Dostoievski,
Baudelaire, y posterior a ellos Marshall Berman, analizaron el advenimiento de
la humanidad con su proyecto histórico, social e individual llamado la
Modernidad (sólo un siglo y medio después aparecería la Globalización, su hija
bastarda) en donde todas las fuerzas de producción y de manifestación humanas, desde
todos los frentes, internos y externos, se unirían para buscar el desarrollo
equilibrado del hombre.
Tanto
Modernidad como Globalización tienen su antecedente en los diversos sistemas y
modelos que tienen como finalidad formar un determinado individuo: de allí que
en Esparta se buscaba la formación de un hombre militar y de guerra, en Atenas
la de un hombre de ciencia y filósofo, en la Edad Media la de un hombre escolástico
y religioso, en el Renacimiento la de un hombre integral y antropocentrista, y
ahora, la de un hombre ruidoso y vacío, donde se jactan de la vulgaridad, y se
privilegia la ignorancia como virtud.
Estos
sistemas y modelos filiales, dejaron a medias y al garete esa liberación que
preconizaron especialmente Dostoievski y Baudelaire, ya que se concentraron
sólo en la exterioridad, dejando al hombre abandonado y distante de sí mismo,
convertido no en un sujeto, sino en un objeto mecánico, trivial y
deshumanizado, que se enmarca dentro del hastío, el descontento, el desamparo,
y una amargura terrible y profunda, que se derivan de los diversos componentes
y acciones de la Modernidad, como son El Imperio de lo Efímero, La Era del
Vacío, La Sociedad del Espectáculo, entre otros.
Ahora
bien, otros más ortodoxos, y desde otra variable, manifiestan que estos
sistemas y modelos han traído la debacle y por lo tanto debe volverse al
nacionalismo y a las diversas manifestaciones de regionalismo rampante. Nada
más alejado de la coherencia y el desarrollo mismo, tanto desde lo individual
como desde lo colectivo.
Es
una injuria creer en el nacionalismo que produjo los horrores de las dos
guerras mundiales, ha propiciado las condiciones de desprecio y sectarismo
hacia todo aquello que sea extranjero. Del regionalismo que ha cimentado las
condiciones de rechazo y antipatía entre los ciudadanos de un mismo país, todo
ello bajo la levadura del fanatismo.
El
hombre no tiene patria, la patria del hombre es la tierra, escribió Séneca.
Esta tierra que es como un barco donde todos vamos como pasajeros -esperando la
hora en que seamos amortajados y arrojados por la borda-, buscándole explicación
a este inmenso océano de aguas de coloración diversa, mansa y embravecida que
es la existencia.
De
allí que el poeta y el artista aislado por el escobazo de esa misma masa que lo
repudia y lo tira a la calle y al olvido, no puede cejar de llamar al hombre
con su canto, sus sonidos y colores no para que persista en lo que prefiguran
la Modernidad y su hija bastarda la Globalización (y de persistir que no deje
de lado la interioridad humana), o retorne al nacionalismo y al regionalismo de
levadura fecundante, de fanatismos y atrocidades que deshumanizan, sino para
que vuelva a lo más preciado y profundo: su búsqueda interior.
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