jueves, 19 de diciembre de 2013

El Gaviero Periódico Literario_ Editorial Edición Nro. 4_2012


Dostoievski, Baudelaire, y posterior a ellos Marshall Berman, analizaron el advenimiento de la humanidad con su proyecto histórico, social e individual llamado la Modernidad (sólo un siglo y medio después aparecería la Globalización, su hija bastarda) en donde todas las fuerzas de producción y de manifestación humanas, desde todos los frentes, internos y externos, se unirían para buscar el desarrollo equilibrado del hombre.


Tanto Modernidad como Globalización tienen su antecedente en los diversos sistemas y modelos que tienen como finalidad formar un determinado individuo: de allí que en Esparta se buscaba la formación de un hombre militar y de guerra, en Atenas la de un hombre de ciencia y filósofo, en la Edad Media la de un hombre escolástico y religioso, en el Renacimiento la de un hombre integral y antropocentrista, y ahora, la de un hombre ruidoso y vacío, donde se jactan de la vulgaridad, y se privilegia la ignorancia como virtud.


Estos sistemas y modelos filiales, dejaron a medias y al garete esa liberación que preconizaron especialmente Dostoievski y Baudelaire, ya que se concentraron sólo en la exterioridad, dejando al hombre abandonado y distante de sí mismo, convertido no en un sujeto, sino en un objeto mecánico, trivial y deshumanizado, que se enmarca dentro del hastío, el descontento, el desamparo, y una amargura terrible y profunda, que se derivan de los diversos componentes y acciones de la Modernidad, como son El Imperio de lo Efímero, La Era del Vacío, La Sociedad del Espectáculo, entre otros.


Ahora bien, otros más ortodoxos, y desde otra variable, manifiestan que estos sistemas y modelos han traído la debacle y por lo tanto debe volverse al nacionalismo y a las diversas manifestaciones de regionalismo rampante. Nada más alejado de la coherencia y el desarrollo mismo, tanto desde lo individual como desde lo colectivo.


Es una injuria creer en el nacionalismo que produjo los horrores de las dos guerras mundiales, ha propiciado las condiciones de desprecio y sectarismo hacia todo aquello que sea extranjero. Del regionalismo que ha cimentado las condiciones de rechazo y antipatía entre los ciudadanos de un mismo país, todo ello bajo la levadura del fanatismo.


El hombre no tiene patria, la patria del hombre es la tierra, escribió Séneca. Esta tierra que es como un barco donde todos vamos como pasajeros -esperando la hora en que seamos amortajados y arrojados por la borda-, buscándole explicación a este inmenso océano de aguas de coloración diversa, mansa y embravecida que es la existencia.



De allí que el poeta y el artista aislado por el escobazo de esa misma masa que lo repudia y lo tira a la calle y al olvido, no puede cejar de llamar al hombre con su canto, sus sonidos y colores no para que persista en lo que prefiguran la Modernidad y su hija bastarda la Globalización (y de persistir que no deje de lado la interioridad humana), o retorne al nacionalismo y al regionalismo de levadura fecundante, de fanatismos y atrocidades que deshumanizan, sino para que vuelva a lo más preciado y profundo: su búsqueda interior.

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