Óscar Darío Ruiz Henao
De Gallinazos y reyes
Del libro en edición A la intemperie
Crecí en un barrio cerca al cementerio
Campos de Paz. De este lugar extraordinario tengo varios recuerdos: voy
corriendo con alguno de mis hermanos mayores detrás de un globo, de pronto ya
estamos sobre una tumba y yo me siento algo incómodo, quizás hemos perturbado a
los muertos. También me veo con mis amigos en los carros de rodillos que en la
noche llegábamos casi hasta la entrada del cementerio, ya que allí comenzaba la
bajada, para tirarnos arrumados en nuestros improvisados vehículos. De vez en
cuando uno miraba hacia la oscuridad del cementerio con cierta aprensión,
aunque estábamos todos juntos y yo me sentía protegido de… los muertos. Con
bastante intensidad recuerdo una mañana que llegaron con el relato de que una
tumba había sido profanada en el cementerio, que era de un pecador, un hombre
malo y que lo que vino por ese hombre malo se lo llevó para los infiernos,
decía mi abuela enfática. No sé quién vio el suceso sobre natural, pero decían
que dos gallinazos de ojos encendidos custodiaban, a lado y lado, la tumba
mientras lo que vino alzaba hasta con el ataúd.
A otra persona le escuché decir que este
pajarraco podía vengarse si era ofendido por un humano a quien, desde las
alturas, le arrojaba una pesada tabla. Crecí con cierta distancia y
desconfianza de los gallinazos.
Ya convertido en pajarero, supe de dos de
los familiares del gallinazo común, Coragyps atratus, y escuché hablar
del rey de los gallinazos, Sarcoramphus papa; de su blancura y
elegancia.
Pablo Neruda, que le cantó a las aves con
su actitud generosa e incluyente, le escribió un poema al jote, como lo llaman
en Chile:
Jote
El Jote abrió su Parroquia,
endosó sus hábitos negros,
voló buscando pescadores,
diminutos crímenes, robos,
abigeatos lamentables,
todo lo inspecciona volando:
campos, casas, perros, arena,
todo lo mira sin mirar,
vuela extendido abriendo al sol
su sacerdótica sotana.
No sonríe a la Primavera
el Jote, espía de Dios:
gira y gira midiendo el cielo,
solemne se posa en la tierra
y se cierra como un paraguas.
No existe un lugar en Colombia sin la
presencia de este sacerdote alado, de este inspector. En Urabá descubrí a su
primo, Catharte aura o guala, cuyo elegante y placido vuelo aprendí a
perseguir y a admirar. Además, a esta especie se les conoce como laura y
migra en numerosas bandadas. Su hábito, todo negro, contrasta con su cabeza
roja y carnosa, de ojos negros. Realmente es un ave que asusta a primera vista.
Por el río Atrato y por la ciénaga de Rionegro, las vi migrando, parecían
dibujando jeroglíficos aéreos, diciéndonos algo secreto con su vuelo, con una
grafía misteriosa trazada por sus alas.
También encontré al otro primo, Cathartes
burrovianus, de rostro amarillo, más difícil de avistar.
Los gallinazos de cabeza negra y rugosa,
que parecen llevando una máscara para una fiesta de disfraces de suspenso, son
animales discretos y silenciosos que han ido ganándose mi respeto a pesar de
mis recuerdos de infancia. Es tal su peculiar presencia que parecen invisibles
a pesar de estar por todas partes esperando una oportunidad. Gallinazo le dicen
en Colombia al que coquetea a varias mujeres. Aunque hay un extraño oficio que
también recibe este nombre entre los trabajadores de las funerarias, quienes afuera
de los hospitales esperan a la gente para, una vez identificado el drama de la
perdida familiar, ofrecen sus servicios exequibles.
El zopilote, otro nombre más mexicano
para la misma ave, es un carroñero indispensable y muy disciplinado. En Acandí,
vi un grupo haciendo fila para picar una desafortunada tortuga caná muerta por
alguna embarcación pesquera. Diríase que son también limpiadores.
En una jornada de pajareo en el parque El
Salao, mientras almorzábamos un delicioso sancocho trifásico, después de la
caminata intensa y la alegría por tantos pájaros avistados, un joven gallinazo
miraba a mi esposa desde una baranda; ella le ofreció carnita y el jovenzuelo
comió gustoso de su mano, delicadamente. Como sería la conexión tan inusual
entre ellos que mi esposa me decía: deberíamos llevárnoslo para nuestra casa.
La miré como quien mira a un borracho,
mientras ella le decía, coma más Adolfito con un pedazo de carne pulpa
en su mano.
En mi primera pajareada por la serranía
del Abibe dirigida por un amigo biólogo, llegamos hasta una especie de boquerón
que permite mirar hacia ambos lados de la serranía. Allí se da un cruce de
vientos y de aves a la vez. Entonces llegó mi primer Sarcoramphus papa,
el afamado rey de los gallinazos. Se posó tranquilo en una alta horqueta. Yo me
puse todo nervioso, casi no lo puedo ubicar con mi camarita, era un lifer (primera
vez que uno ve una especie de ave). Allí lo vimos en detalle, mitad blanco,
mitad negro, de pecho gris con una gargantilla carnosa roja y su pico rojo con
las carnosidades anaranjadas que le cuelgan; sobre el ojo una especie de ceja
roja y este de un rondel blanco para volverse negro. Parece vestido para alguna
ceremonia en su honor.
Es impactante este rey por el recuerdo
que uno tiene del desabrido gallinazo común. De inmediato uno dice, sin duda
este es el rey. Luego lo vimos en su vuelo ancho, blanco y elegante.
Dos o tres años después, cuando íbamos de
pajareada para Mutatá en una moto, de pronto miramos hacia un potrero y a unos
200 metros una bandada de gallinazos se reunía alrededor de algo muerto. Con
cierto asombro nos percatamos de la presencia de dos reyes gallinazos, en un
mismo árbol y otros dos sobre la hierba. Cuando uno de ellos se acercó a lo que
era el alimento, los gallinazos comunes despejaron el camino. Entonces nos
sorprendimos al constatar que, en realidad, había siete gallinazos rey entre la
bandada. Ya había tres de ellos en el árbol que, calmos, nos miraban. En la
hierba miré dos juveniles y separados de la bandada había dos inmaduros con su
plumaje evolucionando. Estaban todos reunidos, como si se tratara de una junta
regional, como si fuera un encuentro de reinos. Mi compañero de pajareada,
mucho más experimentado en estos asuntos, decía sonriente que era muy inusual
este tipo de reuniones. Sabíamos que los gallinazos comunes son muy amigos de
los caracará (Caracará cheriway) que hasta comparten comida entre ellos;
los hemos visto acicalándolos incluso, pero ver siete Sarcoramphus papa
juntos, y de diferentes edades y etapas de maduración, era una fortuna.
Estuvimos otro rato en el potrero acercándonos con sigilo para evitar molestar
esta reunión inusual.
Me traje una foto de tres gallinazos
juntos que luego compartí con pajareros expertos quienes manifestaron su
extrañeza.
En casa le conté este suceso a mi esposa,
le mostré las fotos, y ella recordó a Adolfito que casi se lo trae para nuestra
casa. Entonces me dijo: y no se te ocurrió traerte un bebe rey. Como sería
de lindo, dijo tan sinceramente.
Pensé en el cementerio Campos de Paz, en
el desbordado imaginario colectivo y sus mitos urbanos. Pensé en la elegancia
de este señor rey. Y pensé en cómo será de grato cuando me encuentre, algún
día, al Señor de las Alturas, al más grande de los gallinazos, al Cóndor de los
Andes.
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