El Espectador. Enero 25 de 2014.
Esta nave espacial, el planeta, siempre estuvo expuesta al peligro de un cataclismo cósmico, pero ahora ese accidente podría ocurrir como consecuencia de nuestra presencia y de nuestro saber.
Es preciso formular una inquietud abierta al debate: en un mundo al que no gobiernan la prudencia ni la moderación sino la arrogancia y la codicia, ¿no podría resultar más peligroso nuestro saber que nuestra ignorancia?
Nuestro saber se va haciendo más grande que nosotros, y también en eso se distingue de la ignorancia: ésta suele limitar de una manera patética nuestra capacidad de sobrevivir, pero también nuestra capacidad de destruir. Las hordas de Gengis Kahn por el Asia produjeron una gran destrucción, pero era una destrucción proporcional al tamaño de sus ejércitos. Ahora una sola bomba puede matar más personas que todos los ejércitos de Gengis Kahn.
Si algo les dio trascendencia a las guerras del siglo XX fue la capacidad de destrucción que en ellas llegó a tener no sólo cada ejército sino cada soldado. Borges prefería los combates ingenuos de los cuchilleros del suburbio, donde un compadrito sólo era capaz de matar a otro compadrito, porque corría los mismos riesgos y porque estaban en juego el honor y la destreza. Nunca negó que aquello fuera barbarie, pero respetaba el pequeño código de honor que presidía esos duelos rudimentarios, y dijo con ironía hablando de un malevo: No era un científico de esos/ que usan arma de gatillo.
Nuestro conocimiento puede magnificar hasta lo aterrador esa capacidad destructiva, y quienes creen en el progreso inexorable, quienes creen que toda novedad comporta un progreso, deberían admitir que están llamando progreso no sólo a todo lo benéfico que logra nuestro saber, sino también al incremento de la capacidad destructiva de la especie.
No podemos llamar progreso lo mismo a la proliferación de inventos que hacen la vida más confortable (no todos lo logran: algunos son apenas señuelos comerciales) que a los agroquímicos que a la vez fertilizan y contaminan, a los pesticidas que para combatir un cultivo ilícito destruyen toda la vida silvestre alrededor, o a la producción de armas que hacen más abrumador el exterminio.
Si hoy participan más niños que antes en las guerras del mundo es porque antes, cuando sólo se medían las fuerzas físicas, un niño no era un guerrero eficaz: ahora hasta un niño puede manipular armas muy destructivas. Sé que es preocupante decirlo, pero más preocupante es callarlo.
El tema es que muchos logros físicos y técnicos no comportan un progreso moral: a menudo representan moralmente un retroceso. La discusión es compleja y los meros adoradores de la actualidad deberían optar por una mirada más prudente, porque no se trata de oponer la calculadora a las viejas tablas de multiplicar, o el procesador de palabras a la vieja pluma de ganso, sino de admitir que así como abundan los ejemplos de conquistas que nos llenan de gratitud, esta época es profusa en conquistas que nos llenan de incertidumbre e incluso de angustia.
La discusión no gira sobre el mejoramiento posible de los instrumentos que utiliza nuestra especie, sino sobre la perfectibilidad moral de los seres humanos; sobre si somos capaces de derrotar, o al menos de controlar en nosotros mismos, el mal, la crueldad, la capacidad aniquiladora, la agresividad y la tendencia autodestructiva.
Hay quienes piensan que se acusa a la industria de cosas de las que no es responsable la industria, sino la gente que la tiene en sus manos; que se acusa a la ciencia de cosas de las que no son responsables los científicos, sino los empresarios o los políticos que utilizan sus conocimientos; que se acusa a la técnica de cosas de las que no es responsable la técnica, sino los poderes que no la utilizan para beneficio de la especie.
Pero cada vez es más difícil separar a la industria de quienes la manejan, a la ciencia de quienes la hacen y la utilizan, a la técnica de quienes taladran el mundo con ella. Porque si bien la ciencia en otro tiempo pudo hacerse en el pequeño gabinete de Galileo, en el jardín de Newton o en el cerebro de Einstein, de una manera creciente está en manos de grandes poderes económicos que no suelen caracterizarse por su generosidad. Y los científicos no son sólo talentos notables en sus respectivos campos sino con frecuencia empleados tan dóciles como cualquier otro, defensores interesados de los poderes que los contratan, y la ciencia ficción se ha atrevido a mostrarlos incluso como esclavos de las corporaciones para las que trabajan.
A medida que aumenta el saber, aumenta el poder de quienes lo administran. El saber y el poderío técnico no están en manos de la humanidad, sino de unos sectores de la humanidad.
Eso es la realidad, dirán algunos, ¿de qué sirve quejarse de lo que no se puede remediar? Pero si yo veo un monstruo en acción, aunque vaya a destruirme, tengo al menos el derecho a decir que me parece un monstruo. Y hay una diferencia moral entre ser destruido de pie y ser destruido de rodillas.
El progreso es posible, pero tal vez no consista en tener cada vez cosas más sofisticadas y costosas, juguetes para el ocio y máquinas que amenacen nuestra libertad, sino en que la humanidad pueda tener un poco más de conciencia, de responsabilidad. Más irónico, Franz Kafka escribió en sus diarios: “Creer en el progreso no significa creer que haya habido ya un progreso, eso no sería una fe”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario