sábado, 18 de julio de 2020

Alberto Vélez, el artista picante

Faber Cuervo

Se nos fue el loco lúcido un día del cual él ya tenía el recuerdo. Escogió una jornada de elecciones presidenciales, de esas que siempre matan la esperanza en los corazones de los votantes. Alberto fue lúcido hasta para morir. Fiel a su ley de descreer de cualquier remedio. Tal vez en lo único que creyó el Maestro fue en los movimientos de su pincel que dibujaron cuerpos de negras y de viejos, de niñas y jóvenes, de caballos y geografías exuberantes de selvas y ríos. Contaba los días como velas que se van apagando dejando cenizas y acaso alguna pasión encendida por una idea o una obra. Deslumbró con sus enormes pinturas que nos colmaron de emoción y amor por la naturaleza. Nos hizo mirar las inmensas riquezas de este miserable país que sigue privilegiando a una minoría corrupta ligada al poder político y económico. También nos hizo espantar porque advirtió en sus lienzos cómo los incendios, la minería, la potrerizacion y los sembrados de cultivos ilícitos están arrasando los pulmones de bosques tropicales que aportan agua y oxigeno al planeta.  Su obra refleja sus preocupaciones por la política, la economía, el medio ambiente y la calidad de vida de los seres humanos. Como exhortaba el poeta Fernando Pessoa, Vélez “brilló en cada lago, como la luna entera, porque alta vive”.

Si alguna actividad puede explicar una parcela de la vida de Alberto fue su permanente investigación. Un buen trabajo artístico es el fruto de una buena investigación; no sólo de técnica vive el pan, pudo haber dicho. Investigó la historia del arte universal, las ideas que inspiraron las escuelas artísticas, las principales corrientes filosóficas, la historia de Colombia y de la humanidad. Profundo impacto causaron en él las teorías del historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de los libros “De animales a dioses”  y “Homo Deus”. Aumentó su desconcierto, pues el Homo Sapiens es un asesino ecológico en serie, según este escritor. Desde hace 70.000 años no ha parado de extinguir especies animales y de flora. El progreso del hombre, de alguna forma, consiste en cambiar los ataques del tigre y las mordeduras de serpientes a los accidentes de autos y contaminación industrial. Los Estados se han preocupado por ser fuertes, no porque la gente fuera feliz.  Los modelos de desarrollo incrementan el Producto Interno Bruto pero envenenan los mares, socavan los páramos, se engullen los bosques. El éxito de los países no debería medirse por el PIB sino por la FIB: Felicidad Interior Bruta. Los pactos para reducir la emisión de gases de efecto invernadero son pura retórica, nada hacen los países industrializados para detener el deterioro global. La cultura es el sistema de redes que propaga los mitos y las ficciones que determinan la forma de pensar de la gente. A su vez, las ficciones ideológicas reescribirán las cadenas de ADN, mientras los intereses políticos y económicos reescribirán el clima, y la geografía de montañas y ríos dará paso al ciberespacio. Finalmente, la biología se fusionará con la historia. 

El maestro Vélez lo fue de la vida, de las artes y de la reflexión. Quizás lo que más hizo en su vida fue pintar, leer y tertuliar. Fue un devorador de literatura e historia. Hablaba con pasión y conocimiento, nos contagiaba con su peculiar manera de transmitir las ideas. Era un libre pensador, ajeno a discriminaciones religiosas, políticas, de raza y sexo. Se burló de la ola homofóbica que se viene apoderando de las mentes en Colombia. Detestó a personas de doble moral que hacen política con el maltrato a niños y el acoso a mujeres. Alberto no se sentía muy cómodo en este establo de prejuicios e imposturas, en este mundo líquido y virtual. Comulgó con el verso de Jorge Luis Borges, “repito que he perdido solamente la vana superficie de las cosas”.  Su vida oscilaba entre las tensiones del mundo fenoménico que cada vez le importaba menos y su vida interior de intensa energía y meditación. Pero estaba más feliz cuando se encontraba con sus amigos, se regocijaba en la camaradería, desplegaba sus concepciones picantes e irreverentes, sus sarcasmos y humoradas. Sin risa no soportaríamos este infierno de estar vivos, también pudiera haber dicho.

Fue capaz de vivir del arte, algo impensable en un país que sólo patrocina el atraso. De manera discreta expuso su obra en algunas galerías. Eludió el boato y la vanidad de la farándula y la crítica. Fue un pintor solitario. Tan solo y austero como los apartamentos donde vivió. Le bastaba una cama y un estudio para vivir. Tan sencillo en el trato como la ropa que vestía. Las veces que más se arregló fueron en un par de exposiciones en las que se puso sombrero de paño y gabán.  Para comer, no fueron pocas las ocasiones en que vivió en carne propia el abandono y la pobreza de la mayoría de nuestra población. Hijo de una familia de trabajadores, habitantes de un barrio popular de Itagüí. Se crió en una ciudad que permitió sucumbir a muchos artistas que no podían suplir las necesidades de la subsistencia. Vio cómo los muros ciegos y una atmósfera gris cubría la vida cotidiana. Huyó de la violencia que desató la alianza entre políticos y narcoparamilitares. El barrio San Antonio de la ciudad de Cali fue su tranquilo y fecundo taller donde arrancó la mejor producción de sus manos mágicas. Fue acogido por los artistas del barrio a quienes ayudó económica y artísticamente. Allí engendró a su hija Laura del Mar. Allí se enamoró de la brisa y los colores del cielo valluno. Allí contactó el rio Cauca, el “Patrón Mono” como le llaman los pobladores del Bajo Cauca antioqueño. Y volvería a contactarlo en sus correrías por las rugosidades de Antioquia, en la que también encontró el río Magdalena en cuyas riberas desarrolló un proyecto productivo y cultural con las comunidades. Fue aquí donde arraigó su profunda conciencia ambiental. Pudo ver los hermosos valles, bosques y cañones con sus ricos ecosistemas, biodiversidad y abundancia de agua. Fue aquí donde germinó la futura obra sobre los paisajes amazónicos y chocoanos. Pero, de nuevo, tuvo que huir porque su irreverencia y compromiso con el saber popular no gustó a los paramilitares. 

Contrató luego una expedición por el Amazonas. Convivió con indígenas. Navegó, en una panga, el rio más caudaloso del mundo. Tomó apuntes de los apabullantes parajes de la selva, se extravió en la espesura. Regresó a su Itagüí natal con un cosmos verde girando en su imaginación. Empezó a pintar dípticos y trípticos para armar inmensos cuadros con las imágenes traídas de su excursión. No copió la selva porque un verdadero artista no imita la realidad sino que la vuelve a crear para revelar una verdad envuelta en estética. Sus óleos nos conmueven por su belleza y alta técnica. No queremos zafarnos de sus árboles y aguas. Son tan hermosos que logra confundirnos y creer ciegamente que la selva es así de esplendorosa. Sus manos nigrománticas consiguen engañarnos porque en realidad la selva es intimidatoria, asimétrica, caprichosa y abigarrada. El arte es una bella mentira, dijo Oscar Wilde. Y esto fue lo que hizo Alberto como gran maestro de la paleta. Pintó tan magistralmente que sentíamos el frio de las neblinas en sus lienzos, nos quemaban las lenguas de fuego que devoraban los árboles, nos asustaban los pantanos en los ramales del Amazonas. No tuvo necesidad de pintar ni monos ni guacamayas ni peces; ellos estaban detrás de las cortinas vegetales y de agua. Nos los imaginamos porque la vida irisaba sus cuadros; la energía orgánica impregnaba cada poro de sus telas. Aunque una obra de elevada factura estética, no dejaba de ser una obra muy política que nos habla de los atropellos a la Madre Tierra. Y esto la hace más grande, más profunda, más pertinente para el contexto de calentamiento global.

El artista había recibido la herencia de la Revolución como propuesta para acabar con la desigualdad social y otras maldiciones. Pero se apartó pronto de dichas doctrinas inciertas. Tomó el camino del arte porque vio en éste una columna más segura para atrincherarse. Desde aquí se dedicó a mirar y plasmar multicolormente el universo, para evitar los reduccionismos, las miradas en blanco y negro, los extremos dañinos. La idea de cambiar el país a punta de balas le pareció tan perniciosa como la idea de la democracia a punta de Estatutos de Seguridad y Seguridad Democrática. Los extremos se tocan y llevan por diversos caminos al sufrimiento y la negación del Estado de Derecho. Mientras Vélez se encerraba a pintar día y noche como una máquina enfebrecida, el país caía cada vez más en un descuartizamiento de cuerpos humanos, de animales, de territorios, de instituciones, de dignidades, de lealtades, de valores. De las ficciones de país semifeudal se pasó a la horrenda realidad de narcoestado dirigido por una caterva de gánsteres vestidos con trajes de políticos. A los ciudadanos que se atrevían a denunciar la corrupción los asesinaban, y a sus asesinos, el presidente de la República los premiaba enviándolos como embajadores y agregados militares al extranjero.

Toda esta mezcla de matadero, manicomio y teatro de marionetas y titiriteros desconciertan a cualquiera; Alberto no fue la excepción. Pero él tenía herramientas de las que muchos carecen para no ser afectado: el picante acerbo, la irreverencia, el escepticismo, el nihilismo, la apostasía. Como libre pensador no se matriculó en ninguno de los múltiples bandos que arruinan a Colombia. Siguió caminando solo, acompañado apenas de sus pinceles y cuadros. Pero tuvo que gritar. Varios de sus amigos escuchamos sus alaridos y vimos sus muecas. Se retorcía en la silla, abría desmesuradamente sus ojos azules. Levantaba su largo cuerpo como una cobra, iba y volvía. Salía a la acera a fumar un cigarrillo. Lo apagaba. Entraba y se encendía de nuevo el verbo vertiginoso y arrollador de su garganta. Recordaba su origen africano, la esclavitud de siglos, los logros culturales de los mexicas, la injusticia que padecen indígenas y negros.

Sin embargo, Vélez no escapó al desencanto que produce el devenir. Sí, el percibir que el tiempo transcurría y los mensajes de sus pinturas a favor de la protección de los santuarios naturales no lograban persuadir a los actores causantes de la destrucción ecológica. Se alarmaba con las crecientes estadísticas de deforestación de los bosques andinos y tropicales. Se fue con la incertidumbre de lo que pudiese ocurrir en la represa Hidroituango. Estaba preocupado. Percibió que allí no se escuchó el saber ancestral de los Nutabes y “cañoneros” que “barequean” en el “Patrón Mono”. Tampoco el clamor de los pescadores y cultivadores ribereños. El Maestro no era un “antidesarrollo”; consideraba que se necesita la hidroeléctrica para cubrir futuras demandas de energía, pero también advertía que el desarrollo no debe hacerse a cualquier precio, más cuando hay impactos sociales y ambientales desastrosos. 

  
Vélez renunció a la vida justo en una coyuntura política. Todas las maquinarias corruptas que han parasitado en torno al presupuesto nacional se han unido en torno al candidato que representa el posible regreso de las fuerzas más oscuras y retardatarias al poder. Toda la maldad y el totalitarismo que ha parido este país de mierda se alinea contra un candidato al que satanizan y proyectan lo deleznable que aquella horda encarna. Y las fuerzas democráticas en lugar de juntarse sin dilación alguna, se dividen, se diluyen en un vacio tibio e irracional. ¿Coincidencia o fatalidad? En esta esquina de América se cumplió la sentencia de Simone de Beauvoir, la filósofa francesa: “El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”.

El artista picante vivió intensamente. Hizo de su vida lo que le dio la gana. Tuvo vida propia, no prestada. No siguió ninguna normatividad esclavizadora. Se acostaba y levantaba cuando le provocaba. Aplicó la consigna de Virginia Woolf, la novelista inglesa: “No hay prisa. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie salvo uno mismo”. Tuvo la fortuna de acompañarse en sus últimos años de Érica, su otra hija. Su vida reverdeció con la presencia de ésta quien le sacara su raíz artística. Alberto nos deja lecciones significativas: dudar de todo, replantear los conceptos aprendidos, criticar constructivamente, investigar, dedicarse a algo útil con persistencia, vivir sin temer la muerte. Son otras herramientas que podemos recoger para seguir pintando la vida con palabras u otras posibilidades. Gracias al amigo porque nos alegró la vida, nos hizo reír, nos puso a pensar.  

Envigado, junio 3 de 2018.

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