jueves, 27 de junio de 2024

Los Prisco Juan Guillermo Valderrama Santamaría

 

Los Prisco

Juan Guillermo Valderrama Santamaría

Capítulo del libro La verdad sin calzones (Mi vida en los submundos). Publicado por el ITM y Santillana.

Colaborador permanente de El gaviero.

La primera vez que llegó a mis oídos el nombre de Los Prisco fue en el Liceo Gilberto Alzate Avendaño. Ricardo, alias Pacho, el jefe de la banda, estudiaba dos cursos adelante de mí y era compañero de clases de Pécora.

El arquitecto que diseñó el Liceo había concebido salones y patios generosos, pero en el parqueadero fue tacaño. Escasamente existía espacio para diez carros, aunque a pesar de semejante desproporción nunca tenía cupo completo. No exagero si digo que de unos sesenta o setenta profesores que dictaban clases, tal vez cuatro o cinco llegaban en su propio auto; el resto lo hacía en bus, a pie o una que otra vez en taxi. Y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos comenzaron a llegar al Liceo unos coches y motocicletas lujosísimos, manejados por alumnos que en nada compaginaban con la humildad y estrechez económica del estudiantado. Así pues, que las calles aledañas sirvieron para estacionar los carros que no cabían adentro. Aclaro: los carros que quedaban por fuera eran los de los cuatro o cinco profesores.

Y así fue como por vez primera los Prisco se dieron a conocer en sociedad. Según los rumores que comenzaban a pasar de boca en boca, Pacho había conformado un selecto grupo de inexpertos bandidos adolescentes, todos con arrojo y decisión, y seleccionados del mismo barrio, que se dedicaban a asaltar bancos, casas de cambio y joyerías. Al principio no pasaban de diez integrantes, pero fue tanto su éxito que otros más se unieron a la empresa, y con el tiempo cientos llevaron sus hojas de vida, o de muerte, tratando al menos de ser tenidos en cuenta en uno que otro trabajito y así poder mostrarle al jefe sus agallas, destrezas y lealtad.

Para poder hacer parte de Los Prisco se debía tener un padrino que fuese integrante de la pandilla. Era algo así como una carta de recomendación para procurar que Pacho diera su aval y bendición, requisito indispensable para matricularse en el grupo. Conseguida su aprobación solo quedaba esperar su llamado cuando resultara algún trabajito bueno. El bautizo llegaba después.

Fue tanto el éxito de esa empresa desde sus inicios que tuvieron que abrir sucursales en distintas esquinas de Aranjuez y así dar abasto a la gran cantidad de empleos temporales que se generaron, y digo temporales debido a que duraban poco, escasamente tres años, debido a que las balas pronto los jubilaba. Luego, no satisfechos con esto, se ampliaron hacia barrios aledaños buscando prestar un mejor servicio y dar mayor cobertura a los cuatro puntos cardinales de la ciudad.

La influencia de Los Prisco fue tan radical que hasta el perfil urbano de Aranjuez y sus habitantes comenzó a cambiar. Edificaciones de cinco pisos, allí donde antes existían casas de tapia, empezaron a hacerse cada día más notorias. Majestuosas moradas, que nada tenían que envidiar a las lujosas mansiones de estrato seis, se fueron apoderando del barrio mientras muchos miraban con envidia a los vecinos cuya suerte cambiaba de la noche a la mañana.

Las vestimentas nacionales que antes se heredaban de hermano en hermano desaparecieron y dieron paso a las prendas de marcas extranjeras. Las zapatillas marca Nike y Reebok comenzaron a pisar duro en el pavimento. También hicieron su arribo las camisetas y jeans Tomy, las chaquetas italianas de cabritilla, las gafas Ray Van, las lociones francesas, las billeteras Bossi en cuero negro cargadas de billetes de cien dólares, y los enormes lazos de oro colgados al cuello con crucifijos inmensos. Imágenes de María Auxiliadora, con su respectivo nicho, siempre iluminado por infinidad de velones, se apoderaron de muchas de las esquinas como muestra inequívoca de que en aquella cuadra vivía algún integrante de Los Prisco.

Aranjuez siempre había sido un barrio tranquilo, estrato tres, de calles empinadas y casas humildes, casi todas de una sola planta y techos en teja de barro. Sus pobladores eran obreros, amas de casa y estudiantes (en su mayoría de colegios y escuelas estatales) que normalmente utilizaban sus piernas como medio de transporte, o de vez en cuando el bus.

Flamantes carros último modelo, alemanes e italianos, antes vistos en la pantalla grande, comenzaron a hacer chirriar sus llantas en las calles al mismo compás de los estrepitosos equipos de sonido que retumbaban en sus interiores. Las raudas motos Yamaha, Honda, Suzuki y Kawasaki, de alto cilindraje y armoniosas resonancias, acallaron los destemplados sonidos de las comunes Lambrettas y las condenaron a piezas de museo, a máquinas en extinción.

Cuando los voladores explotaban e iluminaban con sus luces el cielo de Aranjuez se entendía sin confusión que Los Prisco habían «coronado una vuelta». Entonces el barrio cambiaba su vestimenta cotidiana por la de carnaval. Despampanantes carros y motocicletas comenzaban a patrullar todas sus calles en una caravana interminable de ostentación y lujo. Expertos pilotos que no excedían los veinte años iban al volante, acompañados de hermosas adolescentes que, abrazadas a su cintura, o sentadas como copilotos, eran exhibidas como trofeos. Ellas felices… ellos felices… Aranjuez feliz.

Si Los Prisco o «los Muchachos» (como comenzaron a denominarlos) estaban de fiesta, no se comía gallina como era costumbre en nuestras casas, no; en sus festejos se consumía un novillo y dos o tres cerdos de buen tamaño, casi siempre bajados sin consentimiento alguno de los furgones que repartían la carne en las carnicerías. Con los camiones que surtían cerveza y aguardiente sucedía de igual manera. Ellos solían decir: «Que no se note el hambre». En muchas esquinas se improvisaba un fogón con ladrillos, maderos y una gigantesca paila; enseguida se armaba una rumba en la que, aparte de los vecinos, abundaban alcohol, música, baile y carne de ambos sexos. La policía aparecía de vez en cuando, pero casi siempre partían con sus patrullas vacías, aunque con sus bolsillos llenos.

Hasta las iglesias, San Cayetano, San Nicolás y San Isidro, gracias al éxito de Los Prisco cambiaron su maquillaje. Tejados, fachadas e interiores deteriorados por el inclemente paso del tiempo fueron restaurados; y los últimos, retocados con finos estucos y vitrales dignos de una catedral. Cristos en bronce, oxidados por obra de la intemperie o envejecidos adrede por su originario creador, rejuvenecieron sus facciones. Los santos ennegrecidos por el hollín y cuarteados por el calor de velas y cirios, de igual manera visitaron restaurador y modista. Hasta las alcancías que reposaban a los pies de cada imagen de yeso, fabricadas de tarros de galletas, desaparecieron y fueron reemplazadas por imponentes cajillas de seguridad empotradas en el muro. Y si la memoria no me falla, creo que fue por esos días que las sotanas de los curas dejaron de ser sus vestimentas cotidianas y se convirtieron en herramientas ocasionales del trabajo, como lo es el overol para el obrero.

Aunque no puedo aseverar que Los Prisco hayan tenido algo qué ver en tantos cambios eclesiásticos y ornamentales, no creo que la Santa Madre Iglesia pudiera efectuar transformaciones tan notorias en tan corto tiempo a costa de la venta de empanadas a las salidas de misa, y con las paupérrimas limosnas que depositaban la mayoría de los feligreses.

Pero la fama, aunque se quiera controlar siempre termina por salirse de las manos, y a Los Prisco se les salió. El vertiginoso éxito de su rentable negocio comenzó a ser difundido por los medios de comunicación, que en sus titulares de crónica roja daban detallada cuenta de lo que estaba pasando en aquel barrio de la Comuna Nororiental. No obstante, aquello que en un principio los periodistas creyeron magnífica noticia para las autoridades y pésima para los delincuentes, terminó siendo excelente información para el número uno del Cartel.

Cuando El Patrón se enteró de las grandes hazañas realizadas por Pacho y sus secuaces, y supo que ninguno de sus integrantes estaba siquiera reseñado y mucho menos encarcelado, los llamó a trabajar a su lado. Ellos aceptaron complacidos puesto que podrían continuar laborando en sus antiguos empleos, y con el ofrecimiento del Patrón tendrían una lucrativa y jugosa manera de procurarse ingresos extras, actuando como uno de los tantos brazos armados del Cartel de Medellín.

En Aranjuez surgieron oficios y oficiantes nuevos. Aparecieron sicarios, traquetos, campaneros, carritos, dedicalientes, jíbaros, cascones, caleteros, vacunadores, cobradores y cientos más. Detrás de estos llegaron nuevos vocablos que no se encontraban en ningún diccionario, pero que lentamente se hicieron comunes hasta en el léxico de los más cultos. Parcero y gonorrea fueron los primeros en aparecer. El primero le imprimía superlativo valor a la palabra amigo, y el segundo definía a aquél que era lo peor de lo peor. Pronto llegaron otras palabras que fueron enriqueciendo el idioma callejero y dieron forma al diccionario de la Real Academia del Parlache.

En un santiamén Aranjuez se fue convirtiendo en la Suiza de la Comuna Nororiental. Allí se podía realizar el Sueño Americano sin salir siquiera de sus calles. El precio de las más destartaladas casas se triplicó. Los negocios no daban abasto para atender a su clientela, y las cajas registradoras sonaban muy por encima de lo habitual. Las clásicas peluquerías con olor a piedralumbre, de don Eligio y Cambalache, cerraron sus puertas arrolladas por los modernos salones de belleza, atendidos por travestis.

Pero la luna de miel entre Aranjuez y los Prisco duraría escasos años. La guerra declarada entre el Cartel de Cali y el de Medellín, y de este último también contra el Estado, convirtieron el barrio en un campo de batalla.

El dinero, las drogas y las armas llegaban a diario y por toneladas, producto del pago de secuestros, extorsiones, vacunas, compra de conciencias, carros bomba y ajusticiamientos de policías retribuidos según su escalafón. También por el homicidio de periodistas, jueces, políticos y gentes del común por hablar más de la cuenta, o por no hablar; de mujeres por no acceder a favores sexuales; de integrantes infiltrados del Cartel de Cali, y por otro sinnúmero de cuentas que el Patrón cancelaba a Pacho, y éste a su vez a sus subalternos.

Pero la complicidad en unos casos y la omisión en otros de los entes gubernamentales, eclesiásticos y civiles con lo que pasaba allí, y por extensión en toda la ciudad, dieron un vuelco radical cuando Colombia entera y el mundo se dieron cuenta de lo que venía sucediendo desde años atrás.

Los discursos hipócritas revestidos de falsa moralidad (aunque toda moralidad es falsa), empezaron a ser lanzados desde púlpitos y plazas públicas por los mismos que ayer se habían hecho los de la vista gorda y sacado tajada del conflicto. Nadie en Medellín, directa o indirectamente, podía decir en aquel tiempo y creo que ni ahora, que algo del dinero del diablo, como lo bautizaron, no ingresó a sus bolsillos.

Cuando la tal Comunidad Internacional se enteró de que en las laderas de Medellín existía un barrio llamado Aranjuez, en donde se le rendía más culto y respeto a los narcotraficantes y bandidos que a las propias autoridades, a todo habitante de esa comuna lo catalogaron como mafioso o delincuente, aunque la verdad era otra.

La persecución contra el Cartel de Medellín, sus lugartenientes y su brazo armado, por parte de la policía e inteligencia nacionales y foráneas no dio tregua. El barrio fue militarizado y colmado de retenes, con hombres de camuflado, cuadrillas de helicópteros y tanquetas de guerra. Hasta se veían de vez en cuando unos hombres extraños, de ojos azules y pelo mono, mascando chicle y patrullando las calles en carros con vidrios polarizados y sin placa.

A Aranjuez lo invadió la zozobra y la desconfianza. Los allanamientos y muertes, de lado y lado, no se hicieron esperar; los desplazamientos forzosos tampoco. Y no porque antes de ser militarizado no los hubiera, sino que con la llegada del ejército los homicidios aumentaron en forma descomunal, y las casas abandonadas se multiplicaron por docenas. Cómo sería la superpoblación de finados, que el párroco de Aranjuez, como casi todos los curas, visionario y buen negociante, mandó construir una sala de velación al lado de la parroquia. Ésta, sin exagerar, diariamente daba servicios a no menos de tres muertos.

Después de las ocho de la noche el toque de queda se adueñó de las calles, y aquellos que por una u otra circunstancia lo infringíamos nos exponíamos a ser ajusticiados por cualquiera de las únicas autoridades que allí regían: el ejército o Los Prisco. Los allanamientos se volvieron el pan de cada día. Los primeros, sin previa orden judicial, buscaban secuestrados, caletas, armas, drogas y reos ausentes; los segundos, buscaban únicamente «sapos». Por desgracia, lo peor aún no había llegado.

Cuando el gobierno decidió declararle la guerra abierta y frontal al Cartel de Medellín publicó en la televisión, en la prensa y en las paredes de la ciudad unos afiches que rezaban así: PABLO EMILIO ESCOBAR GAVIRIA, ALIAS «EL PATRÓN». SE BUSCA VIVO O MUERTO. RECOMPENSA 5.000 MILLONES DE PESOS. Debajo, en orden de importancia en pesos y rango, lo seguían en fila sus compinches. Ricardo, alias Pacho era, creo, el noveno en la lista, con una recompensa de 1000 millones de pesos. Pocos días después de estos anuncios comenzaron a circular en el barrio otros afiches, hasta mejor impresos que los anteriores, ofreciendo de igual manera jugosas recompensas: un millón de pesos por cada policía muerto; y en la medida que subía la jerarquía del uniformado dado de baja, subía la oferta.

Lo que en principio el Gobierno consideró como una magnífica idea para dar con el paradero de los integrantes del cartel se convirtió en su peor estrategia. Adolescentes aún sin cédula en la billetera, pero sí con un Smith & Wesson en la pretina, se dieron a la caza de policías. Era una manera fácil y sencilla de ganarse un millón de pesos, con los cuales conseguirse una motocicleta y realizar más cómodamente sus trabajos. Ahora bien, si la suerte y María Auxiliadora se colocaban de su lado, y el muerto no era un policía sino un sargento, teniente, capitán o coronel, hasta un carro se podrían comprar, y por qué no, de pronto una casa para la cuchita.

Existieron unos sicarios tan osados, y no es fábula, que acto seguido de realizar sus trabajos arrancaban la placa del pecho de sus víctimas y con ella aún ensangrentada corrían a la oficina a cobrar su recompensa. Como ellos mismos vociferaban, «la placa es el mejor trofeo para saber a ciencia cierta qué rango ostentaba el borrado y cuál es su verdadero valor». «Es la factura para saber el verdadero precio de la gonorrea que acabamos de tumbar». Otros, más cautelosos o experimentados, esperaban la difusión de la noticia en la radio antes de cobrar su botín. Y otros, los más temerarios, codiciosos y de mayor visión empresarial, colocaban carros bomba al paso de cualquier convoy policial y matar así varios pájaros de un solo tiro. Como era de esperarse, las autoridades no se quedaron con las manos cruzadas, y de idéntica manera como caían policías, comenzaron a caer bandidos.

El resto de cuanto sucedió lo sabe el país y medio mundo: las masacres en cada esquina, los carros bomba, los aviones convertidos en esquirlas, la explosión frente al edificio del DAS, la muerte de varios candidatos a la presidencia, el asesinato de periodistas, ministros, alcaldes, gobernadores…

Mucho después de miles de muertos el Estado notificó al mundo los acuerdos realizados para la entrega del Cartel de Medellín, logrados con la mediación de un sacerdote con cara de santo. (Los acuerdos por debajo de la mesa nunca se supieron). Serían recluidos en una «cárcel de máxima seguridad», construida y vigilada por ellos mismos.

Antes de llegar a estos arreglos Pacho había sido abatido en un tradicional barrio de la ciudad. Según pregonó el informe policial, «en un cruento enfrentamiento las autoridades dieron de baja a un individuo, quien resultó ser el reconocido jefe de la temida banda de Los Prisco, ala militar del cartel de Medellín, quienes tenían asolado el barrio Aranjuez. Con la muerte de este oscuro personaje, a partir de la fecha, se da por terminada su militarización».

De lo que el mundo no se enteró, ni dieron parte las autoridades, fue que, con la muerte de Pacho, con la entrega de El Patrón y con la desmilitarización de Aranjuez, quedaron muchísimos jóvenes desempleados que solo sabían matar y robar. En vista de que «los Muchachos» ya no gozaban de los altos ingresos de otrora para sus rumbas, ropas, drogas y mujeres, ni tenían un jefe que los dirigiera, el barrio se descuadernó, esta vez sí del todo.

Mataban por el simple hecho de ensayar un revólver; porque en un baile, sin darte cuenta, habías pisado el pie equivocado; porque, ingenuamente, le lanzaste un piropo o picaste el ojo a una muchacha que tenía como novio a un pillo; o simplemente porque, como solían decir de manera jactanciosa, «el dedo índice me está picando; vamos a hacer limpieza social y a darle borrador a cuanta gonorrea esté por ahí soplando», así ellos fueran los más sopladores de todos. Matar se convirtió en una necesidad y robar en una adicción; hasta asaltaban el carro que recogía la basura.

Una noche nos encontrábamos en la esquina de don Ignacio Pécora, la Gallina, Juan Diego y yo enfiestados, escuchando música, tomando cerveza y consumiendo, ya por aquel tiempo, basuco. Apareció un carro en donde venían «Barbarito» y otro reconocido integrante de Los Prisco, cuyo nombre no recuerdo, y si lo recuerdo no quiero mencionar. En la infancia, Barbarito había compartido con nosotros la misma escuela, las mismas novias y la misma pelota de carey. Ambos nos saludaron, uno por uno, de apretón de mano y con sonrisa efusiva:

¡Qué más parceritos! ¿Todo bien?

Aquí, tomándonos unos chorritos y escuchando la buena salsa. Les respondí.

Pues que sea un motivo, y ya no serán unos chorritos, sino unos chorrotes. Don Ignacio, sirva aquí una garrafa de guaro y deles a los muchachos lo que pidan. ¡Y que nos mate el licor, ya que el amor no pudo! —Todos brindamos. Los ojos de don Ignacio se movían al ritmo de su registradora.

La fiesta apenas comenzaba. De idéntica manera como apareció la garrafa de guaro aparecieron bolsas de perico, basuco y marihuana. Todos estábamos felices, sabíamos que con ellos allí primero se nos terminarían las ganas de consumir que los manjares.

Las manecillas del reloj se unieron en las doce, don Ignacio comenzó a cerrar las puertas del negocio, y entregándole un papel a Margarito, le dijo:

Mire, esta es la cuenta. Si quiere revísela, ahí está todo muy bien explicadito.

Tranquilo, don Ignacio, no se preocupe y tráigame otra garrafa de guaro. Tráigame también cigarros y unas gaseosas.

Estirando la mano, le metió un fajo de billetes en el bolsillo.

Y no se preocupe por la devuelta, se puede quedar con ella.

¿O sea que ya se acabó la rumba? preguntó Pécora desconcertado.

¡Cuál se acabó! La rumba apenas comienza. Hoy vamos a ver adonde es que amanece el diablo.

Con la tienda cerrada y sin un alma en las calles, nuestras narices y bocas comenzaron a consumir hasta el hastío. Cada uno estaba en lo suyo, unos con la marihuana, otros con el perico, yo con el basuco; y todos con el aguardiente, que pasaba de mano en mano y de boca en boca. Héctor Lavoe, con un grito lastimero, nos acompañaba desde los altavoces del carro: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el lindo clavel solo quiso florecer y enseñarnos su belleza y marchito perecer…».

Barbarito, con su mirada perdida, me llamó aparte y me dijo:

Parcero, piérdase de aquí que esto se va a calentar.

¿Calentar? ¿Y por qué?

No preguntés maricadas y perdete.

Sus ojos se le querían salir.

Pero si estamos pasando superbacano aquí. Me alejó unos pasos y levantándose la camisa me mostró una pistola.

Que te perdás, güevón. Yo a vos te quiero mucho y a tus cuchitos también. Parcerito, te tengo en la buena, por eso abrite del parche que no quiero que te pase nada. Haceme caso que esta maricada se va a calentar. Mirá, la bala que no es pa uno es mejor dejarla pasar.

Su mano empuñó la pistola y los ojos se le convirtieron en un par de cañones.

Bueno, parceros, yo me les voy, tengo el cupo completo. No me cabe un solo pasajero más.

Todos protestaron, excepto Barbarito y su amigo.

Mientras me alejaba rumbo a mi casa, trastabillando por el efecto de lo consumido, a lo lejos escuchaba a Héctor Lavoe: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el campeón mundial dio su vida por llegar y perder lo más querido, en la masa es otro más. Eeh alalalele lelele todo tiene su final…».

La resaca y el sol que daba en mi cara me despertaron y de inmediato me fui al baño, porque el agua era lo único que me devolvía a la vida después de una noche de farra. Una vez bañado salí hacia la tienda de don Ignacio en busca de algún menjurje de los que él preparaba, para tomármelo y recuperar, al menos en algo, mi cordura. Antes de llegar me encontré con Mako, el hermano de Pécora, borracho, amanecido y con sus ojos convertidos en sangre por el llanto. En tono de burla le dije:

Mako, qué hubo hermano. ¿Lo agarró la aurora?

Parcerito, ¿es que no sabe lo que pasó anoche?

El llanto y la borrachera casi no lo dejaban modular palabra.

No, no sé. ¿Qué pasó anoche?

Que mataron a Pécora en el callejón. —Recordé los ojos de Barbarito—. Y, además, mataron a la Gallina y a Juan Diego.

¡Ay, güevón! ¡No puede ser!

Las piernas me comenzaron a temblar y me tuve que sentar en la acera.

Dicen que fue la gonorrea de Barbarito con otra gonorrea. El Coco se pilló toda la vuelta. Los dejaron a los tres extendidos en el callejón. Parcero, todavía están en el anfiteatro y los que los vieron dicen que tienen la cara y el tablero llenitos de huecos. Pero esos pirobos me la pagan.

Calmate, güevón. Esperate hasta que se sepa bien qué fue lo que pasó. Y no te pongás a hablar maricadas.

Me levanté como pude y me devolví para la casa. Sentía como si a aquellos tres muertos los hubiera matado yo. Fue tanta mi cobardía que ni siquiera fui capaz de asistir al entierro de ninguno. No tuve la valentía ni la fuerza necesaria para mirar a las caras de las madres de aquellos que, hasta unas cuantas horas atrás, habían sido mis más cercanos amigos. A Pécora lo asesinaron por una pelea que había tenido con Barbarito en un partido de fútbol, diez años atrás. A la Gallina y a Juan Diego los mataron por pegajosos.

Meses después mataron a Mako, Gerardo y Moncada, todos hermanos de Pécora. Lo que quedó de aquella familia fue obligado a emigrar. Con el tiempo, don Ignacio cerró su tienda y Barbarito cayó abaleado en una céntrica calle de la ciudad, en un ajuste de cuentas.

Pasados algunos años en que pude ver la vida un poco más clara, y mis remordimientos un poco más sosegados, escribí este texto:

En memoria

Hoy recuerdo a todos esos que murieron antes de tiempo. A esos que no les alcanzó el hilo para poder elevar sus cometas al viento, a quienes el sol eclipsó para siempre sus sueños, a aquellos que cincelaron en la vida solo malos recuerdos. Flores marchitas, nombres en mármoles fríos, hijos ya apenas recuerdo para tantas madres que nunca serán abuelas.

Parece que fue ayer, cuando aun siendo niños caminábamos con pasos de viejo, cuando nos creíamos los dueños del mundo y apenas hasta la esquina del barrio alcanzaba nuestro boleto; aquella esquina que era todo nuestro mundo. Allí descubrimos el anís, la ansiedad por el humo y la calidez de unos senos. Pero todo tenía su precio y entendimos el poder del dinero.

Nunca quisimos ser niños, no había tiempo para los juegos, nuestra vida era más real. Ya éramos hombres de pantalones cortos, de imaginario bigote en nuestros pensamientos. De pronto aquella esquina ya no fue más nuestro mundo, sino más bien algo parecido al infierno. Algunos se hicieron esclavos de alguien o algo; y los que aún no, buscamos los caminos para serlo.

Nunca supe cómo ni cuándo, pero años antes de ser ciudadanos las cadenas ya ataban nuestras manos. Cadenas de anís y de humo blanco ataban nuestras mentes. Y ni qué decir de esas cadenas de polvo seco que no dejaron germinar tantas semillas. Quedaron únicamente madres sin hijos, interminables padres nuestros, más Ave Marías y muchas póstumas misas.

Aún no sé por qué quedé yo, si igual fui, como todos esos, un morador más de aquella esquina. Tal vez quedé para contar nuestra historia, para decirle al mundo que no fuimos culpables, para gritar que no fueron vanos los tan escasos pasos que caminamos. Ya hoy los niños no se mueren imberbes, y esa infausta esquina tampoco es un infierno. Pienso que no es justo, pero de algo, o mejor de mucho, valieron nuestros errados ejemplos.

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