LA CASA DE RESFA
Poemas de la vida
MARTA CACHACA
Nací en Planeta Rica, un pueblo sabanero de la Costa.
Cuando empezaron las habladurías dejé al niño con mi
madre,
y me vine a esta ciudad,
donde terminé viviendo en la casa de doña Resfa.
Nadie supo jamás mi verdadero nombre.
Me hice llamar Marta, pero después le agregaron Cachaca,
por mi elegancia y porque caminaba como una ola
invadiendo la sala.
Cuando quedaba embarazada le enviaba los críos a mi
madre.
Sólo después de que nació Daniel
le pagaba a Nena la ropavejera para que me los
cuidara.
Trabajé más de cuarenta años en la casa,
y al final terminé sirviendo las mesas sin descuidar
mi maquillaje,
por lo cual me gané el apodo cariñoso de payasita.
Cada fin de año se escucha en la radio una canción de
música parrandera,
en la que el compositor dice que no hubo ningún coño
en la cama
como el de Marta Cachaca.
Tres de mis hijos que viven en New York
compraron para mí esta casa,
donde vivo con una muchacha de servicio.
No sé si me estaré volviendo loca de amor,
porque cada noche
alguno de los muchos hombres con quienes me acosté en la
vida
se me presenta desnudo en la penumbra
y vuelve a hacerme el amor.
IRENE COSITO FEO
No tuve gracia física,
pero en la cama mi arte se inspiraba.
Ni las más bellas de la casa
tenían tres o cuatro hombres esperándolas en la sala.
Mi secreto era natural y sencillo:
una vez con ellos adentro,
mi coño apretaba y les succionaba hasta el alma,
para hacerles olvidar por un instante
las miserias de este mundo.
LA COSTEÑA
Nunca me gustó acostarme
con niños ni con muchachos.
Siempre preferí los hombres de temperamento fuerte,
como yo.
Por eso, de entre casa,
sólo me acostaba con Humberto, el hijo mayor de la
dueña.
Con él donde quisiera, como quisiera y a la hora que
quisiera.
Era inteligente, gracioso, y tenía una espléndida sonrisa.
Cuando nos dieron la noticia de que lo habían matado,
sólo tenía treinta y tres años,
en el bar La Payanca,
sus mujeres lo lloramos en nueve lugares de la noche,
escondiendo la cara entre las manos.
EL CUARTO HIJO DE DOÑA RESFA
John Jairo
contaba sólo dieciocho años
cuando su cuerpo comenzó a hincharse por algún mal
desconocido.
Creíamos que engordaba por goloso,
no que estuviese enfermo.
Más tarde supimos lo de los riñones.
Para distraernos por momentos
nos íbamos al cine Olympia,
que quedaba frente a la casa con sus luminosos avisos
de neón,
donde aprendimos más que en la escuela sobre amores y
odios.
Cuando murió lo llevamos al cerro donde jugábamos de
niños,
convertido en un parque cementerio
que sepultó nuestros recuerdos de infancia.
Supimos que había muerto sin conocer mujer.
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