domingo, 29 de abril de 2018

Murió Bernardo Ángel, ese hombre que respiraba teatro


El mes pasado el dramaturgo recibió un homenaje en el Teatro Popular de Medellín. FOTO Edwin Bustamante restrepo

Desde diciembre de 2017 se le había diagnosticado amebiasis (una infección intestinal), y en los últimos meses un cáncer de colon que hizo metástasis consumió sus últimas energías.

Murió este domingo en el Hospital General de Medellín el fundador de La Barca de los Locos, la célebre compañía de teatro callejero de la ciudad, creada en 1975.

El actor, poeta y dramaturgo, Bernardo Ángel, era una muestra fehaciente de eso que decía el sociólogo Augusto Boal: “El teatro puede ser hecho por todos, incluso por actores de teatro; y hecho en cualquier lugar, incluso en salas de teatro”.


Publicó dos libros en vida: Transfiguraciones, una serie de manifiestos poéticos y teatrales que reunían parte de sus pensamientos; y el libro Teatro, locura y éxtasis, una selección de cuatro obras dramáticas que escribió durante su carrera.

Cuando conoció a Lucía Agudelo en 1981 él le dijo que necesitaba tanto al teatro como el aire. Le cautivaba ese espíritu contestatario “en el sentido del riesgo, la profundidad y de quitar máscaras. También de decirle al actor que no se necesitaba escenarios y que podía llegar a todas partes”, comenta Agudelo Según el dramaturgo Jaiver Jurado, director de la Oficina Central de los Sueños, “Bernardo representó un teatro político, poético, contestatario e irreverente, muy cercano a las estéticas de Antonin Artaud, con personajes profundos y filosóficos y una manera de abordar la vida muy particular”.

Por su parte, Luis Alberto González, director de La Barra del Silencio, dice que eran un colectivo delirante e iconoclasta, “acababan con todos los símbolos: la patria, la iglesia, los militares, lo que se atravesara”. Reconocía a Bernardo como un hombre hermético y profundo, y que junto a Lucía “eran uno solo, entregados al límite”.

¿Quién era?
Bernardo nació en Cisneros, Antioquia, en 1944. Desde pequeño tuvo vocación religiosa: acólito a los cinco años y luego seminarista. Entró a Bellas Artes, donde comenzó a trabajar con grupos experimentales como La Pirámide y El Foro. En 1975, junto Carlos Enrique “Kike” Márquez, Guillermo García Gustavo Román conformó el grupo La Barca de los Locos. En 1981 Lucía Agudelo se vinculó al equipo y lo acompañó hasta el final de sus días.

¿Y La Barca...?
Parece que por ahora, para continuar con La Barca, Lucía espera montar algunos monólogos que le escribió Bernardo. No está muy segura de volver al Parque Bolívar porque “se necesitaba la fuerza de dos para actuar: los monólogos en espacios abiertos son muy duros”.


Se tomará un tiempo para retomar algunos monólogos pero lo más probable es que los vuelva a presentar en espacios de amigos.

Fuente: http://m.elcolombiano.com/inicio/murio-bernardo-angel-ese-hombre-que-respiraba-teatro-JC8589586

jueves, 12 de abril de 2018

Recuerdo de Luis Loayza _ Mario Vargas Llosa.

Estuve tratando de recordar cuándo había venido al cementerio de Père-Lachaise por última vez antes de esta mañana y creo que fue en 1960, para la cremación de los restos de la viuda de Trotski, Natalia Sedova, porque quería escuchar a André Breton, que era uno de los oradores. Ahora estoy aquí para una ceremonia parecida, en la que vamos a despedir a Luis Loayza, que fue uno de mis mejores amigos.
Hay cierta confusión en el crematorio, porque coinciden varios actos fúnebres y uno de ellos, masivo, convoca a muchos paquistaníes, que lloran a grito pelado. Por fin distingo entre la muchedumbre a Rachel y Daniel, la viuda y el hijo mayor de Lucho. Me apena verlos rotos por el dolor, haciendo esfuerzos denodados para no romper a llorar también. Hace cincuenta y ocho años, exactamente, por Rachel, Lucho Loayza cometió probablemente el único acto de locura de su vida del que, estoy seguro, nunca se arrepintió. Su padre le había regalado un año en París para cuando se recibiera de abogado. El año estaba por cumplirse y, si mal no recuerdo, Lucho tenía ya el pasaje de regreso. Pero, de despedida, fue al Festival de Teatro de Avignon y allí conoció a Rachel, todavía una estudiante. Me escribió ese mismo día una carta desmedida, diciéndome que se había enamorado; ya no se iría al Perú y empezaba a buscar trabajo de inmediato en París. Poco tiempo después, se casaron en la alcaldía del Barrio Latino y yo fui su único testigo. Luego, fuimos los tres a celebrarlo a un bistrot de la esquina con una copa de vino.
La ceremonia ha comenzado, con música de Bach, en una pequeña salita que presiden los restos del difunto, en un cajón cerrado y cubierto de flores. Habla Daniel recordando a su padre y él y la nieta mayor de Lucho leen, en francés y en español, un fragmento de El avaro, relacionado con la muerte. Cuando me toca decir unas palabras siento angustia y ganas de llorar. Pero me aguanto, sabiendo muy bien que Lucho, siempre tan parco, encontraría intolerable semejante huachafería.
Lo conocí el año 1955, en Lima, y desde el primer día hablamos sin cesar y sin límites de literatura. Él me presentó poco después a Abelardo (lo llamábamos “El Delfín” y ellos a mí “El sartrecillo valiente”), con el que constituimos un irrompible triunvirato. Nos veíamos a todas las horas, para hablar de libros, los que leíamos y los que íbamos a escribir cuando llegáramos a ser escritores. Para eso había que escapar de Lima e irse a París donde hasta el aire era literatura. Mientras planeábamos el viaje, leíamos mucho y, a veces, Lucho y yo discutíamos, él defendiendo a Borges y yo a Sartre, hasta quitarnos el saludo. El sosegado Abelardo nos reconciliaba una hora o un día después. (Lucho tenía razón; todavía sigo releyendo a Borges y sé que, si tratara de releer a Sartre, el libro se me escurriría de las manos).
Al fin, a Abelardo se le complicaron las cosas y Lucho y yo partimos solos a Europa, en un barco que salía de Río y llegaba a Barcelona. En el viaje, cuando no leía, que era rara vez, Lucho se inventó un juego que llamaba “la contemplación del infinito”. En la pensión donde recalamos, en Madrid, él empezó a escribir Una piel de serpiente y yo La ciudad y los perros. A fin de año, él se fue a París, y yo unos meses más tarde. En un cuartito del Wetter Hotel, donde vivíamos, le di a Rachel sus primeras clases de español. Fue en esa época, cuando tratábamos de ganar lo que Cortázar llamaba el “derecho de ciudad” para que París nos aceptara, donde nos vimos más, casi a diario, y por carta, Abelardo participaba también de esas conversaciones, discusiones y proyectos en los que la literatura seguía siendo la estrella.
Luego Lucho, Rachel y sus dos hijos se fueron a Lima, a Nueva York, a Suiza. Desde entonces nos vimos menos y poco a poco dejamos de escribirnos. Pero la amistad y el cariño estuvieron siempre allí y, por supuesto, los recuerdos. Las espaciadas veces que nos veíamos, a veces con años de por medio, la comunicación, los sobrentendidos, las bromas, eran las de siempre. En una de aquellas veces, acababa de leer su primer libro en italiano y estaba feliz: se abría frente a él un universo de nuevas lecturas.
Ahora, las personas que asisten a la ceremonia se van levantando y se acercan al cajón y lo tocan con respeto. Algunas pocas se persignan. Un señor con el que trabaja Daniel en el Odeón dice que nunca conoció a Lucho pero, por lo que ha oído, entiende que era admirable y quiere dejar sentado su homenaje. Tengo la impresión de que todas las personas que asisten son francesas y que soy el único peruano. Cuando éramos jóvenes, era yo el que hablaba de “romper con el Perú”; al final, fue Lucho el que rompió, por lo menos físicamente. Porque en sus ensayos y relatos la presencia de lo peruano y los peruanos resulta obsesiva. Pero hace treinta años que no volvió a pisar Lima y las razones que me daba para eso nunca me convencieron del todo.
Sobrellevó su enfermedad con extraordinaria elegancia. Yo me acuerdo, hace años, cuando empezaba esa larguísima agonía de tratamientos sin fin, lo difícil que era sacarle algo al respecto. Respondía con dos o tres frases y cambiaba de tema, generalmente el libro que acababa de terminar o el que estaba empezando. Aquello que escribió Borges –“Muchas cosas he leído y pocas he vivido”– lo definía a él mejor incluso que su autor. Era también dificilísimo arrancarle algo sobre lo que había escrito, estaba escribiendo o pensaba escribir. Tenía un pudor extremo y se negaba a convertir lo íntimo y entrañable en tema de conversación, como si ésta banalizara lo importante. Por eso, creo, casi nunca hablamos de sus ensayos y relatos, que he leído y releído muchas veces. Estoy convencido de que era un espléndido escritor, pero secreto, de lectores tan lúcidos y sensibles como él mismo, que llegó a depurar la lengua y volverla tan limpia, exacta y transparente como la de los autores que más admiraba, como el soñoliento Henry James (te estoy provocando, Lucho, ahora que no me puedes responder). Por eso nunca será “popular”, pero tendrá siempre lectores. Era un excelente traductor: a De Quincey, por ejemplo, es preferible leerlo en su versión española que en inglés, donde a menudo la prosa se enreda y oscurece, una prosa que Loayza adelgazó y volvió esbelta y clara.
La música de Bach ha cesado y el funcionario del Père-Lachaise que hace de maestro de ceremonias explica, con mucho tacto, que ésta ha terminado y que tenemos que dejar la sala, donde, me imagino, se celebrará ahora un nuevo funeral. El nuestro ha sido pulcro y discreto, como le hubiera gustado al “borgiano de Petit Thouars”. Abrazo a Rachel, a Daniel, a las dos nietas de Lucho que acabo de conocer y que ya hablan un español que siguen perfeccionando, nada menos que en Salamanca. Salgo y, aunque todavía hace frío, ha despuntado el sol. En el taxi al aeropuerto de Orly, sin hacer ruido, hago lo que he estado evitando hacer toda la mañana: me pongo a llorar.
Fuente: https://larepublica.pe/domingo/1220005-recuerdo-de-luis-loayza

domingo, 8 de abril de 2018

Esa extraña idea generalizada acerca de la inferioridad de las mujeres _ John Wilson Osorio


ESA EXTRAÑA IDEA GENERALIZADA ACERCA DE LA INFERIORIDAD DE LAS MUJERES

Por: John Wilson Osorio*
Para Norita, mujer superior.
Los humanos difícilmente nos reconocemos entre nosotros. Toca en cada época y geografía pelear y debatir acerca de la noción de igualdad, respeto y tolerancia para con los de la misma especie. Expertos en el arte atávico y primario de segregar, hemos inventado todo tipo de exclusiones: por color de piel (racismo); por creencias religiosas y políticas; por nacionalidad (xenofobia); por elección de objeto sexual de deseo (homofobia, por ejemplo); por asuntos económicos; por especie (consideramos de menos a los animales no humanos y a las plantas); y por género. Y quedan faltando en este listado. De todas las exclusiones la más contraria al sentido común es esta última: considerar inferiores a las mujeres que a la par que los machos han recorrido juntos la deriva y la aventura de la existencia. Uno podría en principio tratar de entender las razones evolutivas y antropocéntricas por las cuales los animales humanos consideramos de otro costal a ballenas, colibríes, chimpancés y leones. Pero no es claro entender una concepción donde a las mujeres se les de un tratamiento de menosprecio.
El reconocimiento cuasi automático al menos a los de la misma especie es algo en lo cual los seres humanos todavía tenemos cuentas pendientes. Es extraño que nos cueste tanto reconocernos en nuestra condición de humanos, en nuestra especie compartida, e igual en nuestras semejanzas. Quizás de los asuntos más difíciles para los seres humanos es reconocer a los semejantes en cuanto tales. Un ejemplo histórico es ilustrador al respecto: cuando los navegantes, aventureros y descubridores europeos llegaron al continente americano (hace quinientos veinte y punta de años) dudaron mucho en reconocer a los nativos pobladores como seres humanos. Tuvieron que interceder directrices legales y religiosas que obligaran a los hombres europeos a reconocer que los habitantes de América eran también parte de la humanidad. A su vez los aborígenes tampoco reconocieron a los europeos como seres partícipes de la propia especie. Al respecto es muy diciente cómo el conquistador Hernán Cortés al percatarse de que los hombres originarios de
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*Historiador. Especialista en Educación. Magíster en Administración. Jefe del Departamento de Humanidades de la Universidad CES. Coordinador de la Maestría en Bioética de la Universidad CES.
la población azteca consideraban al caballo y al jinete europeos como una sola entidad, les prohibió a sus ejércitos apearse del cuadrúpedo en presencia de los indígenas; esto como factor de preponderancia militar.
Nada más distante a un ser humano como otro ser humano. Y no pareciéramos aprender. El pueblo judío asesinado, masacrado, mutilado, hostigado y vejado en la Segunda Guerra Mundial (para no mencionar hacia atrás la persecución constante a que ha sido sometido) no tiene escrúpulos a la hora de darle dosis parecidas al pueblo palestino, entre otros. E igual situación podríamos enunciar cambiando apenas los nombres de diferentes nacionalidades de la tierra.
“Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit” (“Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”) dijo el pensador latino Plauto y remachó el filósofo inglés Thomas Hobbes. Podríamos hacer una variación corta con matiz de género: “Lobo es el hombre para la mujer.” En efecto: pareciera que en todos los calendarios y espacios las mujeres tuviesen que ser consideradas como en condiciones deficitarias frente a los varones. Existe una especie de universal en las culturas, una impronta por la cual a las mujeres se les considera venidas a menos, de inferior condición, con espíritu servil, de rango pequeño. Y esto es igual en Dinamarca que en Cundinamarca.
En efecto: para probar que ocurre una sensación o sentimiento parecido hacia las mujeres voy a poner el siguiente ejemplo: suponga que esta noche regresan a casa una pareja de esposos en Copenhague. Ambos tienen un nivel educativo de doctorado, trabajan en dos empresas multinacionales diferentes y ganan el mismo alto salario. Pregunta: ¿quién de los dos servirá la cena, fregará los platos, cambiará el pañal del bebé, planchará la ropa del otro día y quizás barrerá o trapeará la sala del apartamento? Un lector bien listo podrá contestar que la empleada doméstica y no la esposa. Ahí está la respuesta: una empleada doméstica. No se dice que el esposo ni un empleado doméstico. O lo hace ella o su sustituta: la empleada: una mujer. Donde quiera que haya servidumbre casera en el mundo contemporáneo (para no hablar del pasado) tal labor recae sobre las mujeres. Esto ocurre en países con avances en democracia de género, como los escandinavos, pero que se comportan muy similar a como si estuvieran en el norte o en el sur de la capital del departamento de Cundinamarca.
Puede que en épocas anteriores al nacimiento de la agricultura, en el período que los antropólogos llaman de caza y recolección, fuesen necesarios los trabajos especializados por género. Quizás allá podría entenderse que las hembras humanas se ocuparan de las labores domésticas, de las huertas, de cuidar los niños, los enfermos y los viejos. Y que de ahí derivara la especialización femenina por una serie de trabajos que ellas han sabido históricamente hacer muy bien. ¿Pero ahora…? Los roles de género pudieron haber resultado eficientes en términos de supervivencia y economía en momentos anteriores… ¿pero tienen hoy razón de permanecer?
Por supuesto que no se trata de llegar al cinismo ciego de desconocer que la anatomía corporal de hombres y de mujeres es distinta. Y no se defenderá que los cien metros planos deban correrlos por igual en la misma competencia. Sabido es que los varones no se embarazan ni menstrúan ni tienen las caderas anchas de las mujeres. Pero de no negar las diferencias anatomo-fisiológicas a validar que por tener cuerpos distintos deban las mujeres ocuparse de lo hogareño y los hombres de lo público, ya media una gran diferencia. Algo pasa cuando en los 193 países miembros de la Organización de Naciones Unidas el porcentaje abrumador de hombres que los gobiernan no se condice con las mismas posiciones escasas ocupadas por mujeres: apenas un insignificante 12 por ciento. ¿Será que la sobre especialización históricamente ocurrida en lo doméstico es una traba para que las mujeres incursionen en lo público? ¿Será que hacer muy bien las labores en cierto nicho impide hacerlas igualmente bien en otro escenario? A su vez: ¿será que el eficiente cazador recolector, el hombre exitoso de la calle, no puede atender con idoneidad las labores hogareñas? ¿Será que el pasado castiga y los roles moldeados en los esfuerzos de la sobrevivencia humana en épocas anteriores es imposible sacudirlos?
El rol femenino hogareño (con la amplitud de tareas que en las casas suelen ejecutarse) es en sí mismo condición necesaria para la existencia de los roles exteriores, de los trabajos públicos y del afuera que realizan los hombres. Sabido es que el cazador recolector puede ir a hacer sus tareas siempre y cuando en el espacio de lo doméstico haya quien se responsabilice de todos los asuntos que allá deben realizarse. En sí mismo es un reduccionismo en contra de las mujeres suponer como monolíticos de una sola pieza la miscelánea de tareas que se ejecutan dentro de una casa. Sin el trabajo doméstico no podría existir el resto. Esto, tan universal y extendido, no es suficientemente claro.
Existe una cierta tendencia masiva a subvalorar y menospreciar el trabajo de las mujeres en las casas. Menospreciar es eso: darle menos precio. Tan poco precio que por regla general se trata de no remunerarlo, de no considerarlo objeto de salario, de no calificar para pensión de vejez. Apenas recientemente algunas progresistas legislaciones en pocos países del mundo están empezando a considerar lo que debería ser obvio: que es un trabajo a carta cabal, sin el cual se afectan distintos órdenes sociales si dejara de realizarse.
¡Pareciera de un feminismo recalcitrante lo que viene a continuación, pero no! Pero no está de más decir que si fuese al contrario y los varones fueran los que llevasen siglos realizando la mar de las veces el trabajo doméstico éste sería considerado una profesión noble y hasta liberal. Igual a lo que ocurre con la posición muy generalizada en contra del aborto. También se ha dicho que si el embarazo fueran los hombres quienes los llevasen en su panza, el aborto sería casi considerado un sacramento o una institución respetable y arraigada.
A veces pareciera ser ya una contra tendencia políticamente correcta ir lanza en ristre contra las bien intencionadas causas de lo femenino tildándolas con la mote descalificadora de asunto feminista. Como si en los reclamos de los grupos feministas no hubiese verdaderas llamadas de atención acerca de lo relegada que ha estado su condición en tantos terrenos de la cultura y la sociedad.
Es extraño que el trabajo doméstico de las mujeres en las casas sea productivamente invisible. Cuando sin la hechura de éste la producción oficial y hegemónicamente “verdadera” no podría darse. Cualquier científico, profesor universitario, inventor, cura, ingeniero o trabajador en la rama que sea, puede dedicarse a lo suyo si las sábanas de la cama están limpias tanto como los baños y la cocina; y si la mesa en las noches se encuentra servida y las camisas en las mañanas están a punto para ser usadas.
El generalizado calificativo de sexo débil para referirse a las mujeres tiene sus consecuencias. Las palabras pueden mentir pero siempre nombran e instauran efectos de nacimiento: efectos de realidad. Las palabras no se dicen al garete en el aire. El nombrar dice algo y al nombrar algo se quiere decir. No se dice sexo débil para referirse a los machos humanos, sí a las hembras. Considerar débil a la mitad de la población humana de entrada manifiesta un exabrupto. Y las consecuencias de esa consideración tienen lamentables efectos: el machismo extendido en buena parte del orbe bebe en esa fuente. Los efectos de la debilidad achacada injustamente sobre las mujeres no siempre son los mejores. De otro lado esa supuesta debilidad falta ser probada. ¿Debilidad frente a qué o comparada con quién?
Deducir, suponer, imponer y conceptualizar una debilidad a partir de diferencias anatómicas, con base en el dimorfismo sexual[1], tiene mucho o casi todo de inconsistente. Al igual que asignar roles o infundir ciertas especialidades laborales de acuerdo a los cuerpos, acusa un pensamiento reducido y mecanicista. Cuerpos evolutiva y naturalmente distintos no significan cultural y socialmente fragmentados y excluidos.
Dice mucho de lo desequilibradas y tensas que están las relaciones entre hombres y mujeres el que en muchos lugares cada vez se imponga más la segregación de medios de transporte exclusivos para ellas con el fin de protegerlas de violencias sofisticadas o primarias: taxis, buses y vagones de metro de color rosa de uso exclusivo para la mitad de los seres que constituyen la especie humana no es un avance civilista sino la confirmación de una derrota: es legalizar y admitir la incapacidad que tenemos para relacionarnos con las mujeres desde un lugar que no sea el del macho agresor.
Señal de involución ética sería tener que pensar en un mañana en bares y restaurantes exclusivos para mujeres, aviones, aceras, calles y parques para ellas. Para poder defenderlas de la agresividad y violencia con que no pocas veces suelen tratarlas los varones que se consideran superiores. Lo cual genera reminiscencias al racismo cerrero de los Estados Unidos de mitad del siglo XX cuando no podían entrar a los mismos bares ni autobuses hombres de piel blanca y hombres de piel negra. Es urgente una ley de cuotas[2] en el ámbito de la especie humana mediante el cual se entienda que las mujeres son aproximadamente el 50% de toda la población existente y que al menos por esta contundencia numérica (ya que no por razones legales, éticas o filosóficas) ellas deberían ser tenidas en cuenta con los mismos derechos, reconocimientos y consideraciones con que cuenta la otra mitad. Es urgente incluir a las mujeres en el ámbito de la especie humana.
Ni siquiera en materia tan piadosa y llena de bondad, como las religiones supuestamente, la mujer sale bien librada. Existe al menos una milenaria y multitudinaria iglesia bien conocida que al sol de hoy no acepta mujeres como sacerdotes. Y no existe una diosa tan potente y renombrada como su contraparte masculino. También en asuntos de religiosidad y de fe, el machismo es imperante.
En suma: el machismo campea por todos lados. Esto es así en el siglo XXI. Debería producirnos vergüenza. Pero no: no la produce. Hemos naturalizado esta situación.


[1] El dimorfismo sexual puede definirse como las variaciones en la fisonomía externa (tamaño, forma y hasta coloración) entre machos y hembras de una misma especie.
[2] Como Ley de cuotas se conoce en Colombia a la ley 581 de 2000 por medio de la cual se dispone que el 30 por ciento de los altos cargos públicos deben ser ejercidos por mujeres. Dicha ley reglamenta la participación de la mujer en los niveles de decisión de las diferentes ramas del poder público en los niveles nacional, departamental y municipal. El incumplimiento de tal ley constituye causal de mala conducta sancionada hasta con 30 días de suspensión en el ejercicio del cargo y destitución en caso de persistencia. El acceso a los cargos se hace por medio de ternas en las cuales, como mínimo, debe haber una mujer.



EL PRESENTE TEXTO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD CES EN DICIEMBRE DE 2015. Y PUEDE LEERSE TAMBIÉN EN: http://revistas.ces.edu.co/index.php/derecho/issue/archive


domingo, 1 de abril de 2018

Conflicto___ Reporteros del horror...

La época de la violencia más dura de Medellín está documentada gracias a un puñado de periodistas que se la jugaron a fondo por contar y señalar el dolor de miles de víctimas que aún hoy padecen una guerra que se resistea terminar. En los archivos están los testimonios para no olvidar, para que el horror no se vuelva a repetir.


Primo Levi contó tantas veces que el mayor horror de los campos de concentración Nazi era que los verdugos les repetían a los cautivos que nadie iba a creerles lo que habían vivido, que tanta fue la crueldad que el mundo iba a pensar que el hombre era incapaz de hacer eso con el hombre. Toda la obra de Levi sobre el Lager está atravesada por esa idea (Si esto es un hombre, La Tregua y Los hundidos y los salvados). También la sustentó en cientos de conferencias, cuando su primer libro apenas se leía, diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial.

Europa se asomaba al espanto del holocausto gracias a Levi y a otros que dieron su testimonio, al sentir que sobrevivir a la barbarie tenía el principal fin de narrar los episodios de dolor, sadismo e instinto de conservación que ocurrieron en Auschwitz-Birkenau y en otros campo de exterminio.

Después del Lager, en el caso de Levi, el sentido de su vida fue relatar a los salvados y quienes se hundieron, aunque nunca logró sobreponerse a la culpa de ser un sobreviviente de la mayor barbarie de la humanidad. Aún se le recuerda como la voz de miles de judíos que dejaron su vida en las barracas, y la de otros que nunca se atrevieron a describir esos años oscuros. Levi, notario de su tiempo, ofició como un cronista que legó al mundo lo que nunca debe repetirse.

El mismo año que murió este escritor italiano de origen judío —puso fin a su vida al tirarse por las escaleras de un edificio, el 11 de abril de 1987 — su obra ya había resonado por todo el mundo y era referente para muchos escritores de no ficción y periodistas. Para ese año, Colombia ya estaba presa de la violencia del narcotráfico y del conflicto armado.

En Los hundidos y los salvados, su última obra, Levi habló sobre los genocidios, y las nuevas guerras, como la que aún padece Colombia. Y es que en 1987, cuando murió, ya existían en el país periodistas que se especializaron en el cubrimiento de nuestra tragedia; sobre todo en Medellín, que desde 1980 ha sufrido la violencia de manera particular. Solo en 1991 se registraron 6.349 homicidios, de ahí que fuera conocida como la ciudad más peligrosa del mundo.

Fue así como, a los escritores norteamericanos del Nuevo Periodismo, que recogieron la experiencia de Levi, los leyeron Juan José Hoyos, Gonzalo Medina, Heinner Castañeda, José Guillermo Palacio, Henry Agudelo, Alonso Salazar, Carlos Mario Correa, Jesús Abad Colorado, Carlos Alberto Giraldo, Patricia Nieto, Natalia Botero, Martha Ruiz y otros tantos periodistas de ese tiempo, cronistas de hechos rojos, notarios de hechos violentos que rescataron, de primera mano y como testigos excepcionales, las voces de esas víctimas, los relatos de días tan macabros.

Fueron una especie de John Reed, deslumbrados por el quiebre de una sociedad que se atrevieron a relatar; y no precisamente el quiebre por una revolución —como la bolchevique que el escritor norteamericano narró en Diez días que estremecieron al mundo—, sino por la degradación que se incubó en una parte de la sociedad excluyente 

y conservadora como la antioqueña.

El periodismo de esos días era impulsado por el teléfono o el bíper que sonaba en la mañana con la alerta de una masacre en el barrio Popular, que repicaba en la tarde por el estallido de una bomba debajo de un puente en el centro de la ciudad, y que insistía en la noche con la denuncia de que tres cuerpos fueron abandonados, con signos de tortura, en una loma de El Poblado.

Aún no son fáciles de escuchar y digerir esas historias para un lector desprevenido, e incluso para los jóvenes reporteros que siguen cubriendo los temas de seguridad, narcotráfico y conflicto armado.

Cientos de periodistas optaron por narrar la guerra —a pesar de los múltiples riesgos— y hacer preguntas sobre lo ocurrido. Estos reportes hacen parte del análisis del Medellín, ¡Basta Ya!, dice Ana María Jaramillo, coordinadora académica de esta investigación que apoya el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Alcaldía de Medellín, el Ministerio del Interior, y que realiza en terreno la Corporación Región en compañía del Museo Casa de la Memoria. 

Un proyecto que rescatará las voces de las víctimas de tantos sucesos violentos que ocurrieron en Medellín entre 1980 y 2013, presenciados por los periodistas, testigos de primera línea de la desdicha pero también de la dignidad y resistencia de los mayores afectados. Estos son relatos de valentía.

? El germen de todo

Gonzalo Medina es de esa generación de periodistas de la Universidad de Antioquia que se formó en el activismo social. Su carrera comenzó en los medios tradicionales como El Mundo, y luego en Caracol Radio. En 1983 ya estaba tras la historia de Luis Fernando Giraldo Builes, un miliciano del ELN que fue reportado como desaparecido.

Cuenta Gonzalo que el 20 de agosto, antes de salir de la redacción, recibió una llamada. Al otro lado del teléfono escuchó la voz de una mujer, la hermana de Luis Fernando, quien aseguró que no sabían nada de su hermano. Gonzalo le propuso hacer una nota sobre la desaparición pero ella le respondió que primero iba a consultarlo con su padre. Nunca volvió a llamar. Sin embargo, esa noche la noticia del país era que en el barrio Aranjuez un joven había sido atado a un poste de luz, y que sus captores le habían amarrado una barra de dinamita que luego activaron. Ese joven era Luis Fernando; su cuerpo quedó destrozado.

Dice Gonzalo que el antecedente era que, al parecer, Luis Fernando tenía en su poder un carro robado y la Policía lo detuvo el 16 de agosto. Luego, su cuerpo apareció en Aranjuez, al suroriente de Medellín, en el barrio donde semanas antes el ELN acribilló a cuatro agentes de la Policía. Ante lo tétrico y sorprendente, este reportero le hizo seguimiento al caso.

Entonces se percató que estaban involucrados dos oficiales, el teniente Solanilla y el capitán Laureano Gómez Méndez. La información la confirmó el coordinador de la Procuraduría en Antioquia de ese entonces, Domingo Cuello Pertuz. En la pesquisa por entender por qué las autoridades actuaron de esa manera, llamó al teniente Solanilla a su casa pero el oficial se exasperó y le tiró el teléfono.

Esta investigación, como testigo y vigilante, estuvo en manos de Cuello Pertuz solo 40 días porque el 29 de septiembre de ese año, mientras salía de su vivienda, varios hombres le dispararon y le quitaron la vida.

“Los investigadores aseguraban que los asesinos del Procurador habían sido agentes de la Policía. Ellos se preguntaban, ¿a quién favorecía el crimen? A los policías los tenían detenidos pero de pronto ocurrió algo insólito: el capitán Laureano Gómez Méndez se suicidó y su cuerpo nunca apareció, hecho que no se pudo verificar y se convirtió en un mito”, dice Gonzalo. 

La llamada a Solanilla tenía una razón. Cuando en 1980 estaba en la sala de redacción del periódico El Mundo, Gonzalo se interesó por la crónica roja y le dio su propio estilo, al escribir la noticia con la voz del autor del crimen. Gonzalo se interpelaba, ¿quién es esa persona que puede asesinar? Así llegó hasta Néstor Trejos Marín, el “Mono Trejos”, un delincuente de renombre nacional que en 1972 se fugó de La Ladera, y que otra vez, sorprendido por las autoridades ante sus múltiples delitos, fue a dar a Bellavista.

¿Por qué esa Medellín, de comienzos de los 80, se estaba llenando de estos personajes como el “Mono Trejos”, que se codeaban con la muerte y no tenían reato por la ley? ¿Por qué los reporteros solo se quedaban con el relato de la muerte y no iban más allá?, esas preguntas se hacía Gonzalo. 

Uno de los periodistas que quiso ir más allá fue el columnista de El Colombiano, Nelson Anaya Barreto, aunque un sicario lo alcanzó el 26 de septiembre de 1983. La razón de su asesinato sigue sin esclarecerse; al parecer, fueron narcotraficantes quienes lo mataron. La Fundación para la Libertad de Prensa registra este crimen como el primero cometido contra un reportero, en la década de los 80, en Medellín. 

Por el activismo social Gonzalo dejó las salas de redacción en Colombia y se lanzó a cubrir la guerra civil en El Salvador. De regreso al país se vinculó al Centro Laubach de Educación Popular y ese trabajo lo alternó con la conducción de un programa en la Emisora de la Universidad de Antioquia donde contaba los pormenores de las guerras civiles en Centroamérica. 

A las 11 de la mañana, todos los domingos, Héctor Abad Gómez, el médico y presidente del Comité de los Derechos Humanos en Antioquia, grababa en directo el programa Pensando en voz alta, y media hora después, en esa misma cabina, Gonzalo conducía el suyo. 

Medina no olvida la presencia de Héctor Abad Gómez y las denuncias que leía en el micrófono: una ejecución extrajudicial, una masacre, una desaparición forzada. La última vez que lo vio fue en la emisora donde denunció, en vivo, que estaba amenazado. 

“En Colombia todo coge una dinámica en que vos estás con una persona y horas después o a los días la matan, la desaparecen, y eso pasó con el doctor Héctor Abad Gómez el 25 de agosto de 1987”, asegura Medina.

Esa mañana, primero los paramilitares mataron a Luis Felipe Vélez, el presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida), y al final de la tarde, cuando Héctor Abad Gómez fue al velorio, en la sede del sindicato, fue asesinado en la entrada. Leonardo Betancur, otro médico salubrista que lo acompañaba, alcanzó a correr pero el asesino lo encontró en la cocina de Adida y ahí le descargó el arma. 

Trece días antes de la muerte de Héctor Abad, varios hombres llegaron hasta la casa de Pedro Luis Valencia, cerca de la IV Brigada, y asesinaron a ese profesor de la Universidad de Antioquia y senador de la Unión Patriótica.

Posteriormente, el 10 de diciembre, Día mundial de los Derechos Humanos, un comando irrumpió en las instalaciones de la Cooperativa de Trabajadores de Simesa, en el centro de Medellín, y retuvieron a Francisco Gaviria, estudiante de comunicación social de la misma universidad. Su familia lo buscó por toda la ciudad y al día siguiente alguien encontró su cuerpo en la loma del Esmeraldal, en Envigado, envuelto en un costal, atado, desnudo, con un disparo en la cabeza y los ojos quemados.

Para acabar de ajustar, el 17 de diciembre otro comando armado desapareció, torturó y dejó en la maleta de un carro el cuerpo sin vida de Luis Fernando Vélez, reemplazo de Héctor Abad Gómez en la dirigencia del Comité de Derechos Humanos. Dos meses después, el 22 de febrero de 1988, también fue abaleado el abogado y líder de la UP, Carlos Gónima. A Gonzalo le tocó despedirse de varios de estos personajes, que le fueron cercanos, pues en 1987 también era profesor de Opinión Pública de la universidad. 

Varios de esos homicidios habrían sido cometidos por agentes de la Policía y el Ejército. En 1987 ya se había consolidado la alianza entre sectores del Cartel de Medellín, empresarios y agentes del Estado, para acabar con todo lo que se asemejara a la izquierda legal y armada. En esos magnicidios y masacres, también participaron decenas de niños, adolescentes y jóvenes de las comunas de Medellín. ¿Quiénes eran esos que apretaban el gatillo?



? La cobertura de la muerte

Medellín pasó de ser la ciudad romántica donde los periodistas registraban los accidentes de tránsito y las peleas a cuchillo, a la ciudad del triple homicidio. Antes de 1980 no se hablaba de droga sino de viciosos, de camajanes, los del pasito tun tun, y muy de vez en cuando se comentaba sobre la marihuana y una que otra pepa, el mejoral con alcohol, con el que muchos se enloquecieron. Así lo cuenta el experimentado periodista José Guillermo Palacio. Dice el reportero —de 54 años y actual macroeditor de El Colombiano— que en su primer trabajo, en Radio Cristal, un día le reportaron seis homicidios en un solo episodio, y pensó: “hoy hay noticia para todo el día”.

Nada era como las épocas pasadas. En 1985, en Radio Cristal, Palacio elaboraba una nota judicial cada media hora y como en ese tiempo poco pasaba (aunque las milicias ya habían dejado un rastro de violencia), entonces dosificaba las noticias. Si era un accidente de tránsito, el primer reporte era que había ocurrido en la avenida Oriental con Ayacucho, entre un taxi y un bus. Media hora después, y sabiendo que el choque había dejado un muerto, decía al aire que al parecer había un ‘occiso’. A la media hora revelaba el nombre del muerto, el conductor del taxi, y finalmente deletreaba las placas de los vehículos.

José Guillermo relata que a la ciudad llegaron el M19, el EPL, el ELN y las FARC, a esos barrios de calles sin pavimentar, sin servicios públicos, donde la gente hacía fila desde las cuatro de la mañana por un litro de leche. Pero las milicias se fueron cuando fracasaron los diálogos de paz de principios de los 80, “la guerrilla se olvidó de la ciudad pero dejó un montón de pelados entrenados en esas comunas, entre los 12 y los 22 años”, afirma José Guillermo. 

Luego irrumpió la mafia, la coca de Pablo Escobar, y mucha gente honesta de la ciudad que trabajaba de sol a sol comenzó a beber de la copa del narcotráfico, primero a goticas y luego a grandes sorbos. Y las calles, los barrios, las avenidas, los parques, las lomas, los puentes, se llenaron de muertos por vendettas, por ajustes de cuentas, porque los mafiosos habían matado al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el 30 de abril de 1984 —lo que obligó a que el gobierno de Belisario Betancur los sentenciara como extraditables— y se desató una guerra espantosa; una guerra del Cartel de Medellín contra el Estado y la sociedad. 

Ese quiebre lo vivió José Guillermo; en 1987 ya no tenía que dosificar las noticias sino sumarlas. La situación llegó a tal punto que su jefe en la emisora le dijo que tres muertos ya no eran noticia: para salir al aire tenían que ser más de cinco. La emisora cerró y José Guillermo se dedicó al periodismo popular. En 1988 estaba otra vez en la radio como el cronista judicial del Grupo Radial Colombiano. Allá solo estuvo tres meses, no sabía que esa cadena era de los hermanos Rodríguez Orejuela, los jefes del Cartel de Cali que ya estaban en guerra contra Pablo Escobar.

En Cali, Medellín, Miami, Los Ángeles y Nueva York, las dos organizaciones se batían a tiros. A los periodistas de la emisora en Medellín los amenazaron y todos decidieron renunciar. Sin embargo, uno de los jefes entró a la redacción con un tarro lleno de gasolina, se las roció en las piernas y les dijo que si se iban los prendía con un fósforo. Todos estaban petrificados del susto. José Guillermo nunca volvió, pero no renunció a su oficio y en septiembre de 1988 conformó el grupo de reporteros de Buenos días Medellín, un noticiero del locutor Diego Vargas Escobar, quien les pagaba a los periodistas 92.000 pesos y les regalaba las cuñas. La gente lo quería mucho y en todos sus programas hacía editoriales donde criticaba la corrupción, el crimen y los narcos. 

“El 17 de octubre de 1989 a la emisora fue un tipo en moto a preguntar por él. Estábamos muy nerviosos porque nos habían hecho dos llamadas con amenazas. Entonces le dije a don Diego que se cuidara, que la situación estaba muy peligrosa. Cuando se fue a despedir me dijo: ‘No tiemble negrito que yo soy muy varón‘, pero cuando llegó a su casa, en La América, se bajó para abrir la puerta del garaje y ahí lo acribillaron”, relata José Guillermo Palacio.

Antes de Diego Vargas Escobar, en Medellín fueron asesinados los periodistas Alberto Lebrún Múnera (11·01·1986), el mismo Héctor Abad Gómez (25·08·1987), Nelson Gavini Alzate (11·11·1987), Jorge León Vallejo Rendón (15·06·1989), Juan Gabriel Caro Montoya (17·06·1989); Roberto Sarasty Obregón (10·10·1989), Martha Luz López (10·10·1989) y Miguel Arturo Soler Leal (10·10·1989).

"Ese día marcó mi vida en el periodismo porque pensé en retirarme definitivamente de esta profesión. Y de verdad renuncié pero luego resulté trabajando en El Mundo y de ahí pasé a El Tiempo y ahora estoy en El Colombiano", recuerda Palacio. 

Pero Pablo Escobar se ensañó especialmente con El Espectador. Dos de los seis homicidios de personas vinculadas al periodismo en Medellín, perpetrados en 1989, fueron de trabajadores de ese diario: Martha Luz López y Miguel Arturo Soler Leal, los gerentes regionales.

Carlos Mario Correa, que para entonces tenía 23 años, era uno de los reporteros del periódico de los Cano. En una entrevista publicada por ese medio, el 2 de septiembre de 2014, recordó esos años tan duros cuando el capo los asediaba. 

Primero fue el asesinato de Guillermo Cano en Bogotá, luego la bomba en las instalaciones de la capital, el 2 de septiembre de 1989, y un mes después la muerte a tiros de los jefes del periódico en Medellín. Correa sintió que era indigno tirar la toalla mientras El Espectador se levantaba de los escombros para seguir denunciando a Pablo Escobar. Después de la bomba en Bogotá aumentaron las amenazas contra todos los trabajadores de la redacción, situada en el barrio Prado. El Espectador cerró en Medellín pero Carlos Mario Correa hizo un acuerdo con las directivas nacionales para trabajar en la clandestinidad con el medio. Así fue reportando cada captura y bomba, como la del 16 de febrero de 1991, en la plaza de toros La Macarena.



? Triste faena 

Ese sábado era el descanso del periodista Heinner Castañeda —hoy en día profesor de la Universidad de Antioquia—, quien era el corresponsal del Noticiero de las 7. A las 5:30 de la tarde estaba sentado en una de las casetas, afuera de la plaza de toros. Ese día sí que necesitaba hacer un alto en el camino; sentía a la ciudad atragantada de sangre y dolida con tantos magnicidios.

Su primera noticia fue el asesinato del procurador Carlos Mauro Hoyos, el 25 de enero de 1988. Después vino el cubrimiento de otras igual de duras, como el atentado del 4 de julio de 1989, con 100 kilos de dinamita, en el que murió Antonio Roldán Betancur, el gobernador de Antioquia. Y luego el ataque en el que perdió la vida el coronel Valdemar Franklin Quintero, el 18 de agosto.

Heinner recuerda que por las bombas la gente temía salir de sus casas a las discotecas, parques y a cualquier establecimiento público. Esa tarde de sábado tomaba cerveza con sus amigos y afuera de la plaza concurrían cientos de espectadores y una decena de policías. Eran las 6 de la tarde y se dirigió a uno de los baños públicos que estaba debajo del puente de la avenida San Juan, donde tradicionalmente se parqueaban los vehículos. Regresó a la caseta, se sentó de nuevo y a los dos minutos sintió el estallido.

A las 6:18 p.m. ciento cincuenta kilos de dinamita y metralla, que estaban en un Mazda, explotaron debajo del puente. Era la primera vez que le tocaba vivir un hecho de tal magnitud, como una potencial víctima y no como un periodista. Esta vez fue diferente: la conmoción, la estampida de gente; no saber dónde se encontraba; la nube de polvo, los quejidos de las personas, el traquetear del puente, el fuego, el humo. Fue el sonido de las sirenas de las ambulancias y los carros de bomberos, fue observar a los heridos, a una persona en llamas. No era el registro, desde la distancia, de la violencia; en este caso, era ser sorprendido por ella. A los 10 minutos el lugar estaba repleto de periodistas y a sus colegas les contó lo sucedido como una víctima más.

“Entonces ahí estaba el periodista convertido en fuente, pero a su vez viendo a los periodistas cómo trataban de hacer su mejor trabajo, sobre todo los de televisión porque de alguna manera la prensa, los fotógrafos y la radio agreden pero no tanto como una cámara encendida. Me acuerdo de las imágenes de la persona que se estaba quemando y las cámaras llegaron a grabarla como si fuera un espectáculo”, testimonia Heinner.

Esas imágenes le dieron la vuelta al mundo y Heinner aún se cuestiona cómo un camarógrafo llegaba a grabar una escena tan dantesca cuando él pudo ser esa víctima. Conmovido, pensaba que los periodistas se veían abocados a registrar ese momento, de una manera honesta, para contarle al mundo las atrocidades de Pablo Escobar, pero esta vez la dimensión era más grande porque el hecho lo padecía en carne propia. Allá siguieron los reporteros preguntando, tomando las versiones, grabando las imágenes afuera de la plaza de toros donde murieron 28 personas y 200 resultaron heridas. Pero entonces, ¿quiénes eran esos muchachos que ponían las bombas, que descerrajaban a sus víctimas?



? Medallo del alma

El periodista Alonso Salazar —escritor y exalcalde de Medellín— trató de responder esa pregunta cuando se vinculó con la capacitación popular, de la mano del sacerdote Federico Carrasquilla. La idea era apoyar procesos de liderazgo en los barrios para que la misma comunidad gestionara la solución de sus problemas. En los recorridos por la comuna nororiental conoció a varios jóvenes que empezaron ese trabajo de liderazgo y a los tres años volvió a verlos pero convertidos en jefes de bandas y matones a sueldo. Adolescentes de 12, 15 y 17 años que se montaban en una motocicleta y les descargaban la mini uzi a los enemigos de Pablo Escobar y de los paramilitares.

Lo primero que intentó fue contar la vida de estos niños y jóvenes en un documental que se llamó Medallo del alma; desde ahí empezó la inquietud por esa generación que le valía poco la vida y menos aún la muerte, de los que “querían ser del F-2 (policía secreta) para matar con todas las de la ley”, como le dijo uno de esos muchachos en una comuna. Usando el testimonio, como herramienta para explicar por qué el quiebre social de la ciudad, se valió de la voz de varios jóvenes —como la de Antonio, jefe de una banda y la de Mario, un sicario— que están incluidos en su libro No nacimos pa’ semilla. 

Recuerda que los relatos que más lo impactaron fueron esos dos porque eran muchachos que querían vivir un día como reyes, así los mataran, que llevar una vida de esclavos; jóvenes con una alta dosis de crueldad pero que gozaban de una gran aceptación social porque al ‘coronar’ repartían las ganancias con su madre y el barrio, en fiestas y en derroche. 

Jóvenes que venían de entornos violentos, condenados al nacer, que se levantaron en una ciudad desigual y excluyente, muchos de ellos hijos y nietos de víctimas de la violencia de los años 50.



? La Unidad de Paz

Fueron esos mismos muchachos de barriada de los que se sirvió Pablo Escobar, al que acorralaron en la tarde del 2 de diciembre de 1993. En el tejado de una casa del barrio La América lo sorprendió el Bloque de Búsqueda y tras un intercambio de disparos, el jefe del Cartel de Medellín murió. 

Hasta allá llegó Natalia Botero, como practicante de fotografía de El Colombiano, y registró la romería. Allá también estuvo José Guillermo Palacio quien alcanzó a meterse en un apartamento al lado y ver a Escobar tirado en el tejado. Caracol Radio fue el primer medio en anunciar esa noticia en la voz del periodista Rodrigo Martínez —actual reportero judicial de El Colombiano—. Desde una cabina telefónica le confirmó esa muerte a todo el país.

Natalia Botero —quien trabajó a su vez con la revista Semana— estuvo hasta las 12 de la noche en Medicina Legal a la espera de la familia de Pablo Escobar, ese que amasó una fortuna de más de 10 mil millones de dólares, quien fue representante a la Cámara, jefe de una de las redes criminales más grandes del mundo, que se entregó e hizo una cárcel a su antojo y que se fugó de la misma hasta que ‘los Pepes’, la Policía y el Estado, dieron con él. 

A los seis meses, el 2 de julio de 1994, Humberto Muñoz Castro —escolta de los hermanos Juan Santiago y Pedro David Gallón— mató al futbolista Andrés Escobar. Gonzalo Medina, en su libro Andrés Escobar: la sonrisa que partió de madrugada, retrató la historia del asesino, otro hijo de la violencia partidista que ya cargaba a cuestas otros delitos. 

Para explicar la otra violencia que se desató, tras la extinción de Escobar, el periodista Carlos Alberto Giraldo —quien venía de registrar en sus reportajes y crónicas esa violencia que dejó la ausencia del capo y la nueva presencia de las milicias en los barrios periféricos— le sugirió a la directora de El Colombiano, Ana Mercedes Gómez, crear una unidad especial dentro del periódico para explicar, con un contexto más amplio, lo que estaba pasando en Medellín y en el departamento. Así nació la Unidad de Paz y Derechos Humanos en la que se formaron reporteros como Juan Carlos Pérez, Isolda María Vélez, Diana Losada, Juan Diego Restrepo, Carlos Olimpo, Gustavo Ospina y los fotógrafos Donaldo Zuluaga, Manuel Saldarriaga, Juan Antonio Sánchez, Robinson Sáenz y Jaime Pérez.

Periodistas que registraron después la consolidación del paramilitarismo en la ciudad, los asesinatos del abogado Jesús María Valle y del profesor Hernán Henao. En las páginas que escribieron esos reporteros se hicieron amplias reflexiones sobre las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, y se interpelaba al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, por la creación de las autodefensas legales, conocidas como las convivir. Pero también se denunciaron los secuestros y cientos de crímenes del ELN, los CAP y las FARC y se le dio voz a las organizaciones de víctimas, a las Madres de la Candelaria, al Cinep, el IPC, Región y a la Corporación Jurídica Libertad. La violencia por el narcotráfico y el conflicto armado no había terminado. De los secuestros de empresarios y estudiantes por parte de las milicias, se pasó, otra vez, a las bombas por un enfrentamiento entre la banda de "la Terraza" y Carlos Castaño, cabeza de las AUC, quien ya se había servido de sus sicarios para cometer magnicidios. Según ‘don Berna’ y ‘H.H’ —jefes paramilitares extraditados a Estados Unidos—, Carlos Castaño le habría pedido a “la Terraza” ejecutar el asesinato del periodista Jaime Garzón, el 13 de agosto de 1999.

Con las bombas en el centro comercial El Tesoro (10 de enero de 2001) y la del parque Lleras (17 de mayo del mismo año) la ciudad se asomó, de nuevo, a la guerra urbana. 

En la comuna 13 todos los días había combates entre las milicias, los paras y el Ejército. Ahí vinieron las operaciones Mariscal y Orión, en 2002, esta última, la primera intervención militar urbana, de gran escala, con el que el gobierno Álvaro Uribe empezó su política de seguridad democrática. Allá arriesgaron sus vidas, en medio de los tiros, los fotógrafos Henry Agudelo y Jaime Pérez con el periodista Carlos Alberto Giraldo.

Un fotógrafo y periodista con una mirada crítica, como Jesús Abad Colorado, dejó el testimonio, en una fotografía, de cómo la Policía y el Ejército avanzaban cuadra por cuadra con un hombre vestido de uniforme militar y encapuchado, quien decía dónde buscar y a quién requisar por su presunta relación con la guerrilla. 

Extinguida la presencia militar de las milicias, el Bloque Cacique Nutibara de las AUC se desmovilizó después de acabar con el Bloque Metro que dirigía “Doble Cero”, un exoficial del Ejército. Y la violencia mutó, la Oficina de Envigado se dividió, el ajuste de cuentas entre bandas no paró, pero la ciudad empezó a cambiar, a modernizarse, y a abrirle espacios a propuestas políticas más limpias, como las de Sergio Fajardo y Alonso Salazar. 

Hoy en día sobresale que la tasa de homicidios ha descendido a niveles históricos, las instituciones han reconocido a las víctimas, que al día de hoy suman 375.000, según la Unidad de Víctimas, en una ciudad de 2’762.108 habitantes (DANE). Pero las bandas siguen disputándose el control del microtráfico, sin muertos, pero sí con desaparecidos, según Corpades, por un pacto de fusil entre “los Urabeños” y "la Oficina". La Alcaldía lo desmiente y reitera que la reducción del 42 por ciento de los asesinatos en 2015, respecto al 2014, es gracias al esfuerzo de las autoridades por combatir el delito y preservar la vida. 

“Es muy difícil contar de otra manera las cosas que uno no entiende”, dice Alonso Salazar sobre el cubrimiento de la violencia en los años 80. En medio de un esfuerzo empírico, también se buscaba la reflexión. Medellín estaba invadida por la mafia pero el problema era global y el impacto fue tan cruel que muchas veces impidió esa mirada.

Con varios buenos ejemplos se puede ver que ahora los registros tienen mucho más contexto; son noticias, reportajes y análisis que recogen esas experiencias de los reporteros de los 80 y principios de los 90. Los periodistas José Guarnizo Álvarez, Ricardo León Cruz, Nelson Matta, Walter Arias, Stephen Arboleda, Mauricio Builes, Juan Carlos Monroy, Javier Alexánder Macías, Daniel Rivera Marín y Juan David Ortiz lo siguen intentado. Ahí están los reportes sobre La Escombrera, un botadero de escombros de la comuna 13 donde los paras, y agentes del Estado, habrían desaparecido a más de 100 personas. 

En los archivos digitales e impresos de los medios están vivos los testimonios de por qué Medellín ha sido tan violenta y estigmatizada, de cómo sigue resistiendo y cada vez más trabaja por superar ese horror. Testimonios logrados por periodistas que lo han arriesgado todo para que la ciudad despierte, para que el país no olvide, para que nadie diga que eso no ocurrió, así como esperaba Primo Levi con su testimonio del Lager.


Fuente: https://www.revistaarcadia.com/reportaje/articulo/reporteros-del-horror/43924