
contonean augustas.
Ésta
se mece suspendida del horcón, en la penumbra marchita que huele a humo.
Mientras hacen el café, ¿ha estado allí siempre?
La
gran cacatúa ha estado allí siempre.
QUEJA
He
visto al fin –dijo el más humilde de los animales– he visto al fin que mis
hermanos prosperan a costa mía.
Basta
mi techo apenas, sobran mis armas, y cuando llego es tarde, o soy mal recibido.
Y
si clamo no escuchan, y si me escuchan tiemblo, y todos prosperan a costa mía.
Hiciérame
yo de nuevo –dijo el más humilde de los animales– y prosperara luego a costa
mía.
EN EL FULGOR DEL MONTE
Los
importantes cochinitos gruñen junto a la pared ahumada.
El
gato de ojos lívidos los mira desde el ocio.
Los
importantes cochinitos corren de una parte a otra y se encolerizan
magníficamente.
Pero
el gato de ojos lívidos les vuelve la espalda, y a cada paso apaga, en el
fulgor del monte, los sonidos oscuros.
LAS FAMILIAS
Otra
costumbre es que se reúnen las familias por las tardes.
Forman
una rueda, procurando que al centro figure algún objeto, una mesa, y los
brebajes de sabor tan breve.
Entonces
las mujeres hablan de telas y alimentos. Los hombres, entre el humo, escuchan o
arguyen en voz baja.
Todos
se levantan cuando aparece en el aire el primer animal de la noche, e
inclinándose cordialmente, deshacen el círculo.
Entonces,
en la mesa, quedan las heces amargas.
LA ESTANCIA
Hay
en Ur una casa con una estancia que da a un patio pequeño –en Ur de los
caldeos.
Dentro
de la estancia, sobre una esterilla, un hombre mira el sol vivísimo en el
patio.
Afuera
se oye un carro enorme –dónde, si no lejos– y un perro ladra muy abajo en el
día, y una mujer grita algo que el hombre simula no entender.
De
pronto el viento barre el sol con sus grandes hojas, y es otro perro el que
ladra en lo más hondo del tiempo, y otra mujer quien grita algo que yo simulo
no entender.
LA COCINA
Se
sentaba la española en la cocina como una reina. A su espalda el fogón echaba
sobre la pared sus espesos tapices. Y la española sentada en la cocina como una
reina.
El
murmullo de la casa se deshacía en torno a sus rodillas. Su silencio era más
poderoso que el agua. Sus cortas manos eran más fuertes que el tedio. Y sus
ojos de ámbar eran más ciegos que la luz más ciega.
Si
la señora entraba en la cocina se fragmentaba su voz en horrendas dulzuras. Sus
manos se crecían como pájaros grotescos. Y los calderos cantaban vivamente el
coro de las burlas.
La
grasa ungió su rostro inmóvil como un óleo, aunque el aire logró conmover las
hebras grisáceas en la sombra.
Y
mientras a su espalda movía el fuego de prisa sus trapos espesos, se sentaba la
española en la cocina como una hechicera, y en torno a sus pies se echaban las
cosas lo mismo que los animales todos de la tierra.
EN LO ESTRECHO DEL PUENTE
El
negro viejo a quien, en lo estrecho del puente, no apuramos con la estúpida
trompa de la máquina, se ha detenido al fin y nos ha dicho: gracias, señor,
–con ademán ligero.
Es
así que por primera vez lo hemos visto en el sitio que le es propio: a la
cabeza del puente y al inicio de sus misterios.
Con
la piel de una bestia al hombro, o la camisa de azul grueso; y volviéndose para
decir: “gracias, señor”, a quien le cede el paso –con ademán ligero.
LA NARIZ
La
nariz está henchida de tiniebla, la dolorosa nariz del hombre.
Su
forma es tan grotesca que reventaríamos si pudiésemos contemplarla. ¡Ah de su
gruesa piel, ah de la dolorosa nariz del hombre!
Pero
está henchida de tiniebla, es rica en tinieblas, abastada de tinieblas como la
noche. Como el aliento mismo, como la noche.
Así
es de tenebrosa la doliente nariz del hombre.
LAS PAUSAS
Sentado
el padre a la cabecera, la madre a su derecha, un hijo a la izquierda y el
primogénito frente al padre.
Tal
es el buen orden da cada día, cuyo cumplimiento aligera el aire de la estancia,
no importa cuáles sean los cuidados del tiempo.
Si
la risa de la madre precede a la pregunta del hijo menor, y el despacioso
asentimiento del mayor a la pregunta del padre, ¿el azar de la fiesta no pasea
bajo la constelación de sus cuatro puestos?
Luego
cruzan las fuentes como barcos, en las pausas.
LA CASA DEL PAN
Entra
en la nave blanca: mira la mesa donde está la harina –la harina blanca.
Fuera
del pueblo, apenas tuerce el camino a la intemperie, allí está la casa del pan
–la nave blanca.
Donde
un negro de sonrisa vaga saca del horno las palas con el pan crujiente. saca
del horno inmenso, quieto, las palas con el pan crujiente.
¿Desde
cuándo estás tú aquí –se le pregunta– desde cuándo estás entre la harina?
Responde
con veloces zumbas: desde las ceremonias y las máscaras, desde el velamen y las
fugas, desde las candelillas y las máquinas, desde los circos y las flautas.
Desde
que se encendió el fuego en el horno.
FANTASMAGORÍAS
Desde
muy joven –lo confieso– me han gustado los fantasmas. Me apasionaban las
historias de sus desventuras. Hoy –lo confieso– aproximándose la hora de
convertirme en uno, ya no me gustan tanto.
EL JUEGO DE CARTAS
Tres
señores están jugando a las cartas.
¿Por
qué juegan a las cartas los tres señores?
¿Qué
juegan los tres señores a las cartas?
¿Y
qué son cartas?
¿Y
qué los tres señores?
Los
tres señores que están jugando a las cartas.
Fernando
Charry Lara
NOCHE
DESIERTA
Ronda en la noche a veces
un sordo rumor de bosques
y de raudas sombras
girantes y vientos fatigados.
¿Dónde oír, dónde oírte,
delirante gavilla de sueños,
sino en esta silenciosa,
honda penumbra de la noche?
Rondan bosques, polvo de
secas hojas y rumores, viejos caminos,
y una canción, clamante
luz que descendió a los labios,
cruza de melodías
extrañas y temores este sueño de piedra
de las formas dormidas.
Un rudo viento y en el viento la canción.
Crece, crece el sonido de
la sombra insistente.
Una brisa, una hoja
resuenan en el alma con extendido eco,
y aparece un recuerdo
entre mil nombres, tal un aproximar
de mariposas en las horas
que llegan de las distancias a la noche.
Esta es la noche, suave
mujer de quien quisiéramos rescatar
un amor antiguo, una
caricia, un deseo misterioso y ardiente.
Como mujer debiera
tenderse eternamente al lado
y serían de su cuerpo los
perfumes nocturnos, los aromas lunares.
Algo hay sobre la tierra:
olvido y esperanza, la vida,
y un sueño crece de lo
perdido, de la infancia remota
que avanza bella y
lentamente, como con paso de mujer enferma,
brotando vagas voces,
palabras y siluetas de humo en la memoria.
Algo hay sobre la tierra:
la vida, esperanzas y olvido.
Sobre la noche un hondo,
sordo rumor de bosques
que llega al corazón
desierto con parajes recónditos
de maderas nocturnas,
viejas ramas, aves desconocidas o siniestras.
Después todo es silencio.
La noche, cerca del mar,
no dejará, contra las
rocas, contra la playa, su dramático acento
de desbordantes aguas
batir espuma blanca y soñolienta.
Pero lejos, entre
ciudades sin orillas, un trémulo silencio arde sin fin.
Jacques Prévert
LA GLORIA
Coronada con una diadema
de espinas
Y con los tacones
cargados de espuelas
Desnuda bajo su manto de
armiño
La mujer barbuda entra en
el salón
Soy la grandeza del alma
Doy lecciones de dicción
Lecciones de predicación
de claudicación de predicción de maldición de persecución de sustracción de
multiplicación de bendición de crucifixión de moralización de movilización de
distinción de mutilación de autodestrucción y de imitación de Nuestro Señor
Jesucristo con el programa completo del espectáculo y la foto de todos los
grandes hombres que actuaron en la obra y como premio doy el código de los
monos publicado bajo la dirección de un célebre antropopiteco nacional
Y también el manual del
perfecto soldado
El Kamasutra expurgado
Y la lista completa y
oficial
De todos los lotes no
reclamados
Y también un catecismo de
perseverancia
Y doce botellas de agua
mineral
Con la llavecita especial
para destaparlas.
Jorge
Luis Borges
Prólogo
a HERMAN MELVILLE
Hay
escritores cuya obra no se parece a lo que sabemos de su destino; tal no es el
caso de Herman Melville, que padeció rigores y soledades que serían la arcilla
de los símbolos de sus alegorías. Nació en New York en 1819. Vástago de una
gran familia venida a menos, de severa tradición calvinista, perdió a su padre
a los trece años. A los diecinueve emprendió la primera de sus largas
navegaciones; fue como marinero a Liverpool. En 1841 se alistó en una ballenera
que zarpó de Nantucket. El capitán era muy duro con su gente; Melville desertó
en una de las islas del Pacífico. Los isleños, que eran caníbales, lo acogieron.
Cien días y cien noches pasaron y lo rescató una nave australiana. A bordo de
esa nave, Melville capitaneó un motín. Hacia 1845 volvería a New York.
Typee,
su primer libro, data de 1846. En 1851 publicó la novela Moby Dick, que
pasó casi inadvertida. La crítica la descubriría hacia 1920. Ahora es famosa;
la ballena blanca y Ahab tienen su lugar en esa heterogénea mitología que es la
memoria de los hombres. Abunda en frases misteriosamente felices: “El
predicador, de rodillas, rezó con tanta devoción que parecía un hombre
arrodillado y rezando en el fondo del mar”. La noción de que el blanco puede
ser un color terrible ya estaba en Poe. También las sombras de Carlyle y de
Shakespeare andan por ese volumen.
Melville
tenía, como Coleridge, el hábito de la desesperación. Moby Dick es, de hecho,
una pesadilla.
El
amor a la Biblia lo induciría a emprender el último de sus viajes. En 1855
anduvo por tierras de Egipto y de Palestina.
Nathaniel
Hawthorne fue su amigo. Murió, casi olvidado, en New York, en 1891.
Bartleby,
que data de 1856, prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un
hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero
nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima. En
realidad son dos los protagonistas: el obstinado Bartleby y el narrador que se
resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él.
Billy
Budd puede resumirse como la historia de un conflicto entre la justicia y la
ley, pero ese resumen es harto menos importante que el carácter del héroe, que
ha dado muerte a un hombre y que no comprende hasta el fin por qué lo juzgan y
condenan.
Benito
Cereno sigue suscitando polémicas. Hay quien lo juzga la obra maestra de
Melville y una de las obras maestras de la literatura. Hay quien lo considera
un error o una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Herman Melville se
propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un
símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.
Octavio
Paz
ELOGIO
Como
el día que madura de hora en hora hasta no ser sino un instante inmenso,
Gran
vasija de tiempo que zumba como una colmena, gran mazorca compacta de horas
vivas,
Gran
vasija de luz hasta los bordes henchida de su propia y poderosa sustancia,
Fruto
violento y resonante que se mece entre la tierra y el cielo, suspendido como el
trueno,
Entre
la tierra y el cielo abriéndose como una flor gigantesca de pétalos invisibles,
Como
el surtidor que al abrirse se derrumba en un blanco clamor de pájaros heridos,
Como
la ola que avanza y se hincha y se despliega en una ancha sonrisa,
Como
el perfume que asciende en una columna y se esparce en círculos,
Como
una campana que tañe en el fondo de un lago,
Como
el día y el fruto y la ola, como el tiempo que madura un año para dar un
instante de belleza y colmarse a sí mismo con esa dicha instantánea,
La
vi una tarde y una mañana y un mediodía y otra tarde y otra y otra
(porque
lo inesperado se repite y los milagros son cotidianos y están a nuestro alcance
como
el sol y la espiga y la ola y el fruto: basta abrir bien los ojos) y desde
entonces creo en los árboles
Y
a veces, bajo su sombra, he comido sin miedo los frutos de una amistad parecida
a las manzanas,
Y
he conversado con ella y con su marido y su cuñado como hablan entre sí el agua
y las hojas y las raíces.
PABLO
NERUDA
Chile,
1904 – 1973
ODA A LA SANDÍA
El árbol del verano
intenso,
invulnerable,
es todo cielo azul,
sol amarillo,
cansancio a goterones,
es una espada
sobre los caminos,
un zapato quemado
en las ciudades:
la claridad, el mundo
nos agobian,
nos pegan
en los ojos
con polvareda,
con súbitos golpes de
oro,
nos acosan
los pies
con espinitas,
con piedras calurosas,
y la boca
sufre
más que todos los dedos:
tienen sed
la garganta
la dentadura,
los labios y la lengua:
queremos
beber las cataratas,
la noche azul,
el polo,
y entonces
cruza el cielo
el más fresco de todos
los planetas,
la redonda, suprema
y celestial sandía.
Es la fruta del árbol de
la sed.
Es la ballena verde del
verano.
El universo seco
de pronto
tachonado
por este firmamento de
frescura
deja caer
la fruta
rebosante:
se abren sus hemisferios
mostrando una bandera
verde, blanca, escarlata,
que se disuelve
en cascada, en azúcar,
en delicia.
Cofre del agua, plácida
reina
de la frutería,
bodega
de la profundidad, luna
terrestre.
Oh pura,
en tu abundancia
se deshacen rubíes
y uno
quisiera
morderte
hundiendo
en ti
la cara,
el pelo,
el alma.
Te divisamos
en la sed
como
mina o montaña
de espléndido alimento,
pero
te conviertes
entre la dentadura y el
deseo
en sólo
fresca luz
que se deslíe
en manantial
que nos tocó
cantando.
Y así
no pesas
en la siesta
abrasadora,
no pesas,
sólo
pasas
y tu gran corazón de
brasa fría
se convirtió en el agua
de una gota.
Oda al verano
Verano, violín rojo,
nube clara,
un zumbido
de sierra
o de cigarra
te precede,
el cielo
abovedado,
liso, luciente como
un ojo,
y bajo su mirada,
verano,
pez del cielo
infinito,
élitro lisonjero,
perezoso
letargo,
barriguita
de abeja,
sol
endiablado,
sol terrible y paterno,
sudoroso
como un buey trabajando,
sol seco
en la cabeza
como un inesperado
garrotazo,
sol de la sed
andando
por la arena,
verano,
mar desierto,
el minero
de azufre
se llena
de sudor amarillo,
el aviador
recorre
rayo a rayo
el sol celeste,
sudor
negro
resbala
de la frente
a los ojos
en la mina
de Lota,
el minero
se restriega
la frente
negra,
arden
las sementeras,
cruje
el trigo,
insectos
azules
buscan
sombra,
tocan
la frescura,
sumergen
la cabeza
en un diamante.
Oh verano
abundante,
carro
de
manzanas
maduras,
boca
de fresa
en la verdura, labios
de ciruela salvaje,
caminos
de suave polvo
encima
del polvo,
mediodía,
tambor
de cobre rojo,
y en la tarde
descansa
el fuego,
el aire
hace bailar
el trébol, entra
en la usina desierta,
sube
una estrella
fresca
por el cielo
sombrío,
crepita
sin quemarse
la noche
del verano.