jueves, 27 de junio de 2024

Los Prisco Juan Guillermo Valderrama Santamaría

 

Los Prisco

Juan Guillermo Valderrama Santamaría

Capítulo del libro La verdad sin calzones (Mi vida en los submundos). Publicado por el ITM y Santillana.

Colaborador permanente de El gaviero.

La primera vez que llegó a mis oídos el nombre de Los Prisco fue en el Liceo Gilberto Alzate Avendaño. Ricardo, alias Pacho, el jefe de la banda, estudiaba dos cursos adelante de mí y era compañero de clases de Pécora.

El arquitecto que diseñó el Liceo había concebido salones y patios generosos, pero en el parqueadero fue tacaño. Escasamente existía espacio para diez carros, aunque a pesar de semejante desproporción nunca tenía cupo completo. No exagero si digo que de unos sesenta o setenta profesores que dictaban clases, tal vez cuatro o cinco llegaban en su propio auto; el resto lo hacía en bus, a pie o una que otra vez en taxi. Y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos comenzaron a llegar al Liceo unos coches y motocicletas lujosísimos, manejados por alumnos que en nada compaginaban con la humildad y estrechez económica del estudiantado. Así pues, que las calles aledañas sirvieron para estacionar los carros que no cabían adentro. Aclaro: los carros que quedaban por fuera eran los de los cuatro o cinco profesores.

Y así fue como por vez primera los Prisco se dieron a conocer en sociedad. Según los rumores que comenzaban a pasar de boca en boca, Pacho había conformado un selecto grupo de inexpertos bandidos adolescentes, todos con arrojo y decisión, y seleccionados del mismo barrio, que se dedicaban a asaltar bancos, casas de cambio y joyerías. Al principio no pasaban de diez integrantes, pero fue tanto su éxito que otros más se unieron a la empresa, y con el tiempo cientos llevaron sus hojas de vida, o de muerte, tratando al menos de ser tenidos en cuenta en uno que otro trabajito y así poder mostrarle al jefe sus agallas, destrezas y lealtad.

Para poder hacer parte de Los Prisco se debía tener un padrino que fuese integrante de la pandilla. Era algo así como una carta de recomendación para procurar que Pacho diera su aval y bendición, requisito indispensable para matricularse en el grupo. Conseguida su aprobación solo quedaba esperar su llamado cuando resultara algún trabajito bueno. El bautizo llegaba después.

Fue tanto el éxito de esa empresa desde sus inicios que tuvieron que abrir sucursales en distintas esquinas de Aranjuez y así dar abasto a la gran cantidad de empleos temporales que se generaron, y digo temporales debido a que duraban poco, escasamente tres años, debido a que las balas pronto los jubilaba. Luego, no satisfechos con esto, se ampliaron hacia barrios aledaños buscando prestar un mejor servicio y dar mayor cobertura a los cuatro puntos cardinales de la ciudad.

La influencia de Los Prisco fue tan radical que hasta el perfil urbano de Aranjuez y sus habitantes comenzó a cambiar. Edificaciones de cinco pisos, allí donde antes existían casas de tapia, empezaron a hacerse cada día más notorias. Majestuosas moradas, que nada tenían que envidiar a las lujosas mansiones de estrato seis, se fueron apoderando del barrio mientras muchos miraban con envidia a los vecinos cuya suerte cambiaba de la noche a la mañana.

Las vestimentas nacionales que antes se heredaban de hermano en hermano desaparecieron y dieron paso a las prendas de marcas extranjeras. Las zapatillas marca Nike y Reebok comenzaron a pisar duro en el pavimento. También hicieron su arribo las camisetas y jeans Tomy, las chaquetas italianas de cabritilla, las gafas Ray Van, las lociones francesas, las billeteras Bossi en cuero negro cargadas de billetes de cien dólares, y los enormes lazos de oro colgados al cuello con crucifijos inmensos. Imágenes de María Auxiliadora, con su respectivo nicho, siempre iluminado por infinidad de velones, se apoderaron de muchas de las esquinas como muestra inequívoca de que en aquella cuadra vivía algún integrante de Los Prisco.

Aranjuez siempre había sido un barrio tranquilo, estrato tres, de calles empinadas y casas humildes, casi todas de una sola planta y techos en teja de barro. Sus pobladores eran obreros, amas de casa y estudiantes (en su mayoría de colegios y escuelas estatales) que normalmente utilizaban sus piernas como medio de transporte, o de vez en cuando el bus.

Flamantes carros último modelo, alemanes e italianos, antes vistos en la pantalla grande, comenzaron a hacer chirriar sus llantas en las calles al mismo compás de los estrepitosos equipos de sonido que retumbaban en sus interiores. Las raudas motos Yamaha, Honda, Suzuki y Kawasaki, de alto cilindraje y armoniosas resonancias, acallaron los destemplados sonidos de las comunes Lambrettas y las condenaron a piezas de museo, a máquinas en extinción.

Cuando los voladores explotaban e iluminaban con sus luces el cielo de Aranjuez se entendía sin confusión que Los Prisco habían «coronado una vuelta». Entonces el barrio cambiaba su vestimenta cotidiana por la de carnaval. Despampanantes carros y motocicletas comenzaban a patrullar todas sus calles en una caravana interminable de ostentación y lujo. Expertos pilotos que no excedían los veinte años iban al volante, acompañados de hermosas adolescentes que, abrazadas a su cintura, o sentadas como copilotos, eran exhibidas como trofeos. Ellas felices… ellos felices… Aranjuez feliz.

Si Los Prisco o «los Muchachos» (como comenzaron a denominarlos) estaban de fiesta, no se comía gallina como era costumbre en nuestras casas, no; en sus festejos se consumía un novillo y dos o tres cerdos de buen tamaño, casi siempre bajados sin consentimiento alguno de los furgones que repartían la carne en las carnicerías. Con los camiones que surtían cerveza y aguardiente sucedía de igual manera. Ellos solían decir: «Que no se note el hambre». En muchas esquinas se improvisaba un fogón con ladrillos, maderos y una gigantesca paila; enseguida se armaba una rumba en la que, aparte de los vecinos, abundaban alcohol, música, baile y carne de ambos sexos. La policía aparecía de vez en cuando, pero casi siempre partían con sus patrullas vacías, aunque con sus bolsillos llenos.

Hasta las iglesias, San Cayetano, San Nicolás y San Isidro, gracias al éxito de Los Prisco cambiaron su maquillaje. Tejados, fachadas e interiores deteriorados por el inclemente paso del tiempo fueron restaurados; y los últimos, retocados con finos estucos y vitrales dignos de una catedral. Cristos en bronce, oxidados por obra de la intemperie o envejecidos adrede por su originario creador, rejuvenecieron sus facciones. Los santos ennegrecidos por el hollín y cuarteados por el calor de velas y cirios, de igual manera visitaron restaurador y modista. Hasta las alcancías que reposaban a los pies de cada imagen de yeso, fabricadas de tarros de galletas, desaparecieron y fueron reemplazadas por imponentes cajillas de seguridad empotradas en el muro. Y si la memoria no me falla, creo que fue por esos días que las sotanas de los curas dejaron de ser sus vestimentas cotidianas y se convirtieron en herramientas ocasionales del trabajo, como lo es el overol para el obrero.

Aunque no puedo aseverar que Los Prisco hayan tenido algo qué ver en tantos cambios eclesiásticos y ornamentales, no creo que la Santa Madre Iglesia pudiera efectuar transformaciones tan notorias en tan corto tiempo a costa de la venta de empanadas a las salidas de misa, y con las paupérrimas limosnas que depositaban la mayoría de los feligreses.

Pero la fama, aunque se quiera controlar siempre termina por salirse de las manos, y a Los Prisco se les salió. El vertiginoso éxito de su rentable negocio comenzó a ser difundido por los medios de comunicación, que en sus titulares de crónica roja daban detallada cuenta de lo que estaba pasando en aquel barrio de la Comuna Nororiental. No obstante, aquello que en un principio los periodistas creyeron magnífica noticia para las autoridades y pésima para los delincuentes, terminó siendo excelente información para el número uno del Cartel.

Cuando El Patrón se enteró de las grandes hazañas realizadas por Pacho y sus secuaces, y supo que ninguno de sus integrantes estaba siquiera reseñado y mucho menos encarcelado, los llamó a trabajar a su lado. Ellos aceptaron complacidos puesto que podrían continuar laborando en sus antiguos empleos, y con el ofrecimiento del Patrón tendrían una lucrativa y jugosa manera de procurarse ingresos extras, actuando como uno de los tantos brazos armados del Cartel de Medellín.

En Aranjuez surgieron oficios y oficiantes nuevos. Aparecieron sicarios, traquetos, campaneros, carritos, dedicalientes, jíbaros, cascones, caleteros, vacunadores, cobradores y cientos más. Detrás de estos llegaron nuevos vocablos que no se encontraban en ningún diccionario, pero que lentamente se hicieron comunes hasta en el léxico de los más cultos. Parcero y gonorrea fueron los primeros en aparecer. El primero le imprimía superlativo valor a la palabra amigo, y el segundo definía a aquél que era lo peor de lo peor. Pronto llegaron otras palabras que fueron enriqueciendo el idioma callejero y dieron forma al diccionario de la Real Academia del Parlache.

En un santiamén Aranjuez se fue convirtiendo en la Suiza de la Comuna Nororiental. Allí se podía realizar el Sueño Americano sin salir siquiera de sus calles. El precio de las más destartaladas casas se triplicó. Los negocios no daban abasto para atender a su clientela, y las cajas registradoras sonaban muy por encima de lo habitual. Las clásicas peluquerías con olor a piedralumbre, de don Eligio y Cambalache, cerraron sus puertas arrolladas por los modernos salones de belleza, atendidos por travestis.

Pero la luna de miel entre Aranjuez y los Prisco duraría escasos años. La guerra declarada entre el Cartel de Cali y el de Medellín, y de este último también contra el Estado, convirtieron el barrio en un campo de batalla.

El dinero, las drogas y las armas llegaban a diario y por toneladas, producto del pago de secuestros, extorsiones, vacunas, compra de conciencias, carros bomba y ajusticiamientos de policías retribuidos según su escalafón. También por el homicidio de periodistas, jueces, políticos y gentes del común por hablar más de la cuenta, o por no hablar; de mujeres por no acceder a favores sexuales; de integrantes infiltrados del Cartel de Cali, y por otro sinnúmero de cuentas que el Patrón cancelaba a Pacho, y éste a su vez a sus subalternos.

Pero la complicidad en unos casos y la omisión en otros de los entes gubernamentales, eclesiásticos y civiles con lo que pasaba allí, y por extensión en toda la ciudad, dieron un vuelco radical cuando Colombia entera y el mundo se dieron cuenta de lo que venía sucediendo desde años atrás.

Los discursos hipócritas revestidos de falsa moralidad (aunque toda moralidad es falsa), empezaron a ser lanzados desde púlpitos y plazas públicas por los mismos que ayer se habían hecho los de la vista gorda y sacado tajada del conflicto. Nadie en Medellín, directa o indirectamente, podía decir en aquel tiempo y creo que ni ahora, que algo del dinero del diablo, como lo bautizaron, no ingresó a sus bolsillos.

Cuando la tal Comunidad Internacional se enteró de que en las laderas de Medellín existía un barrio llamado Aranjuez, en donde se le rendía más culto y respeto a los narcotraficantes y bandidos que a las propias autoridades, a todo habitante de esa comuna lo catalogaron como mafioso o delincuente, aunque la verdad era otra.

La persecución contra el Cartel de Medellín, sus lugartenientes y su brazo armado, por parte de la policía e inteligencia nacionales y foráneas no dio tregua. El barrio fue militarizado y colmado de retenes, con hombres de camuflado, cuadrillas de helicópteros y tanquetas de guerra. Hasta se veían de vez en cuando unos hombres extraños, de ojos azules y pelo mono, mascando chicle y patrullando las calles en carros con vidrios polarizados y sin placa.

A Aranjuez lo invadió la zozobra y la desconfianza. Los allanamientos y muertes, de lado y lado, no se hicieron esperar; los desplazamientos forzosos tampoco. Y no porque antes de ser militarizado no los hubiera, sino que con la llegada del ejército los homicidios aumentaron en forma descomunal, y las casas abandonadas se multiplicaron por docenas. Cómo sería la superpoblación de finados, que el párroco de Aranjuez, como casi todos los curas, visionario y buen negociante, mandó construir una sala de velación al lado de la parroquia. Ésta, sin exagerar, diariamente daba servicios a no menos de tres muertos.

Después de las ocho de la noche el toque de queda se adueñó de las calles, y aquellos que por una u otra circunstancia lo infringíamos nos exponíamos a ser ajusticiados por cualquiera de las únicas autoridades que allí regían: el ejército o Los Prisco. Los allanamientos se volvieron el pan de cada día. Los primeros, sin previa orden judicial, buscaban secuestrados, caletas, armas, drogas y reos ausentes; los segundos, buscaban únicamente «sapos». Por desgracia, lo peor aún no había llegado.

Cuando el gobierno decidió declararle la guerra abierta y frontal al Cartel de Medellín publicó en la televisión, en la prensa y en las paredes de la ciudad unos afiches que rezaban así: PABLO EMILIO ESCOBAR GAVIRIA, ALIAS «EL PATRÓN». SE BUSCA VIVO O MUERTO. RECOMPENSA 5.000 MILLONES DE PESOS. Debajo, en orden de importancia en pesos y rango, lo seguían en fila sus compinches. Ricardo, alias Pacho era, creo, el noveno en la lista, con una recompensa de 1000 millones de pesos. Pocos días después de estos anuncios comenzaron a circular en el barrio otros afiches, hasta mejor impresos que los anteriores, ofreciendo de igual manera jugosas recompensas: un millón de pesos por cada policía muerto; y en la medida que subía la jerarquía del uniformado dado de baja, subía la oferta.

Lo que en principio el Gobierno consideró como una magnífica idea para dar con el paradero de los integrantes del cartel se convirtió en su peor estrategia. Adolescentes aún sin cédula en la billetera, pero sí con un Smith & Wesson en la pretina, se dieron a la caza de policías. Era una manera fácil y sencilla de ganarse un millón de pesos, con los cuales conseguirse una motocicleta y realizar más cómodamente sus trabajos. Ahora bien, si la suerte y María Auxiliadora se colocaban de su lado, y el muerto no era un policía sino un sargento, teniente, capitán o coronel, hasta un carro se podrían comprar, y por qué no, de pronto una casa para la cuchita.

Existieron unos sicarios tan osados, y no es fábula, que acto seguido de realizar sus trabajos arrancaban la placa del pecho de sus víctimas y con ella aún ensangrentada corrían a la oficina a cobrar su recompensa. Como ellos mismos vociferaban, «la placa es el mejor trofeo para saber a ciencia cierta qué rango ostentaba el borrado y cuál es su verdadero valor». «Es la factura para saber el verdadero precio de la gonorrea que acabamos de tumbar». Otros, más cautelosos o experimentados, esperaban la difusión de la noticia en la radio antes de cobrar su botín. Y otros, los más temerarios, codiciosos y de mayor visión empresarial, colocaban carros bomba al paso de cualquier convoy policial y matar así varios pájaros de un solo tiro. Como era de esperarse, las autoridades no se quedaron con las manos cruzadas, y de idéntica manera como caían policías, comenzaron a caer bandidos.

El resto de cuanto sucedió lo sabe el país y medio mundo: las masacres en cada esquina, los carros bomba, los aviones convertidos en esquirlas, la explosión frente al edificio del DAS, la muerte de varios candidatos a la presidencia, el asesinato de periodistas, ministros, alcaldes, gobernadores…

Mucho después de miles de muertos el Estado notificó al mundo los acuerdos realizados para la entrega del Cartel de Medellín, logrados con la mediación de un sacerdote con cara de santo. (Los acuerdos por debajo de la mesa nunca se supieron). Serían recluidos en una «cárcel de máxima seguridad», construida y vigilada por ellos mismos.

Antes de llegar a estos arreglos Pacho había sido abatido en un tradicional barrio de la ciudad. Según pregonó el informe policial, «en un cruento enfrentamiento las autoridades dieron de baja a un individuo, quien resultó ser el reconocido jefe de la temida banda de Los Prisco, ala militar del cartel de Medellín, quienes tenían asolado el barrio Aranjuez. Con la muerte de este oscuro personaje, a partir de la fecha, se da por terminada su militarización».

De lo que el mundo no se enteró, ni dieron parte las autoridades, fue que, con la muerte de Pacho, con la entrega de El Patrón y con la desmilitarización de Aranjuez, quedaron muchísimos jóvenes desempleados que solo sabían matar y robar. En vista de que «los Muchachos» ya no gozaban de los altos ingresos de otrora para sus rumbas, ropas, drogas y mujeres, ni tenían un jefe que los dirigiera, el barrio se descuadernó, esta vez sí del todo.

Mataban por el simple hecho de ensayar un revólver; porque en un baile, sin darte cuenta, habías pisado el pie equivocado; porque, ingenuamente, le lanzaste un piropo o picaste el ojo a una muchacha que tenía como novio a un pillo; o simplemente porque, como solían decir de manera jactanciosa, «el dedo índice me está picando; vamos a hacer limpieza social y a darle borrador a cuanta gonorrea esté por ahí soplando», así ellos fueran los más sopladores de todos. Matar se convirtió en una necesidad y robar en una adicción; hasta asaltaban el carro que recogía la basura.

Una noche nos encontrábamos en la esquina de don Ignacio Pécora, la Gallina, Juan Diego y yo enfiestados, escuchando música, tomando cerveza y consumiendo, ya por aquel tiempo, basuco. Apareció un carro en donde venían «Barbarito» y otro reconocido integrante de Los Prisco, cuyo nombre no recuerdo, y si lo recuerdo no quiero mencionar. En la infancia, Barbarito había compartido con nosotros la misma escuela, las mismas novias y la misma pelota de carey. Ambos nos saludaron, uno por uno, de apretón de mano y con sonrisa efusiva:

¡Qué más parceritos! ¿Todo bien?

Aquí, tomándonos unos chorritos y escuchando la buena salsa. Les respondí.

Pues que sea un motivo, y ya no serán unos chorritos, sino unos chorrotes. Don Ignacio, sirva aquí una garrafa de guaro y deles a los muchachos lo que pidan. ¡Y que nos mate el licor, ya que el amor no pudo! —Todos brindamos. Los ojos de don Ignacio se movían al ritmo de su registradora.

La fiesta apenas comenzaba. De idéntica manera como apareció la garrafa de guaro aparecieron bolsas de perico, basuco y marihuana. Todos estábamos felices, sabíamos que con ellos allí primero se nos terminarían las ganas de consumir que los manjares.

Las manecillas del reloj se unieron en las doce, don Ignacio comenzó a cerrar las puertas del negocio, y entregándole un papel a Margarito, le dijo:

Mire, esta es la cuenta. Si quiere revísela, ahí está todo muy bien explicadito.

Tranquilo, don Ignacio, no se preocupe y tráigame otra garrafa de guaro. Tráigame también cigarros y unas gaseosas.

Estirando la mano, le metió un fajo de billetes en el bolsillo.

Y no se preocupe por la devuelta, se puede quedar con ella.

¿O sea que ya se acabó la rumba? preguntó Pécora desconcertado.

¡Cuál se acabó! La rumba apenas comienza. Hoy vamos a ver adonde es que amanece el diablo.

Con la tienda cerrada y sin un alma en las calles, nuestras narices y bocas comenzaron a consumir hasta el hastío. Cada uno estaba en lo suyo, unos con la marihuana, otros con el perico, yo con el basuco; y todos con el aguardiente, que pasaba de mano en mano y de boca en boca. Héctor Lavoe, con un grito lastimero, nos acompañaba desde los altavoces del carro: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el lindo clavel solo quiso florecer y enseñarnos su belleza y marchito perecer…».

Barbarito, con su mirada perdida, me llamó aparte y me dijo:

Parcero, piérdase de aquí que esto se va a calentar.

¿Calentar? ¿Y por qué?

No preguntés maricadas y perdete.

Sus ojos se le querían salir.

Pero si estamos pasando superbacano aquí. Me alejó unos pasos y levantándose la camisa me mostró una pistola.

Que te perdás, güevón. Yo a vos te quiero mucho y a tus cuchitos también. Parcerito, te tengo en la buena, por eso abrite del parche que no quiero que te pase nada. Haceme caso que esta maricada se va a calentar. Mirá, la bala que no es pa uno es mejor dejarla pasar.

Su mano empuñó la pistola y los ojos se le convirtieron en un par de cañones.

Bueno, parceros, yo me les voy, tengo el cupo completo. No me cabe un solo pasajero más.

Todos protestaron, excepto Barbarito y su amigo.

Mientras me alejaba rumbo a mi casa, trastabillando por el efecto de lo consumido, a lo lejos escuchaba a Héctor Lavoe: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el campeón mundial dio su vida por llegar y perder lo más querido, en la masa es otro más. Eeh alalalele lelele todo tiene su final…».

La resaca y el sol que daba en mi cara me despertaron y de inmediato me fui al baño, porque el agua era lo único que me devolvía a la vida después de una noche de farra. Una vez bañado salí hacia la tienda de don Ignacio en busca de algún menjurje de los que él preparaba, para tomármelo y recuperar, al menos en algo, mi cordura. Antes de llegar me encontré con Mako, el hermano de Pécora, borracho, amanecido y con sus ojos convertidos en sangre por el llanto. En tono de burla le dije:

Mako, qué hubo hermano. ¿Lo agarró la aurora?

Parcerito, ¿es que no sabe lo que pasó anoche?

El llanto y la borrachera casi no lo dejaban modular palabra.

No, no sé. ¿Qué pasó anoche?

Que mataron a Pécora en el callejón. —Recordé los ojos de Barbarito—. Y, además, mataron a la Gallina y a Juan Diego.

¡Ay, güevón! ¡No puede ser!

Las piernas me comenzaron a temblar y me tuve que sentar en la acera.

Dicen que fue la gonorrea de Barbarito con otra gonorrea. El Coco se pilló toda la vuelta. Los dejaron a los tres extendidos en el callejón. Parcero, todavía están en el anfiteatro y los que los vieron dicen que tienen la cara y el tablero llenitos de huecos. Pero esos pirobos me la pagan.

Calmate, güevón. Esperate hasta que se sepa bien qué fue lo que pasó. Y no te pongás a hablar maricadas.

Me levanté como pude y me devolví para la casa. Sentía como si a aquellos tres muertos los hubiera matado yo. Fue tanta mi cobardía que ni siquiera fui capaz de asistir al entierro de ninguno. No tuve la valentía ni la fuerza necesaria para mirar a las caras de las madres de aquellos que, hasta unas cuantas horas atrás, habían sido mis más cercanos amigos. A Pécora lo asesinaron por una pelea que había tenido con Barbarito en un partido de fútbol, diez años atrás. A la Gallina y a Juan Diego los mataron por pegajosos.

Meses después mataron a Mako, Gerardo y Moncada, todos hermanos de Pécora. Lo que quedó de aquella familia fue obligado a emigrar. Con el tiempo, don Ignacio cerró su tienda y Barbarito cayó abaleado en una céntrica calle de la ciudad, en un ajuste de cuentas.

Pasados algunos años en que pude ver la vida un poco más clara, y mis remordimientos un poco más sosegados, escribí este texto:

En memoria

Hoy recuerdo a todos esos que murieron antes de tiempo. A esos que no les alcanzó el hilo para poder elevar sus cometas al viento, a quienes el sol eclipsó para siempre sus sueños, a aquellos que cincelaron en la vida solo malos recuerdos. Flores marchitas, nombres en mármoles fríos, hijos ya apenas recuerdo para tantas madres que nunca serán abuelas.

Parece que fue ayer, cuando aun siendo niños caminábamos con pasos de viejo, cuando nos creíamos los dueños del mundo y apenas hasta la esquina del barrio alcanzaba nuestro boleto; aquella esquina que era todo nuestro mundo. Allí descubrimos el anís, la ansiedad por el humo y la calidez de unos senos. Pero todo tenía su precio y entendimos el poder del dinero.

Nunca quisimos ser niños, no había tiempo para los juegos, nuestra vida era más real. Ya éramos hombres de pantalones cortos, de imaginario bigote en nuestros pensamientos. De pronto aquella esquina ya no fue más nuestro mundo, sino más bien algo parecido al infierno. Algunos se hicieron esclavos de alguien o algo; y los que aún no, buscamos los caminos para serlo.

Nunca supe cómo ni cuándo, pero años antes de ser ciudadanos las cadenas ya ataban nuestras manos. Cadenas de anís y de humo blanco ataban nuestras mentes. Y ni qué decir de esas cadenas de polvo seco que no dejaron germinar tantas semillas. Quedaron únicamente madres sin hijos, interminables padres nuestros, más Ave Marías y muchas póstumas misas.

Aún no sé por qué quedé yo, si igual fui, como todos esos, un morador más de aquella esquina. Tal vez quedé para contar nuestra historia, para decirle al mundo que no fuimos culpables, para gritar que no fueron vanos los tan escasos pasos que caminamos. Ya hoy los niños no se mueren imberbes, y esa infausta esquina tampoco es un infierno. Pienso que no es justo, pero de algo, o mejor de mucho, valieron nuestros errados ejemplos.

miércoles, 26 de junio de 2024

El peso de una bala y un libro_ CMGT

 

El peso de una bala y un libro

(Los dos hombres más famosos de Colombia)

Carlos Mario Garcés Toro

Toda batalla o acto se puede analizar como si se mirara a través de un laboratorio de Rayos X, capaz de originar y revelar impresiones diversas según los intereses de cada individuo. Tal es el caso de la batalla de Bosworth, donde Ricardo III, el mata príncipes, viéndose asediado por el filo de la espada, gritó: «Un caballo, un caballo. ¡Mi reino por un caballo!». Borges debió haber pensado en la bruma de sus sombras iluminadas, como si de la niebla salieran rostros de caballo: «Lo cambio todo por un libro, extensión de mi consciencia, paraíso figurado por donde transito y entro al mundo de la imaginación, que escapa al mundo de la locura». En cambio, Pablo Escobar, el capo, un catador del bandidaje, un esnobista de la muerte, proclamaba en una de sus máximas, que hacía eco entre su capilla de seguidores: «Siempre quise ser un bandido, y a María Auxiliadora oraba y le pedía: ¡que nunca faltara en la recámara de mi pistola una bala!».

En el laboratorio de Rayos X, encontramos en las impresiones interiores las visitas que hacen los extranjeros al país, especialmente los gringos, quienes tienen dos lugares marcados en los mapas de viaje, con sus respectivas rutas y destinos: la ciudad de Medellín y el municipio de Aracataca. La primera, con el objetivo de conocer el centro de operaciones del capo de capos. La segunda, con el fin de conocer el corazón de Macondo, su realismo mágico y la casa donde habitó el mago de la más bella prosa poética. Las visitas entre una y otra son notorias, de acuerdo con las estadísticas que se tienen: mientras que a Medellín la visitaron el año pasado, 1 400 000 visitantes, Aracataca solo alcanzó el 2 % de la cifra anterior.

En la balanza se ponen en los dos platos una bala y un libro. Los visitantes que vienen a Medellín se desplazan a los predios de la antigua cárcel de La catedral para observar, desde lo alto de la finca, con la mano como visera, la panorámica de la ciudad de matices inexplicables en su realidad, y para preguntar a los lugareños sobre la arqueología de la cárcel y de su estado una vez que fue demolida por las autoridades y saqueada por los buscadores de tesoros y coleccionistas de dosieres: una carcomida tiza de billar, una leporina canilla de lavamanos, un cable sin cobre de un televisor, un patinado papel de archivo con una notas descoloridas, un pedazo de espejo que reflejó el rostro de barba tozuda y la luna en las noches; un baldosín suelto, un trozo de tela de camisa mugrienta, una barra de lapicero con estertóreos de tinta y autógrafos físicos o fisiológicos del capo en las paredes o en algún sucio papel olvidado en un rincón de los muros del baño. No faltó quien quisiera llevarse el espíritu y la respiración del lugar, como no faltó que los lugareños contaran a los visitantes que una vez demolida La catedral, y solo quedaran partes o restos de esta, llegaron incluso a filmar una película de porno en el lugar que fuera la cama del capo, donde reinas, modelos y presentadoras de televisión le hicieron la felatio.

En los mismos predios donde funcionó la cárcel, se levantó un monasterio de religiosos, como si con esto estuvieran buscando que la agüita amarilla de los monjes hiciera abluciones de limpieza en el lugar, donde la realidad supera la ficción en cuanto a la saturación de crímenes en cada rincón del aire.

Desde La catedral, los visitantes en peregrinación, como si estuvieran en Tierra Santa, son guiados con un sentido de orgullo por los detalles hacia el famoso barrio El poblado. Aquí se encuentra el museo Pablo Escobar, donde encontrarán motivos alusivos al capo: carros baleados, motos, piezas de avión, pistolas en vitrinas, esculturas de caballos, portadas de revistas y fotografías desde su juventud hasta su adultez. Destaca especialmente la icónica imagen donde aparece con su primo Gustavo, ambos vestidos con sombrero de paño, frac, chaleco, leontina, pistolas, una ametralladora y una botella de tequila en la mano. Además, en una pared se destaca una pintura del capo junto a Víctor Corleone, el padrino.

En cambio, aquellos pocos que visitan a Aracataca lo hacen buscando la casa museo donde Gabo pasó sus primeros años. Dentro de la inmensa casa, los visitantes encuentran las salas y habitaciones amuebladas con objetos de la época, como un susurro de voces del pasado que parecen deambular por el aire. En las paredes cuelgan fragmentos del mago de las palabras que asombró al mundo con su magia. En cada estancia hay un jarrón con flores amarillas. En los corredores, y a lo largo del recorrido perfumado, nos encontramos con nardos, rosas de alabastro, petunias y anturios. Al llegar a la habitación de Gabo, encontramos la cama de barandas de metal, una bacinilla en el piso; sobre una mesa circular reposa una ponchera de peltre que contiene una palangana, y sobre la cama cuidadosamente tendida, un libro de una edición inencontrable de Las mil y una noches, que el visitante puede abrir en cualquier página empatinada de tiempo y observar las ilustraciones de uno de los libros más influyentes en la imaginación humana, del cual Gabo aprendió los secretos de su poético oficio. Al fondo, se encuentra el taller de Aureliano Buendía, el hombre hecho leyenda, que fabricaba pescaditos de oro y logró hacer una transmutación alquímica en su interior para producir en moldes sintácticos de oro letras y palabras de una cadencia y eufonía que escapan al tiempo y se suman a lo maravilloso. Al salir al solar, nos encontramos con el castaño bicentenario, cuyas raíces y frondoso follaje fueron testigos de las conversaciones del niño con el árbol y las estrellas. Del solar emana un olor a guayaba, mezclado con fragancias de romero, lavanda y menta, como si alguien, con amor y sin hacer daño, estrujara con suavidad las flores y las plantas. Al abandonar la casa, uno siente que no debe mirar atrás, para que el encanto de ser despedido por mariposas amarillas no se rompa.

Es ahí donde uno entiende que el metal favorito de muchos es el plomo. El planeta de su influencia es Marte, con todo su sequito de muerte, que apunta la bala al pecho, y no el libro al corazón y cerebro humano. Sumadas las visitas y vistas las impresiones interiores en los Rayos X: para la mayoría, simbólicamente, pesa más en la balanza una bala que un libro.

domingo, 16 de junio de 2024

“‘La vorágine’ me capturó de por vida”: Carlos Guillermo Páramo

 Entrevista con el doctor en Historia y decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional. Explica los alcances del centenario de la emblemática novela colombiana que él acaba de reeditar. Además, es uno de los autores de la nueva Biblioteca “La vorágine”. Con esa inspiración, presentó al Congreso Nacional el proyecto Misión Ciencias Humanas.


El profesor, historiador y antropólogo Carlos Guillermo Páramo Bonilla asegura: “Hay grandes obras de la literatura latinoamericana que hacen muy mal en esconder la paternidad de 'La vorágine'.
El profesor, historiador y antropólogo Carlos Guillermo Páramo Bonilla asegura: “Hay grandes obras de la literatura latinoamericana que hacen muy mal en esconder la paternidad de 'La vorágine'.
Foto: Terumoto Fukuda


En 2010 charlamos cuando fue curador de una exposición sobre “La vorágine” en la Biblioteca Nacional. Ahora 2024 fue declarado el año de “La vorágine” por cumplirse el centenario de su publicación, y usted lideró, en la Universidad Nacional, una nueva edición del original de la novela de José Eustasio Rivera. ¿Por qué?

De La vorágine no escasean ediciones de toda índole. Tal vez puede ser la novela más reeditada en la historia de la literatura nacional. No hay una sola librería que no contenga una edición oficial o no oficial, y algunas son excelentes. El año pasado, para no ir más lejos, la Universidad de los Andes produjo una espléndida edición cosmográfica con énfasis en el territorio y la geografía. Pero siempre se han basado en la quinta edición, que supervisó Rivera en 1928, en Nueva York, pero la de 1924 nunca había vuelto a tener atención y era vista con recelo y desdén por la crítica literaria. Como la edición del 24 tiene unas características muy importantes que la hacen una novela sui generis y para ciertos fines mucho más vanguardista que la del 28, decidimos que la mejor forma de conmemorarla era reeditando la original.

Ahora varios profesores de la Nacional cotejaron esa primera versión con los manuscritos que hay en la Biblioteca Nacional y que cualquier colombiano puede ir a mirar en el centro de Bogotá. ¿Cómo asumieron el reto?

Teníamos no solo el desafío de curar la edición del 24, que nunca había tenido ese tratamiento, y así mismo poderla cotejar, que nunca se había hecho, al menos en una edición de la novela, con los manuscritos que están en la Biblioteca Nacional de Colombia, y que justo cuando se abrió aquella exposición, hace ya 14 años, eran recientemente adquiridos. Lo que buscamos hacer en compañía de Carmen Elisa Acosta, directora del Instituto Caro y Cuervo; de Jineth Ardila, directora del Centro Editorial y aguda crítica literaria, y la maestra Ángela Zárate, antropóloga, con el acompañamiento y la asesoría de la profesora Norma Donato, gran especialista en la obra de Rivera en nuestros tiempos, fue producir esta edición que es única en su género, porque trae una serie de notas al final que dan contexto histórico, auscultan algunas de las primeras intenciones de Rivera y le dan una dimensión histórica.

Como el objetivo de esta entrevista es invitar a los colombianos a que se reconecten con “La vorágine”, ¿qué encuentra alguien que vaya hoy a la Biblioteca Nacional y quiera ver los manuscritos?

Esos manuscritos son fascinantes. Partiendo de que se trata de una novela de indudable resonancia icónica en la identidad nacional, nos haya gustado o nos haya traumatizado en el colegio. Difícilmente la vida de la gran mayoría de personas en este país no ha pasado en algún momento u otro por La vorágine, siquiera porque la ha visto en alguna estantería. En muchos lugares de Colombia se aprende aún con amor y se recita. Hay una relación afectiva profunda con ella por las razones que sea. Entonces, encontrarse con el manuscrito y abrir este libro de cuentas que comienza con el título La vorágine que está encima de un tachón, y hay grandes especulaciones sobre cuál era el título original para el manuscrito, y que a renglón seguido siga el orden canónico de la novela con la carta a Arturo Cova y con el famoso “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó en la violencia”, pues es muy conmovedor. Recuérdese que es una novela que a su vez es un documento testimonial y es el cuaderno que Rivera le envía el ministro de Relaciones Exteriores para dar cuenta de la situación de unos colombianos en las fronteras, que se han perdido en la Orinoquia. Está elaborado por un poeta, Arturo Cova, que ha huido de Bogotá con su novia embarazada y entonces, cuando uno empieza a ver los manuscritos, verdaderamente siente que ya no está leyendo a Rivera, que estaba escribiendo de primera inspiración, sino a Arturo Cova, que es el que toma posesión. Además, Rivera escribe en una primorosa caligrafía de abogado. También hay esbozos de mapas, croquis, listas de mercado y de cosas que van a llevar a la selva. Documentos que ha trabajado sistemáticamente Norma Donato, todo un palimpsesto, un texto que tiene cinco o seis niveles de lectura e interpretación.

A la izquierda, la nueva Biblioteca "La vorágine", diez libros con distintas miradas de la novela, convocadas por el Ministerio de las Culturas y a disposición de cualquier colombiano en las bibliotecas públicas. A la derecha, la portada de la nueva versión de la edición original de 1924, reeditada por la Universidad Nacional.
A la izquierda, la nueva Biblioteca "La vorágine", diez libros con distintas miradas de la novela, convocadas por el Ministerio de las Culturas y a disposición de cualquier colombiano en las bibliotecas públicas. A la derecha, la portada de la nueva versión de la edición original de 1924, reeditada por la Universidad Nacional.
Foto: Cortesía Minculturas y UNAL

Usted también trabajó en el equipo que constituyó la biblioteca “La vorágine”, recién publicada, que los colombianos van a encontrar en las bibliotecas públicas con acceso gratuito. ¿Cuál es el objetivo?

Lo primero es resaltar esta iniciativa del Ministerio de las Culturas, de las universidades Nacional y de los Andes, y de la Biblioteca Nacional, que fue la que ejecutó el proyecto con el que buscamos darle un contexto a La vorágine a través de una serie de obras importantes que dialogan y arrojan nuevas luces sobre la novela.

Son diez libros que reúnen muchas miradas sobre la obra y usted coordinó el octavo, que da testimonio sobre los viajeros de la época de Rivera, donde usted llama a estudiarla de una manera más integral, más allá de la visión de “la novela de los Llanos Orientales”, sino revisando la Orinoquia y el Amazonas como claves de lectura.

En este volumen se busca hacer énfasis en algo que me importa y que tal vez es una de las mayores justicias que le podemos hacer a Rivera, pero también a la historia nacional: de manera explicable pero injusta solemos pensar que La vorágine solo denunciaba los crímenes de la Casa Arana en el Putumayo. Por supuesto que los denuncia, pero lo que tal vez más le importaba a Rivera era decir: esto no solo pasó en el Putumayo. Decir: ojo compatriotas, esto está pasando en el Orinoco, como hubiera podido decir esto también está pasando en el Perijá, en la Sierra Nevada, incluso, hay mucha especulación sobre si Rivera escribió una novela sobre la cuestión petrolera que desapareció misteriosamente después de que él murió. Entonces es importante que en este centenario le demos un contexto más amplio a la banda Orinoco, que es la zona de Vichada, Guainía, Vaupés y Guaviare, la gran región donde ocurren tres cuartos de la acción de la novela y lugares hacia los cuales debiéramos volcar más la mirada. Claro, hay que festejar el relanzamiento en La Chorrera, un resguardo muy importante, que fue sede de una de las estaciones mayores y más terroríficas de la Casa Arana, pero La vorágine hay que celebrarla también en Puerto Inírida, porque para el Guainía es una novela propia, íntima, que ocurre allá.

¿Cuándo leyó usted por primera vez “La vorágine” y por qué le despertó tanta pasión?

Tuve la fortuna de que no me la asignaron en el colegio. Hubo gente que la leyó y le gustó. Otra la odió, otra simplemente la leyó por deber y la consignó al desván del olvido. Mi infancia y mi adolescencia fueron particulares porque me refugié en los libros de Julio Verne, de Emilio Salgari, en Las aventuras de Sherlock Holmes, de Conan Doyle. Era un febril lector de eso y perdí año, entonces mis padres dijeron ya estuvo bueno de lectura, tiene que repetir y salvar año, y frente a esa veda empecé a leer clandestinamente La vorágine, por instigación de un tío que había vivido en la selva y el llano. A los 13 años no la entendí del todo, pero el drama que había ahí me capturó de por vida. Y luego, a través de mi trabajo de campo como antropólogo, pude dimensionar la interpelación de la novela con el país, que uno percibe en la zona esmeraldífera, en el sur de Bolívar, en el Guaviare, etcétera.

De acuerdo. Le cuento que el año pasado la releí con un gusto especial a raíz del drama de los cuatro niños indígenas que sobrevivieron a un accidente de avioneta en el Guaviare y, en especial, por Lesly, la niña mayor que protegió a sus hermanitos durante 40 días. Me recordó a uno de los personajes más enigmáticos de “La vorágine”: la indiecita Mapiripana, sacerdotisa de los silencios de la selva, cuyo rastro es como el de un duende. Ahí uno advierte cómo esta novela sigue hablándonos en el siglo XXI.

Claro. Es un texto que sigue siendo impresionantemente actual. Por ejemplo, hay un diálogo de la primera vez que Arturo Cova se encuentra con Narciso Barrera y de las primeras cosas que le dice es sobre los migrantes que los están dejando sin trabajo: “Con los asilados de Venezuela, que la infestaban como dañina langosta, no se podía vivir”. Y estamos hablando de hace 100 años y de Clarita, que es una figura absolutamente hermosa en la novela, una desplazada venezolana que se acomoda a las circunstancias y la utilizan y vapulean de todas las maneras. Y, claro, ese episodio de los niños de la selva, con todas las especulaciones que hubo sobre cómo los encontraron, dónde podían estar, si eran espíritus del bosque, es recrear La vorágine. El famoso perro Wilson que se fue a buscarlos es el descendiente de Dólar y Martel, los perros de la novela. A quienquiera que le tuviera miedo a la lectura yo le diría que es un libro para degustar, porque está envuelto en un lenguaje que resulta un tanto impenetrable, pero es que la selva es impenetrable de alguna manera. Y Rivera también quería dar el efecto de algo a través de lo cual toca ir abriendo camino.

Un siglo después, el valor de “La vorágine” es literario, antropológico, cultural, psicológico y político. Por eso, una vez el escritor Antonio Caballero me dijo: “‘La vorágine’ es la gran novela de Colombia”. ¿Está de acuerdo?

Coincido plenamente. Y esto no en demérito de otras obras insignes, pero esta es una novela sobre las fronteras paradójicas, escenarios aterradores y de una conmovedora belleza. Hay un momento que a mí siempre me saca las lágrimas: cuando Cova se reencuentra con la niña Griselda y le pregunta, furioso, cómo le va. Ella le dice: “¡Lo mismo que a vos! ¡Fregaíta, pero contenta!”. Hoy en día puede hablarnos en nuestra ética cotidiana, en quiénes somos como nación. Y claro, es la gran novela sobre la violencia, el extractivismo, el llano, la selva, el capitalismo, una gran novela inextinguible.

Es la trascendencia de un clásico, de un realismo lírico creado 40 años antes del realismo mágico. ¿Cierto?

Eso es muy importante porque, como bien lo ha señalado Jineth Ardila, una de las editoras de la reedición de la Universidad Nacional, uno de los avances al celebrar este centenario es que ya no vemos a un lado La vorágine y en otro a Macondo, a un lado Rivera y en otro a García Márquez. Uno no descarta al otro; al contrario, lo que encontramos son continuidades, temas que se retoman y como probablemente entre ambos describimos un retrato mucho más dimensional y rico, donde iremos incorporando otras novelas de antes, de después, incluso de nuestra época. Nos ha permitido pensar de una manera distinta la historia de la literatura colombiana, las tradiciones que allí convergen, los problemas que le asisten. Como usted lo decía, es una novela no solo para para estudios en literatura, sin menoscabo de la importancia de ello, es para antropología, historia, psicología, geografía, comunicación... Fue lo que procuramos en la edición de la Nacional, sumando artículos desde muy distintas miradas, como psicoanálisis, museografía y estudios de género.

Sobre esa visión universal, ¿qué tanto dialogaría la novela de Rivera con “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad (publicada en 1899), la famosa travesía por la selva africana?

El corazón de las tinieblas es una obra de talante universal. Es un clásico, inapelable, universal, que precede a La vorágine. Algo absolutamente llamativo es que siendo obras tan semejantes en muchísimas cosas, una no ejerció ninguna influencia sobre la otra, porque cuando Rivera escribió la suya no se había traducido la de Conrad al castellano ni al portugués, que eran las lenguas que él leía, pues no sabía inglés.

Pero sí dialoga con la obra del escritor uruguayo Horacio Quiroga, quien dijo que “La vorágine” era uno de los libros más importantes del continente americano.

Por eso Quiroga le escribió una carta pública muy bella a Rivera, mientras la crítica nacional tendió a sentirse incómoda con La vorágine. Algunos la saludaban, pero no sabían qué tenían entre manos y lo que uno lee entre líneas es que pensaban que Rivera era demasiado poeta para hacer prosa. Eso nos pasa a todos, porque somos miopes ante las cosas de nuestra época. Se necesitaba que alguien como Quiroga saludara la novela, una especie de Clemente Silva que escribía, que vivía en la selva, que estaba medio loco, que era un magistral escritor sobre la selva, con una profunda vocación hacia lo sobrenatural y con una enorme sensibilidad frente a otras realidades que ocurren cuando uno se ha compenetrado con la selva. Dicho esto, hoy en día tenemos que poner a La vorágine a dialogar con el Ulises (1920) de James Joyce, con La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, con las vanguardias literarias de su época.

Le cuento una anécdota. En 2014, después de mucho insistir, entrevisté, en Lima, al Premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa. Estaba empacando parte de sus libros para enviarlos a una biblioteca con su nombre en Arequipa. Sacó una edición vieja de “La vorágine” y me dijo: “Mire en lo que me inspiré para escribir ‘El sueño del celta’” (2010), su novela sobre el naturalista irlandés Roger Casement, quien estuvo en el Putumayo colombiano en 1910 y denunció ante el Parlamento británico la esclavitud promovida por los caucheros. ¿Coincidencia?

El sueño del celta es sobre el Putumayo y pasa por los mismos senderos de La vorágine. Pero es que Vargas Llosa también es autor de La casa verde, que está en la mejor tradición de la novela de la selva en la Amazonia peruana. Esos linajes se vuelven importantísimos, lo mismo con Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, que ocurre en una zona parecida. Hay grandes obras de la literatura latinoamericana que hacen muy mal en esconder la paternidad de La vorágine.

Todo esto sin olvidar que es la novela sobre la Casa Arana, la gran memoria sobre la muerte de al menos 70.000 personas, y que esa violencia ha sido transformada por guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares, mafiosos de la madera y la minería. O sea, ¿seguimos jugándonos el corazón al azar y nos lo sigue ganando la violencia?

Así es. Ahí hay claves que ayudan a adelantar una lectura de La vorágine. La primera es la dimensión histórica, porque es el más poderoso retrato que existe de la penetración peruana al Putumayo para extracción cauchera, de tal suerte que es una novela que, por un lado, denuncia la presencia del capital extractivista, muestra el drama y cómo eso conduce fácilmente al genocidio. Por otro lado, nos muestra que no es solo una gente mala que se metió a la selva a matar indios, sino que tiene la combinación de la ambición, el desprecio por la frontera, por sus habitantes y por la naturaleza, que conlleva volver a alguien un asesino insensible.

Hace un siglo esa codicia en la selva comenzó por la industria del automóvil pidiendo caucho para neumáticos, cien años después vemos la codicia por el coltán para fabricar teléfonos celulares.

Lo del coltán tiene que ver con la vigencia misma de la mirada de La vorágine. Pero usted lo pudiera ver en otros ámbitos, como la codicia por el conocimiento para generar nuevos mecanismos extractivos que producen otros tantos vicios de deshumanización.

Usted es doctor y profesor en Historia, y decano de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, y en esa calidad acaba de ir al Congreso Nacional a pedir el replanteamiento de nuestra visión de país a través de lo que ustedes bautizaron “Misión Ciencias Humanas”. ¿Qué es ese proyecto y por qué tiene que ver con la filosofía de “La vorágine”?

Para la Universidad Nacional es muy importante La vorágine porque su autor, Rivera, fue abogado graduado en 1917 y porque es una obra que nos encapsula, que nos pone en una nube para hablar del espíritu de la gran universidad pública del país y su preocupación por la frontera, por cómo se construye nación, por la diversidad, el conflicto y las relaciones con la naturaleza. Tiene como misión construir nación y ser órgano asesor del Estado para tal fin. Y en ese mismo sentido, en la Facultad de Ciencias Humanas nació algo que ha sido la fundamentalmente una idea genial de la maestra Alejandra Jaramillo Morales, que es una insigne escritora también y colaboradora de El Espectador: un proceso llamado Misión Ciencias Humanas, que apela a que busquemos que la sociedad y el Estado reconozcan un lugar especial para las ciencias humanas a través de una política pública y una serie de estímulos que eleven su lugar en la sociedad. Este es un país que sería inviable sin las disciplinas sociales y humanas para resolver los problemas de la alimentación, el conflicto, la convivencia, la ciudad. Aquí vamos en yunta con la Asociación Colombiana de Facultades de Ciencias Sociales y Humanas, y viene un ámbito de reconocimiento nacional sobre muy distintos aspectos que deben ser tomados en cuenta para esta política, que estamos corriendo contra el reloj para que pueda entrar en la agenda legislativa, pues hemos tenido buena recepción de senadores y representantes a la Cámara de muy distintos partidos, porque les concierne a todos.

Ojalá se concrete ese proyecto de ley porque en “La vorágine” queda claro que la ausencia del Estado es el principal caldo de cultivo de la violencia.

En un célebre aparte de La vorágine lo clama Arturo Cova: “Porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos”. El punto es que tiene que haber un esfuerzo nacional conjunto para reconocer nuestros territorios, sus particularidades, su sensibilidad, las diferencias culturales, la diversidad manifiesta en la novela y el Estado debe ejercer allí el monopolio de la fuerza.

Gracias por su valioso trabajo en esta convocatoria para que aportemos nuevas visiones de país desde la relectura de “La vorágine”. Le cuento que esta novela y la selva como inspiración literaria los propondré como temas del curso que dicto cada semestre en la maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional y uno de los invitados será usted. ¿Se le mide?


Fuente: https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/la-voragine-me-capturo-de-por-vida-carlos-guillermo-paramo/


Literatura en Otraparte: «¿Existe la biografía definitiva de Kafka?»


 

Franz Kafka - Cien años

 

Franz Kafka 

 

Nació en Praga el 3 de julio de 1883 en el seno de una familia de judíos asquenazíes. Sus padres fueron Hermann Kafka (1852-1931) y Julie Löwy (1856-1934), murió cerca a Austria; 3 de junio de 1924  

El matrimonio se instaló en Praga y pasó a formar parte de la alta sociedad. Desde el comienzo, quien marcó la pauta de la educación de Franz fue el padre que, como resultado de su propia experiencia, insistió en la necesidad del esfuerzo continuado para superar todas las dificultades de la existencia, siempre desde una actitud permanente de autoritarismo y prepotencia hacia sus hijos. La madre quedó relegada a un papel secundario en el aspecto educativo.

Kafka era el mayor de seis hermanos ​ Dos de ellos, Georg y Heinrich, fallecieron a los quince y seis meses de edad, respectivamente, antes de que Franz cumpliera los siete años. Tuvo tres hermanas: Gabriele ("Elli") (1889-1941), Valerie ("Valli") (1890-1942), y Ottilie ("Ottla") (1892-1943).

Tras la ocupación de Checoslovaquia, los nazis llevaron a las tres hermanas al gueto de Łódź. De allí llevaron a Ottilie al campo de concentración de Theresienstadt y el 7 de octubre de 1943 al campo de exterminio de Auschwitz, donde murió ese mismo día en las cámaras de gas, igual que otras 1318 personas que también acababan de llegar. Las otras dos hermanas también perecieron en el Holocausto.

Su obra, de las más influyentes de la literatura universal, es una de las pioneras en la fusión de elementos realistas con fantásticos y tiene como principales temas los conflictos paternofiliales, la ansiedad, el existencialismo, la brutalidad física y psicológica, la culpa, la filosofía del absurdo, la burocracia y las transformaciones espirituales.

 

Escribió las novelas El proceso El castillo y El desaparecido la novela corta La metamorfosis y un gran número de relatos cortos. Además, dejó una abundante correspondencia y escritos autobiográficos. Su peculiar estilo literario ha sido comúnmente asociado con la filosofía artística del existencialismo —al que influyó— y el expresionismo.

Sus relaciones personales también tuvieron gran impacto en su escritura, particularmente su padre (Carta al padre), su prometida Felice Bauer (Cartas a Felice), su hermana (Cartas a Ottla) y su amiga  (Cartas a Milena).

Los escritores influidos por la obra de Kafka, son Albert CamusJean-Paul SartreJorge Luis Borges y Gabriel García Márquez , Hacia los catorce años, Kafka realizó sus primeros intentos como escritor. Aunque destruyó los textos, llegó a percibir la diferencia entre sus trabajos y los de sus compañeros de clase, sobre todo en el aspecto formal.

Mientras estudiaba participó en la organización de actividades literarias y sociales como miembro del club Sala de lectura y oratoria de los estudiantes alemanes.

Aunque Kafka mostró poco interés en el ejercicio cuando era niño, más tarde desarrolló una pasión por los juegos y la actividad física, ​ y fue un jinete, nadador y remero consumado. Los fines de semana, él y sus amigos se embarcaban en largas caminatas, a menudo planificadas por el mismo Kafka.

Sus otros intereses incluyeron la medicina alternativa, los sistemas educativos modernos como Montessori, y las novedades tecnológicas como los aviones y el cine.

Escribir era de vital importancia para Kafka y lo consideró una "forma de oración". Era muy sensible al ruido y prefería el silencio absoluto cuando escribía.

También fue vegetariano estricto y naturista. No tomaba alcohol ni excitantes como el café, el  o el chocolate. Practicaba curas con limón. ​

Vale la pena , volver a la obra de este gran escritor … un encuentro con lo que somos y posiblemente seremos

Fuente: La red