El peso de una bala
y un libro
(Los dos hombres
más famosos de Colombia)
Carlos Mario Garcés Toro
Toda batalla o acto se puede analizar
como si se mirara a través de un laboratorio de Rayos X, capaz de originar y
revelar impresiones diversas según los intereses de cada individuo. Tal es el
caso de la batalla de Bosworth, donde Ricardo III, el mata príncipes, viéndose
asediado por el filo de la espada, gritó: «Un caballo, un caballo. ¡Mi reino
por un caballo!». Borges debió haber pensado en la bruma de sus sombras
iluminadas, como si de la niebla salieran rostros de caballo: «Lo cambio todo
por un libro, extensión de mi consciencia, paraíso figurado por donde transito
y entro al mundo de la imaginación, que escapa al mundo de la locura». En
cambio, Pablo Escobar, el capo, un catador del bandidaje, un esnobista de la
muerte, proclamaba en una de sus máximas, que hacía eco entre su capilla de
seguidores: «Siempre quise ser un bandido, y a María Auxiliadora oraba y le
pedía: ¡que nunca faltara en la recámara de mi pistola una bala!».
En el laboratorio de Rayos X, encontramos
en las impresiones interiores las visitas que hacen los extranjeros al país,
especialmente los gringos, quienes tienen dos lugares marcados en los mapas de
viaje, con sus respectivas rutas y destinos: la ciudad de Medellín y el
municipio de Aracataca. La primera, con el objetivo de conocer el centro de
operaciones del capo de capos. La segunda, con el fin de conocer el corazón de
Macondo, su realismo mágico y la casa donde habitó el mago de la más bella
prosa poética. Las visitas entre una y otra son notorias, de acuerdo con las
estadísticas que se tienen: mientras que a Medellín la visitaron el año pasado,
1 400 000 visitantes, Aracataca solo alcanzó el 2 % de la cifra anterior.
En la balanza se ponen en los dos platos
una bala y un libro. Los visitantes que vienen a Medellín se desplazan a los
predios de la antigua cárcel de La catedral para observar, desde lo
alto de la finca, con la mano como visera, la panorámica de la ciudad de
matices inexplicables en su realidad, y para preguntar a los lugareños sobre la
arqueología de la cárcel y de su estado una vez que fue demolida por las autoridades
y saqueada por los buscadores de tesoros y coleccionistas de dosieres: una
carcomida tiza de billar, una leporina canilla de lavamanos, un cable sin cobre
de un televisor, un patinado papel de archivo con una notas descoloridas, un
pedazo de espejo que reflejó el rostro de barba tozuda y la luna en las noches;
un baldosín suelto, un trozo de tela de camisa mugrienta, una barra de lapicero
con estertóreos de tinta y autógrafos físicos o fisiológicos del capo en las
paredes o en algún sucio papel olvidado en un rincón de los muros del baño. No
faltó quien quisiera llevarse el espíritu y la respiración del lugar, como no
faltó que los lugareños contaran a los visitantes que una vez demolida La catedral, y
solo quedaran partes o restos de esta, llegaron incluso a filmar una película
de porno en el lugar que fuera la cama del capo, donde reinas, modelos y
presentadoras de televisión le hicieron la felatio.
En los mismos predios donde funcionó la
cárcel, se levantó un monasterio de religiosos, como si con esto estuvieran
buscando que la agüita amarilla de los monjes hiciera abluciones de limpieza en
el lugar, donde la realidad supera la ficción en cuanto a la saturación de
crímenes en cada rincón del aire.
Desde La catedral, los visitantes en peregrinación, como si estuvieran en Tierra Santa, son guiados
con un sentido de orgullo por los detalles hacia el famoso barrio El poblado.
Aquí se encuentra el museo Pablo
Escobar, donde encontrarán motivos alusivos al capo: carros baleados, motos,
piezas de avión, pistolas en vitrinas, esculturas de caballos, portadas de
revistas y fotografías desde su juventud hasta su adultez. Destaca especialmente
la icónica imagen donde aparece con su primo Gustavo, ambos vestidos con
sombrero de paño, frac, chaleco, leontina, pistolas, una ametralladora y una
botella de tequila en la mano. Además, en una pared se destaca una pintura del
capo junto a Víctor Corleone, el padrino.
En cambio, aquellos pocos que visitan a
Aracataca lo hacen buscando la casa museo donde Gabo pasó sus
primeros años. Dentro de la inmensa casa, los visitantes encuentran las salas y
habitaciones amuebladas con objetos de la época, como un susurro de
voces del pasado que parecen deambular por el aire. En las paredes cuelgan
fragmentos del mago de las palabras que asombró al mundo con su magia. En cada
estancia hay un jarrón con flores amarillas. En los corredores, y a lo largo
del recorrido perfumado, nos encontramos con nardos, rosas de alabastro,
petunias y anturios. Al llegar a la habitación de Gabo, encontramos la cama de
barandas de metal, una bacinilla en el piso; sobre una mesa circular reposa una
ponchera de peltre que contiene una palangana, y sobre la cama cuidadosamente
tendida, un libro de una edición inencontrable
de Las mil y una noches, que el visitante puede abrir en
cualquier página empatinada de tiempo y observar las ilustraciones de uno de
los libros más influyentes en la imaginación humana, del cual Gabo aprendió los
secretos de su poético oficio. Al fondo, se encuentra el taller de Aureliano
Buendía, el hombre hecho leyenda, que fabricaba pescaditos de oro y logró hacer
una transmutación alquímica en su interior para producir en moldes sintácticos
de oro letras y palabras de una cadencia y eufonía que escapan al tiempo y se
suman a lo maravilloso. Al salir al solar, nos encontramos con el castaño
bicentenario, cuyas raíces y frondoso follaje fueron testigos de las
conversaciones del niño con el árbol y las estrellas. Del solar emana un olor a
guayaba, mezclado con fragancias de romero, lavanda y menta, como si alguien,
con amor y sin hacer daño, estrujara con suavidad las flores y las plantas. Al
abandonar la casa, uno siente que no debe mirar atrás, para que el encanto de
ser despedido por mariposas amarillas no se rompa.
Es ahí donde uno entiende que el metal
favorito de muchos es el plomo. El planeta de su influencia es Marte, con todo
su sequito de muerte, que apunta la bala al pecho, y no el libro al corazón y
cerebro humano. Sumadas las visitas y vistas las impresiones interiores en los
Rayos X: para la mayoría, simbólicamente, pesa más en la balanza una bala que
un libro.
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