El poeta Verano Brisas vino al mundo en Salgar en 1938
y salió de él en el centro de Medellín el 26 de agosto de 2019.
Uno de los seres más originales que hubo. Una vez, cuando un homónimo trató de birlarle la pensión del Seguro (1), lo describí con “su porte de atleta, calva celeste donde se reflejan las nubes, unas cejas de fósforos El diablo que a la vez encantan y atemorizan y un vozarrón de cantante operático, que había nacido como Óscar de Jesús González Toro, pero cierta vocación bucólica lo llevó a cambiarse el apelativo corriendo el riesgo de perder la pensión”. Era quien con más entusiasmo esperaba la aparición de “33 poetas nadaístas de los últimos días”, de los cuales quedamos 13, volumen que publicará en breve la Biblioteca Nacional de Colombia. Fiel amigo y discípulo, durante 33 años asistió a los Talleres de poesía de Jaime Jaramillo Escobar en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Por esta razón, y por estar también en consulta de Urgencias, delego en el poeta Jaramillo la reseña del seleccionado desaparecido.
“Verano Brisas no es ningún principiante. Más de treinta obras de consistente valor literario son el resultado de treinta años de paciente trabajo. Incluyen un Pequeño diccionario de términos marinos (Glosamar), un volumen de ensayos, otro de relatos, dos novelas, varias obras de teatro y veinticuatro libros de refinada poesía. Verano Brisas fue primero chico de río, y más tarde hombre de mar, como sabrá quien lo leyere. A los nueve años viajaba solo por el río Cauca, desde Anzá hasta Santafé de Antioquia, abrazado a un trozo de guadua. El regreso lo hacía pegado de la cola de la mula del padre Mamerto Flórez, legendario cura de Anzá. Desde entonces se ha pasado la vida flotando sobre cualquier madero, en aguas embravecidas. Y cuando no flota vuela, porque también fue piloto en los aún recordados DC-6 de Aerocóndor, y lo peor que puede ocurrirle es estar en la dura y peligrosa tierra firme, donde el que se cae se quiebra la testa, que tanto se necesita para pensar. En efecto, un mal día de su niñez se arrojó a un charco desde considerable altura, dando de cabeza contra una roca en la que se destrozó el cráneo. Sus asustados compañeros lograron sacarlo inconsciente y amarrarle la cabeza con una camisilla mientras buscaban socorro. Adolescente aún resbaló en el borde de un horno, en una hacienda panelera, y cayó en un fondo, o paila de melaza hirviente, que es la representación popular del infierno. Se pensó que no alcanzaría a llegar a un hospital en donde pudieran hacerse cargo de un diablo tan quemado que se le veían los huesos. Así como los Masai creen, según se dice, que todos los ganados les pertenecen, eso mismo creía Verano, enamorado de los aviones. Un día, con otro piloto, tomó uno cualquiera en el aeropuerto de Miami y salieron a dar una vueltecita, para demostrar la inseguridad aeroportuaria. Por supuesto, los persiguieron, los alcanzaron cerca de cierta isla, y en consecuencia fue deportado. Entonces optó por el comercio y el esoterismo en el sur del país. En los negocios siempre fracasó, pero en cambio llegó a ser un eminente profesor de ciencias ocultas. Luego fue a parar a la costa colombiana del Pacífico, en donde se dedicó por años a la navegación y la pesca marítima. Más tarde se decidió en el Ecuador por la profesión de odontólogo, que ejerció posteriormente en Medellín. De la odontología pasó a ser astrónomo aficionado, miembro de ACDA, y como se comprende, de todo eso a la poesía no hay sino un paso, que lo dio después de la muerte de sus dos esposas y la separación de varias compañeras, pues olvidaba decir que también es experto en señoras, como que administró en Cali una rumbosa casa de citas con cuarenta mujeres. Y hasta un videobar gay en Bogotá, mientras se dedicaba al teatro como actor y autor, y se convertía a la vez en aclamado conferencista... En la tradicional pobreza de la poesía colombiana algunos logros sobresalen, entre ellos –ya se verá– la obra de Verano Brisas”.
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