martes, 16 de julio de 2024

El centenario de La vorágine...

 

El centenario de La vorágine

Wber Rúa

¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar?

(Palabras del anciano Clemente Silva).

Mucha tinta ha corrido por motivo del centenario de la novela La vorágine, de José Eustasio Rivera. Mi acercamiento a la obra no pretende conocimientos exhaustivos, pero quiero mencionar algunos apartes desde lo estético literario. Son solo comentarios sueltos, sin ínfulas de erudición. La obra está dividida en tres secciones. Cada inicio de sección es una oda al tema que se desarrolla en sus líneas.

La primera parte comienza con lo que yo considero uno de los mejores inicios de la literatura universal. Es una exaltación a la violencia, al amor trágico y a la mujer. Leamos las propias palabras del autor:

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.

Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. «Yo moriré sola —decía—: mi desgracia se opone a tu porvenir».

Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».

¡Y huimos!

Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Y complementa esta declaración, de un hombre que no pudo encontrar el amor romántico, con las palabras que dice cuando Arturo Coba se encuentra con la madona Zoraida Ayram: Quizás, como yo, del amor humano solo conocería la pasión sexual, que no deja lágrimas, sino tedio. «La madona Zoraida Ayram», nombre con una gran intertextualidad: Santa Zoraida (que significa cautivadora) fue una virgen mora convertida al cristianismo y martirizada. Nombre que, también, menciona Miguel de Cervantes Saavedra en su Quijote. «La madona» significa «la virgen», en italiano, y «Ayram» es un anagrama de «Marya».

Alicia es, lo más probable, una alusión a Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Es la mujer que, inicialmente, lleva a Arturo Coba a huir de Bogotá, en busca de un mejor futuro, para los Llanos orientales. ¡Y huimos! Huyeron de la cárcel, del escarnio social, de la afrenta familiar, pero se encontraron con un presente aun más cruel e inhumano.

Se puede intuir que Arturo Coba es el alter ego del autor de la obra. Mi psiquis de poeta, que traduce el idioma de los sonidos, entendió lo que aquella música les iba diciendo a los circunstantes.

Clarita, la anciana prostituta venezolana, le expresa su admiración: «Antier, cuando yegaste a caballo, con la escopeta al arzón, atropeyando la gente, caída la gorra sobre la nuca, te me pareciste a mi hombre. Luego simpaticé contigo desde que supe que eres poeta».

Al encontrarse cara a cara con la selva, Coba se expresa de la siguiente manera: Por primera vez, en todo su horror, se ensanchó ante mí la selva inhumana. Árboles deformes sufren el cautiverio de las enredaderas advenedizas, que a grandes trechos los ayuntan con las palmeras y se descuelgan en curva elástica, semejantes a redes mal extendidas, que a fuerza de almacenar en años enteros hojarascas, chamizas, frutas, se desfondan como un saco de podredumbre, vaciando en la yerba reptiles ciegos, salamandras mohosas, arañas peludas. Al verse inmerso en semejante cárcel insalvable solo atina a exclamar: ¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!

Es el anciano Clemente Silva, el rumbero (que abre rumbos en medio de la manigua) abandonado en el selva, enfermo y lleno de sentimientos de venganza, el que nos narra los horrores de la selva y la maldad de los gamonales caucheros.

La segunda parte de la obra inicia con una oda a la selva, en la voz del Anciano Clemente Silva: ¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que solo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? ¿Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma, adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpuraba las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y solo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!

Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu solo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.

Déjame huir, oh, selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vida no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza diosa implacable que solo sonríe sobre las tumbas!

La tercera parte comienza con una oda al desagradecido oficio del cauchero. El anciano Clemente Silva, al que se le ve un gran dote de elocuencia y diestro narrador, dice, con voz de clamor y de reproche: ¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.

A mil leguas del hogar donde nací maldije los recuerdos porque todos son tristes: el de los padres, que envejecieron en la pobreza, esperando apoyo del hijo ausente; el de las hermanas, de belleza núbil, que sonríen a las decepciones, sin que la fortuna mude el ceño, sin que el hermano les lleve el oro restaurador.

A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo sentí deseo de descargarla contra mi propia mano, que tocó las monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no redime, y ha vacilado en libertarme de la vida. Y pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor.

¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza; nuestro tirano, la aspiración! Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Solo fuimos los héroes de lo mediocre!

El que logró entrever la vida feliz, no ha tenido con qué comprarla; el que buscó la novia, halló el desdén; el que soñó con la esposa, encontró la querida; el que intentó elevarse, cayó vencido ante los magnates indiferentes, tan impasibles como estos árboles que nos miran languidecer de fiebres y de hambre entre sanguijuelas y hormigas.

Quise hacerle descuentos a la ilusión, pero incógnita fuerza disparóme más allá de la realidad. Pasé por encima de la ventura, como flecha que yerra su blanco, sin poder corregir el fatal impulso y sin otro destino que caer. ¡Y a esto lo llamaban mi porvenir!

¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar? Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerme para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al anochecer.

Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión: ignoráis la tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por fosos ríos inmensos. ¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol que ilumina la playa opuesta, adonde nunca lograremos ir! ¡La cadena que muerde vuestros tobillos es más piadosa que las sanguijuelas de estos pantanos!; el carcelero que os atormenta no es tan adusto como estos árboles, que nos vigilan sin hablar!

Tengo trescientos troncos en mis estradas y en martirizarlos gasto nueve días. Les he limpiado los bejuqueros y hacia cada uno desbrocé un camino. Al recorrer la taimada tropa de vegetales para derribar a los que no lloran, suelo sorprender a los castradores robándose la goma ajena. Reñimos a mordiscos y a machetazos, y la leche disputada se salpica de gotas enrojecidas. ¿Mas qué importa que nuestras venas aumenten la savia del vegetal?

¡El capataz exige diez litros diarios y el foete es usurero que nunca perdona!

¿Y qué mucho que mi vecino, el que trabaja en la vega próxima, muera de fiebre? Ya lo veo tendido en las hojarascas, sacudiéndose los moscones, que no lo dejan agonizar. Mañana tendré que irme de estos lugares, derrotado por la hediondez; pero le robaré la goma que haya extraído y mi trabajo será menor. Otro tanto harán conmigo cuando muera. ¡Yo, que no he robado para mis padres, robaré cuanto pueda para mis verdugos!

Mientras ciño al tronco goteante el tallo acanalado de carana, para que corra hacia la tazuela su llanto trágico, la nube de mosquitos que lo defiende chupa mi sangre y el vaho de los bosques me nubla los ojos. ¡Así el árbol y yo, con tormento vario, somos lacrimatorios ante la muerte y nos combatiremos hasta sucumbir!

Mas yo no compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me inspire afecto. ¿Por qué no ruge toda la selva y nos aplasta como a reptiles para castigar la explotación vil? ¡Aquí no siento tristeza, sino desesperación! ¡Quisiera tener con quien conspirar! ¡Quisiera librar la batalla de las especies, morir en los cataclismos, ver invertidas las fuerzas cósmicas! ¡Si Satán dirigiera esta rebelión!...

¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo contra los hombres!

La vorágine termina, como toda buena obra trágica, con la muerte del héroe. Una metáfora de la vida que, aunque luchemos y pongamos todo nuestro empeño por alcanzar los más nobles sueños y metas, termina engulléndonos sin ninguna conmiseración. Arturo Coba, Alicia, la niña Griselda, Franco y otros amigos terminan perdidos en la selva, mientras tratan de encontrar la anhelada libertad. Y así, como en la condena de la vida nadie sale vivo, igual les sucede a los personajes de la obra: Y por este proceso —¡oh, selva!— hemos pasado todos los que caemos en tu vorágine.

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