domingo, 8 de abril de 2018

Esa extraña idea generalizada acerca de la inferioridad de las mujeres _ John Wilson Osorio


ESA EXTRAÑA IDEA GENERALIZADA ACERCA DE LA INFERIORIDAD DE LAS MUJERES

Por: John Wilson Osorio*
Para Norita, mujer superior.
Los humanos difícilmente nos reconocemos entre nosotros. Toca en cada época y geografía pelear y debatir acerca de la noción de igualdad, respeto y tolerancia para con los de la misma especie. Expertos en el arte atávico y primario de segregar, hemos inventado todo tipo de exclusiones: por color de piel (racismo); por creencias religiosas y políticas; por nacionalidad (xenofobia); por elección de objeto sexual de deseo (homofobia, por ejemplo); por asuntos económicos; por especie (consideramos de menos a los animales no humanos y a las plantas); y por género. Y quedan faltando en este listado. De todas las exclusiones la más contraria al sentido común es esta última: considerar inferiores a las mujeres que a la par que los machos han recorrido juntos la deriva y la aventura de la existencia. Uno podría en principio tratar de entender las razones evolutivas y antropocéntricas por las cuales los animales humanos consideramos de otro costal a ballenas, colibríes, chimpancés y leones. Pero no es claro entender una concepción donde a las mujeres se les de un tratamiento de menosprecio.
El reconocimiento cuasi automático al menos a los de la misma especie es algo en lo cual los seres humanos todavía tenemos cuentas pendientes. Es extraño que nos cueste tanto reconocernos en nuestra condición de humanos, en nuestra especie compartida, e igual en nuestras semejanzas. Quizás de los asuntos más difíciles para los seres humanos es reconocer a los semejantes en cuanto tales. Un ejemplo histórico es ilustrador al respecto: cuando los navegantes, aventureros y descubridores europeos llegaron al continente americano (hace quinientos veinte y punta de años) dudaron mucho en reconocer a los nativos pobladores como seres humanos. Tuvieron que interceder directrices legales y religiosas que obligaran a los hombres europeos a reconocer que los habitantes de América eran también parte de la humanidad. A su vez los aborígenes tampoco reconocieron a los europeos como seres partícipes de la propia especie. Al respecto es muy diciente cómo el conquistador Hernán Cortés al percatarse de que los hombres originarios de
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*Historiador. Especialista en Educación. Magíster en Administración. Jefe del Departamento de Humanidades de la Universidad CES. Coordinador de la Maestría en Bioética de la Universidad CES.
la población azteca consideraban al caballo y al jinete europeos como una sola entidad, les prohibió a sus ejércitos apearse del cuadrúpedo en presencia de los indígenas; esto como factor de preponderancia militar.
Nada más distante a un ser humano como otro ser humano. Y no pareciéramos aprender. El pueblo judío asesinado, masacrado, mutilado, hostigado y vejado en la Segunda Guerra Mundial (para no mencionar hacia atrás la persecución constante a que ha sido sometido) no tiene escrúpulos a la hora de darle dosis parecidas al pueblo palestino, entre otros. E igual situación podríamos enunciar cambiando apenas los nombres de diferentes nacionalidades de la tierra.
“Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit” (“Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”) dijo el pensador latino Plauto y remachó el filósofo inglés Thomas Hobbes. Podríamos hacer una variación corta con matiz de género: “Lobo es el hombre para la mujer.” En efecto: pareciera que en todos los calendarios y espacios las mujeres tuviesen que ser consideradas como en condiciones deficitarias frente a los varones. Existe una especie de universal en las culturas, una impronta por la cual a las mujeres se les considera venidas a menos, de inferior condición, con espíritu servil, de rango pequeño. Y esto es igual en Dinamarca que en Cundinamarca.
En efecto: para probar que ocurre una sensación o sentimiento parecido hacia las mujeres voy a poner el siguiente ejemplo: suponga que esta noche regresan a casa una pareja de esposos en Copenhague. Ambos tienen un nivel educativo de doctorado, trabajan en dos empresas multinacionales diferentes y ganan el mismo alto salario. Pregunta: ¿quién de los dos servirá la cena, fregará los platos, cambiará el pañal del bebé, planchará la ropa del otro día y quizás barrerá o trapeará la sala del apartamento? Un lector bien listo podrá contestar que la empleada doméstica y no la esposa. Ahí está la respuesta: una empleada doméstica. No se dice que el esposo ni un empleado doméstico. O lo hace ella o su sustituta: la empleada: una mujer. Donde quiera que haya servidumbre casera en el mundo contemporáneo (para no hablar del pasado) tal labor recae sobre las mujeres. Esto ocurre en países con avances en democracia de género, como los escandinavos, pero que se comportan muy similar a como si estuvieran en el norte o en el sur de la capital del departamento de Cundinamarca.
Puede que en épocas anteriores al nacimiento de la agricultura, en el período que los antropólogos llaman de caza y recolección, fuesen necesarios los trabajos especializados por género. Quizás allá podría entenderse que las hembras humanas se ocuparan de las labores domésticas, de las huertas, de cuidar los niños, los enfermos y los viejos. Y que de ahí derivara la especialización femenina por una serie de trabajos que ellas han sabido históricamente hacer muy bien. ¿Pero ahora…? Los roles de género pudieron haber resultado eficientes en términos de supervivencia y economía en momentos anteriores… ¿pero tienen hoy razón de permanecer?
Por supuesto que no se trata de llegar al cinismo ciego de desconocer que la anatomía corporal de hombres y de mujeres es distinta. Y no se defenderá que los cien metros planos deban correrlos por igual en la misma competencia. Sabido es que los varones no se embarazan ni menstrúan ni tienen las caderas anchas de las mujeres. Pero de no negar las diferencias anatomo-fisiológicas a validar que por tener cuerpos distintos deban las mujeres ocuparse de lo hogareño y los hombres de lo público, ya media una gran diferencia. Algo pasa cuando en los 193 países miembros de la Organización de Naciones Unidas el porcentaje abrumador de hombres que los gobiernan no se condice con las mismas posiciones escasas ocupadas por mujeres: apenas un insignificante 12 por ciento. ¿Será que la sobre especialización históricamente ocurrida en lo doméstico es una traba para que las mujeres incursionen en lo público? ¿Será que hacer muy bien las labores en cierto nicho impide hacerlas igualmente bien en otro escenario? A su vez: ¿será que el eficiente cazador recolector, el hombre exitoso de la calle, no puede atender con idoneidad las labores hogareñas? ¿Será que el pasado castiga y los roles moldeados en los esfuerzos de la sobrevivencia humana en épocas anteriores es imposible sacudirlos?
El rol femenino hogareño (con la amplitud de tareas que en las casas suelen ejecutarse) es en sí mismo condición necesaria para la existencia de los roles exteriores, de los trabajos públicos y del afuera que realizan los hombres. Sabido es que el cazador recolector puede ir a hacer sus tareas siempre y cuando en el espacio de lo doméstico haya quien se responsabilice de todos los asuntos que allá deben realizarse. En sí mismo es un reduccionismo en contra de las mujeres suponer como monolíticos de una sola pieza la miscelánea de tareas que se ejecutan dentro de una casa. Sin el trabajo doméstico no podría existir el resto. Esto, tan universal y extendido, no es suficientemente claro.
Existe una cierta tendencia masiva a subvalorar y menospreciar el trabajo de las mujeres en las casas. Menospreciar es eso: darle menos precio. Tan poco precio que por regla general se trata de no remunerarlo, de no considerarlo objeto de salario, de no calificar para pensión de vejez. Apenas recientemente algunas progresistas legislaciones en pocos países del mundo están empezando a considerar lo que debería ser obvio: que es un trabajo a carta cabal, sin el cual se afectan distintos órdenes sociales si dejara de realizarse.
¡Pareciera de un feminismo recalcitrante lo que viene a continuación, pero no! Pero no está de más decir que si fuese al contrario y los varones fueran los que llevasen siglos realizando la mar de las veces el trabajo doméstico éste sería considerado una profesión noble y hasta liberal. Igual a lo que ocurre con la posición muy generalizada en contra del aborto. También se ha dicho que si el embarazo fueran los hombres quienes los llevasen en su panza, el aborto sería casi considerado un sacramento o una institución respetable y arraigada.
A veces pareciera ser ya una contra tendencia políticamente correcta ir lanza en ristre contra las bien intencionadas causas de lo femenino tildándolas con la mote descalificadora de asunto feminista. Como si en los reclamos de los grupos feministas no hubiese verdaderas llamadas de atención acerca de lo relegada que ha estado su condición en tantos terrenos de la cultura y la sociedad.
Es extraño que el trabajo doméstico de las mujeres en las casas sea productivamente invisible. Cuando sin la hechura de éste la producción oficial y hegemónicamente “verdadera” no podría darse. Cualquier científico, profesor universitario, inventor, cura, ingeniero o trabajador en la rama que sea, puede dedicarse a lo suyo si las sábanas de la cama están limpias tanto como los baños y la cocina; y si la mesa en las noches se encuentra servida y las camisas en las mañanas están a punto para ser usadas.
El generalizado calificativo de sexo débil para referirse a las mujeres tiene sus consecuencias. Las palabras pueden mentir pero siempre nombran e instauran efectos de nacimiento: efectos de realidad. Las palabras no se dicen al garete en el aire. El nombrar dice algo y al nombrar algo se quiere decir. No se dice sexo débil para referirse a los machos humanos, sí a las hembras. Considerar débil a la mitad de la población humana de entrada manifiesta un exabrupto. Y las consecuencias de esa consideración tienen lamentables efectos: el machismo extendido en buena parte del orbe bebe en esa fuente. Los efectos de la debilidad achacada injustamente sobre las mujeres no siempre son los mejores. De otro lado esa supuesta debilidad falta ser probada. ¿Debilidad frente a qué o comparada con quién?
Deducir, suponer, imponer y conceptualizar una debilidad a partir de diferencias anatómicas, con base en el dimorfismo sexual[1], tiene mucho o casi todo de inconsistente. Al igual que asignar roles o infundir ciertas especialidades laborales de acuerdo a los cuerpos, acusa un pensamiento reducido y mecanicista. Cuerpos evolutiva y naturalmente distintos no significan cultural y socialmente fragmentados y excluidos.
Dice mucho de lo desequilibradas y tensas que están las relaciones entre hombres y mujeres el que en muchos lugares cada vez se imponga más la segregación de medios de transporte exclusivos para ellas con el fin de protegerlas de violencias sofisticadas o primarias: taxis, buses y vagones de metro de color rosa de uso exclusivo para la mitad de los seres que constituyen la especie humana no es un avance civilista sino la confirmación de una derrota: es legalizar y admitir la incapacidad que tenemos para relacionarnos con las mujeres desde un lugar que no sea el del macho agresor.
Señal de involución ética sería tener que pensar en un mañana en bares y restaurantes exclusivos para mujeres, aviones, aceras, calles y parques para ellas. Para poder defenderlas de la agresividad y violencia con que no pocas veces suelen tratarlas los varones que se consideran superiores. Lo cual genera reminiscencias al racismo cerrero de los Estados Unidos de mitad del siglo XX cuando no podían entrar a los mismos bares ni autobuses hombres de piel blanca y hombres de piel negra. Es urgente una ley de cuotas[2] en el ámbito de la especie humana mediante el cual se entienda que las mujeres son aproximadamente el 50% de toda la población existente y que al menos por esta contundencia numérica (ya que no por razones legales, éticas o filosóficas) ellas deberían ser tenidas en cuenta con los mismos derechos, reconocimientos y consideraciones con que cuenta la otra mitad. Es urgente incluir a las mujeres en el ámbito de la especie humana.
Ni siquiera en materia tan piadosa y llena de bondad, como las religiones supuestamente, la mujer sale bien librada. Existe al menos una milenaria y multitudinaria iglesia bien conocida que al sol de hoy no acepta mujeres como sacerdotes. Y no existe una diosa tan potente y renombrada como su contraparte masculino. También en asuntos de religiosidad y de fe, el machismo es imperante.
En suma: el machismo campea por todos lados. Esto es así en el siglo XXI. Debería producirnos vergüenza. Pero no: no la produce. Hemos naturalizado esta situación.


[1] El dimorfismo sexual puede definirse como las variaciones en la fisonomía externa (tamaño, forma y hasta coloración) entre machos y hembras de una misma especie.
[2] Como Ley de cuotas se conoce en Colombia a la ley 581 de 2000 por medio de la cual se dispone que el 30 por ciento de los altos cargos públicos deben ser ejercidos por mujeres. Dicha ley reglamenta la participación de la mujer en los niveles de decisión de las diferentes ramas del poder público en los niveles nacional, departamental y municipal. El incumplimiento de tal ley constituye causal de mala conducta sancionada hasta con 30 días de suspensión en el ejercicio del cargo y destitución en caso de persistencia. El acceso a los cargos se hace por medio de ternas en las cuales, como mínimo, debe haber una mujer.



EL PRESENTE TEXTO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD CES EN DICIEMBRE DE 2015. Y PUEDE LEERSE TAMBIÉN EN: http://revistas.ces.edu.co/index.php/derecho/issue/archive


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