martes, 9 de octubre de 2012

LA CASA DE RESFA No 2: Poemas de la vida, Carlos Mario Garcés Toro...

LA CASA DE RESFA
 
Poemas de la vida

 

 
MERY LA PROVINCIANA

 

 
Todo se nubló desde la tarde aquella en el trapiche,

cuando mi padre me tomó a la fuerza

y me arrojó al suelo, entrando con violencia en mi identidad.

La sangre corría a borbotones por mi centro,

como a borbotones bullía la miel en la paila.

Aquello se volvió una costumbre.

No sé si mi madrastra lo supo.

Cansada, huí con el Raúl a la ciudad,

quien después me dejaría abandonada.

Rodé de cantina en cantina,

hasta llegar a la casa de doña Resfa.

Tenía dieciséis años.

Dicen que era agraciada,

mediana de estatura,

delgada y de piel clara.

Mis dientes eran parejos y blancos, y brillaban a la luz de la luna.

Las noches las comparaba con el trapiche de la finca,

donde la caña a exprimir y a beber éramos yo y las muchachas.

No sé por qué, al poco tiempo,

me enamoré del nieto mayor de la patrona.

Una noche de copas, a hurtadillas, me acerqué a su cabeza dormida.

Le besé en la boca.

Su boca era como la boca que tuve

antes de la tarde aquella en que mi padre, en el trapiche...

Él tenía trece años.

Era esquivo como un tiernerito.

Cuando lo acariciaba en la cara, en el pecho y en su centro,

temblaba como un niño perdido en el sueño.

No hicimos el amor. Sólo nos acariciábamos

furtivamente a escondidas de la casa.

Después sobrevino la trifulca con unos clientes en el salón,

quebrazón de botellas y heridos.

Con el rostro cortado debí marcharme de la casa.

En lo sucesivo me perdí en el laberinto de la ciudad,

de donde años más tarde me sacaron muerta

y me llevaron a enterrar a mi pueblo.

Lo único limpio que tuve fue aquel beso.

 


 

JANETH LA LOCA
 
 
Lo último que recuerdo es que el tipo me golpeaba con brutalidad,
y yo sentía cierto placer, pero al mismo tiempo rabia.
La esfera multicolor de la lámpara despedía intermitente sus rayos,
que parecían repetir el eco de las sombras en las paredes,
y mi cabeza giraba en un torbellino de rencor y cansancio.
Los gritos se confundían en la habitación,
mis manos y mi rostro se llenaron de sangre,
las sábanas y la almohada se llenaron de sangre,
y en el rincón las rojas huellas de mis dedos en el muro.
La navaja como espuela de gallo se ensañó en su cuerpo.
Dicen que fueron más de setenta puñaladas.
Buscaba en su sangre, en el florero de su vida,
encontrar una flor blanca no marchita,
pero sólo encontré la misma flor nefanda.
Por eso me trajeron a este lugar demencial
donde vivo encerrada en mi pesadilla.
Me veo caminando por una larga galería de alta techumbre,
que me deja sin aliento.
Hasta mí llega una enorme puerta infranqueable,
con un broquel de bronce desde donde mira un deforme animal.
Abro la puerta. Del otro lado me encuentro
con un largo desierto que cubre toda mi mirada.
El viento golpea mi rostro con manotadas de arena.
En un montículo, medio enterrada, veo la calavera impasible de una vaca,
detrás de la cual surge la niña que fui, con su muñeca de trapo,
llevada de la mano por una anciana de blanca vestidura.
La anciana desaparece borrada por la arena,
la niña se me acerca y en el recuerdo brumoso
volvemos a cantarle a nuestra muñeca de trapo
la canción del reencuentro:
 
Fray Santiago, fray Santiago,
duerme usted, duerme usted,
suenan las campanas, suenan las campanas,
din don dan... din don dan...din don dan...

 


 

DIANA LA DEL PUBIS RUBIO

 

Ella llegó a la casa.

Venía recomendada por una familiar del campo

para residir por un tiempo entre nosotros,

mientras se organizaba en un trabajo de oficina que le habían ofrecido.

Por eso le alquilaron el cuarto pequeño con vista al patio,

junto a los otros cuartos que quedaban separados de la casa.

Desde un comienzo me pareció una muchacha normal,

hasta la noche en que descubrí que era bella.

De ahí en adelante todo cambió.

 

Cuando me quedaba solo en la casa

buscaba en la bolsa de su ropa

los siete calzoncitos de colores.

El que menos usaba era el blanco.

Lo sabía porque era el que menos aparecía

colgado en el tendedero del baño.

Los estrechaba contra mi cara, contra mi pecho, contra mi ingle,

en ellos me vaciaba y me quedaba con mi calor pegajoso

en la urdimbre de hilo.

 

Una tarde regresó a casa más temprano que de costumbre.

Entró al baño y abrió la llave.

Me apresuré a mirarla por un pequeño orificio

que yo mismo había practicado con mi navaja.

La vi pasar el fragante pomo acariciando los pezones

y el pubis rubio y todo el cuerpo,

y adornarse con diminuto encaje y seda transparente.

 

Esa tarde salió.

Al regresar por la noche,

la vi bajarse de un auto azul

desde el cual un hombre mayor

la despedía a besos.

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