miércoles, 8 de enero de 2014

La casa de Resfa_

Doña Resfa
Pasé por el mismo camino
por donde tuvieron que pasar
las muchachas del negocio,
hasta que llegué a Bandera Roja,
la cantina de Manuel Villa en Envigado,
quien no tardó en hacerme su mujer,
y me enseñó los secretos del negocio.
Cuando nos separamos,
él mismo me prestó el dinero y las mujeres,
y monté el negocio en el centro.
Después nos pasamos al callejón de Inextra,
a los pies de El Poblado (el barrio de los ricos),
aunque debo anotar que la famosa casa de
Marta Pintuco
primero fue mía.
Alicia y Rocío,
mis hijas mellizas,
me remplazaron años después.
Poco antes de morir supe
que habían escrito sobre mi vida
en una Historia de la prostitución en Antioquia.
Pero no tuvieron la agudeza de escribir
que esta ciudad me debe más que a cualquier
político mojigato,
cuya estatua cagan las palomas
en algún rincón de Medellín.
Porque si los artistas venden emociones abstractas,
las prostitutas brindan fantasías
que alegran el desolado corazón de los hombres.
Por eso reclamo para mi tumba de rosado mármol
el epitafio digno de una célebre meretriz:
Verdadera madre, amiga, confidente,
refugio de pecadores.
 



Ilustración Elizabeth Builes
Elizabeth Builes
 

El gato
Miau, miau…
Era el gato manchado de la casa
que abultaba y escurría su lomo elástico
por entre las columnas, sillas y mesas de la sala,
desde donde miraba, con sus ojos salpicados
de destellos de oro.
Las muchachas le acariciaban el pelo
hasta dormirse perezoso entre sus piernas;
otras veces jugaban dando vueltas por la alfombra roja
donde uñas y ojos de gato y de mujer se confundían
con un mismo destello en la sombra.
Parecía conocer todos los secretos de la casa,
porque todo lo miraba desde su rincón:
ver mamar a la Boquechupo,
metérselo a Adelfa por el culo,
mamarle la cuca a Elvia,
follar encerrados en el baño.
Él parecía saberlo todo, y como si no le importara,
a veces pasaba aburrido y de largo.
Una madrugada de octubre, en actitud hierática,
como deidad egipcia en la mesa de centro,
junto al jarrón de cristal negro con verdes pinceladas,
el gato repasaba la eternidad



Ilustración Mónica Betancourt
Mónica Betancourt



Amador
Muchas rameras me recordarán por mis maniobras
y peticiones en la cama.
Me gustaba darles el beso negro y excitarlas
con mi lengua;
me gustaba que al momento de follarlas me metieran
y sacaran con fuerza
un dedo por el culo.
Yo, que era un cliente de élite en la lista del negocio,
me quedaba hasta tres y cuatro días encerrado en la casa,
fumando base y soplando coca.
En medio de estos trances me cagaba
en los rincones y detrás de las cortinas,
donde algunas de las muchachas desnudas
y borrachas me encontraban
y corrían tras de mí gritándome cochino, cochino.
Eso me deleitaba, me causaba placer.
Parecía recordarme la casa grande de la infancia,
con su alta puerta de roble
mirando hacia el jardín de las hortensias y astromelias,
donde se conservaba la serenidad y la belleza
que solo invadía mi madre
al perseguirme con sus gritos estentóreos.
Yo, que tuve haciendas y peones,
que fui dueño de retroexcavadoras y máquinas pesadas
que taladraban el asfalto y levantaban altas torres
en esta ciudad,
un importante hombre de la construcción.

Ilustración Santiago Rodas
Santiago Rodas


Mónica la bella
Tuve la fuerza de la belleza que poco a poco fueron limando
el bar y las horas de trabajo.
Por mi atractiva figura pude elegir con quiénes iba a la cama.
Pero Fabio fue mi único amor.
Lo mataron con otros la noche que robaban en
el almacén eléctrico de Carabobo con Juanambú.
Durante largo tiempo me pareció verlo que llegaba en la noche,
vestido con su pantalón blanco (que tanto me gustaba),
su barba bien afeitada,
y entraba a la sala donde las muchachas esperábamos.
Ahora que estoy vieja y sola
(hijos no tuve),
acostumbro entrar en la tienda de licores
que queda detrás de la iglesia de La Veracruz,
donde las coquetas intentan atraer a los transeúntes
con sus caderas pálidas y sus ojeras de caballo.
Dibujo frente al espejo con el lápiz la raya de mis cejas
y salgo a la calle. La misma calle Boyacá
donde ya nadie me recuerda.
Tres cuadras abajo
hace más de cuarenta años yo era la reina.
Los amigos con los que me gustaría hablar ya están muertos

Ilustración Alejandra Congote
Alejandra Congote


Margarita, la mujer de Willian el mellizo
En el pueblo fui rebelde. Fumaba marihuana.
Cuando llegué a la casa,
desde un comienzo Willian
(el mellizo, el tercer hijo de doña Resfa),
me gustó por guapo y entrón pa lo que fuera.
¿Quién dijo que dos ladrones viciosos de yerba
no podían amarse?
Eso hacíamos él y yo:
amarnos y robarles a los clientes,
a las muchachas y a la "caja verde" de doña Resfa,
y desaparecer después por algún tiempo.
Pero como la dicha no es para siempre,
todo acabó el día en que por celos
me arrojó al suelo y me golpeó,
dejándome de cama.
Ofendida desaparecí de la casa
sin decir nada a nadie,
y me fui a una pensión del centro
de donde salía por las noches a conseguir.
Willian siempre creyó
que había regresado a mi pueblo, pero qué va,
yo llamaba furtivamente y preguntaba por él,
sin que me lo pasaran.
Cuando me enteré con rabia y putería
de que lo habían matado,
caminé detrás del cortejo fúnebre,
llorando desconsolada por el que fue mi único amor.


Ilustración Silvana Giraldo
Silvana Giraldo

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