domingo, 29 de septiembre de 2019

Autobiografía_ Tomás Carrasquilla.

Este servidor de vosotros nació, ha más de once lustros sin que hubiera anunciado el grande acontecimiento ningún signo misterioso ni en el cielo ni en la tierra. Fue ello en Santodomingo, un poblachón encaramado en unos riscos de Antioquia. Según unos, se parece a un nido de águila; según otros, a un taburete. Opto por el asiento. En todo caso, es un pueblo de tres efes, como dicen allá mismo: feo, frío y faldudo.
Mis padres eran entre pobres y acaudalados, entre labriegos y señorones y más blancos que el Rey de las Españas, al decir de mis cuatro abuelos. Todos ellos eran gentes patriarcales., muy temerosas de Dios y muy buenos vecinos.
Como querían que fuera doctor y lumbrera, me pusieron, desde chico hasta grande, en cuanto colegio hubo por esas cordilleras. ¡Pobres viejos!
Fue mi primer maestro "El Tullido", por antonomasia, protagonista, luego, de algún cuento mío. 
Parece que esos mis primeros pasos en la carrera de la sabiduría me imprimieron carácter desde entonces, porque en ninguna parte aprendí nada. La indolencia, la pereza y algo más de los pecados capitales, a quienes siempre he rendido ardiente culto, no me dejaban tiempo para estudiar cosa alguna ni hacer nada en formalidad. Mas, por allá en esas Batuecas de Dios, a falta de otra cosa peor en qué ocuparse, se lee muchísimo. En casa de mis padres, en casa de mis allegados, había no pocos libros y bastantes lectores. Pues ahí me tenéis a mí, libro en mano a toda hora, en la quietud aldeana de mi casa. Seguí leyendo y creo que en el hoyo donde me entierren habré de leerme la biblioteca de la muerte, donde debe estar concentrada la esencia toda del saber hondo. He leído de cuanto hay, bueno y malo, sagrado y profano, lícito y prohibido, sin método, sin plan ni objetivos determinados, por puro pasatiempo. De aquí que sea casi tan ignorante como el tullido consabido. Lo que tengo en la cabeza es un matalotaje caótico de hojarasca, viruta y cucarachas. 
Cualquier día me dio por escribir, sin intención de publicar; y ahí emborronaba mis cuartillas, lo mismo que ahora o menos mal, acaso; pues creo que en vez de adelantar retrocedo en el tal embeleco literario. A nadie le contaba de mis escribanías. Ni siquiera a mi familia. Pero como la gente todo lo husmea y el diablo todo lo añasca, el día menos pensado recibí una nota por la cual se me nombraba miembro de un centro literario que dirigía en Medellín Carlos E. Restrepo en persona. Acepté la galantería, y como fuera obligación, une qua non, producir algo para ese círculo, farfullé Simón el Mago, para los socios solamen­te, según rezaba el reglamento. Pero Carióse, que desde mozo la ha puesto muy cansona y por lo alto, determinó modificar la constitución y echar libro de todas nuestras literaturas. Acepta-dísima fue por el publiquito antioqueño la miscelánea aquella. Allí salió mi relato, con seudónimo, por supuesto. 
¡Y malón fue el que yo me levanté con todo y anagrama! ... Por eso descubrieron quién era el incógnito principiante.
Tratábase una noche en dicho centro de si había o no había en Antioquia materia novelable. Todos opinaron que no, menos Carióse y el suscrito. Con tanto calor sostuvimos el parecer, que todos se pasaron a nuestro partido; todos a una diputamos al propio presidente como el llamado para el asunto. Pero Carióse resolvió que no era él sino yo. Yo le obedecí, porque hay gentes que nacen para mandar.
Una vez en la quietud arcadiana de mi parroquia, mientras los aguaceros se desataban y la tormenta repercutía, escribí un mamotreto, allá en las reconditeces de mi cuartucho. No pensé tampoco en publicarlo: quería probar, solamente, que puede hacerse novela sobre el terna más vulgar y cotidiano.
El manuscrito fue leído por gentes competentes, que lo en­contraron bien. De él se publicaron varios fragmentos. Cons­treñido luego por amigos y parientes, resolví sacarlo a la calle, en la seguridad de que nadie lo leería y de que echaba al río el valor de la edición. No resultó así: el líbraco fue leído, comentado, y se vendió muy pronto. ¡No fue ni gracia! Encontré aquí padrinos muy buenos e influyentes, que me lo ampararon antes y después de su salida. Entre ellos, Diego y Rafael Uribe, José A. Silva, Laureano García Ortiz, Jorge Roa, Antonio José Restrepo, Mariano y Pedro Nel Ospina y los redactores de la Revista Gris. Don Rafael María Merchán y don José Manuel Marroquín, que leyeron todo el manuscrito, encontraron aquello poco menos que detestable. Tal es la historia de Frutos de mi tierra. 
Casi estoy de acuerdo con estos dos maestros. En verdad que a esa obrilla, por más que haya gustado, le concedo muy poco mérito artístico. De tener alguno, será, probablemente, como documento literario, por ser ésa la primera novela prosaica que se ha escrito en Colombia, tomada directamente del natural, sin idealizar en nada la realidad de la vida. Y digo que la pri­mera, porque Manuela, si muy hermosa, meritoria y realista, es más bien un estudio de costumbres que de caracteres, amén de estar inconclusa. 
Después he publicado tres novelas extensas, varias cortas, al­gunos cuentos y muchísimas chilindrinas, a guisa de crónicas, que llaman ahora. El año pasado publiqué en El Espectador de Medellín, una serie de cuadros rústicos y urbanos, alternados, con el título de Dominicales, que por ser enteramente regionales, agradaron bastante en esas Beocias. 
Nada de lo que he publicado, fuera de Salve, Regina, me pare­ce bueno. Mal podría parecerme: tengo idea altísima del arte, muy baja de mis facultades, y conozco los grandes autores. Si he publicado y publico, es porque me pagan, y no muy mal, relativamente. Soy, pues, una pluma alquilada y como a tal se me debe apreciar. 
Al cuarto poder tengo qué agradecerle. Verdad que algunas veces, por rencillas o antipatías personales, o por rivalidades del oficio, o porque así lo merezco, se me ha tomado el pelo, a pesar de mi calvicie; se me ha insultado y hasta se han escrito libelos contra mí; pero también se me han prodigado muchí­simos elogios, que estoy muy lejos de merecer. Si agradezco lo uno no me quejo de lo otro, ni por ello me amilano. Quien le salga al público, en cualquier campo, está expuesto a todo. Debe tener, por ende, el valor y la sangre fría que para ello se requiere. 
La labor del novelista que quiera reflejar en su obra la vida ambiente, es de suyo agria y espinosa; mayormente en ciudades reducidas. La maledicencia, que a todos nos enferma, encuentra en cada novela de esta índole amplio campo para sus lucubraciones. Y es lo hermoso del caso que nadie se fija en los personajes buenos o elevados de una ficción novelesca, para buscarles el original en la vida real y efectiva; pero no se trate de algún tipo malvado o ridículo, porque al punto vemos en él la vera effigies de Zutano o de Fulana, y a cada cual nos faltan pies para correrle con el enredo. Con frecuencia ni los conoce el autor. Pero ¡vaya usted a probarles que no! El lector está siempre más enterado que el autor. Los odios, las enemistades, el rompimiento de vínculos dulces que estas suspicacias ocasionan al pobre novelista, no las compensan ni lauros ni dinero. Lo digo con harta experiencia. Mas no me quejo, tampoco, ni pretendo hacerme víctima del arte. No es la mía para tanto, ni puedo ser hostia, ni mis condiciones personales ni mis circunstancias son para esperar consideraciones de ninguna especie. Poco importa: por un amigo enajenado surgen otros; cuando unos se van, otros vienen; porque la vida es un hacer y deshacer que nunca cesa. Y, puesto que existen enemistades y odios, será porque la misma armonía de la vida lo necesita y lo impone.
No tengo, en formalidad, ninguna obra inédita; pues no pue­den llamarse tal unos papelorios fragmentarios y embrionarios, que ni sé dónde están ni qué contienen. Acaso los haya perdido del todo. No hacen falta: mis manuscritos, que son unos mapamundis, de nada sirven; lo poco que les puedo descifrar, lo cambio por completo. 
El de Medellín por dentro, que muchos han visto y del cual han leído capítulos enteros; ese horror donde figuran, con sus pelos y señales, todas las maldades de nuestra capital de provincia, sólo existe en la imaginación creadora de algunos Horneros. Ni soy yo, tampoco, el inventor de tal título: es de otro novelador antioqueño. Me cumple decir aquí que sólo he tomado modelos verdaderos, cuando sirven a mis planes personas de alma bella y elevada. Bien así como se publican en cualquier revista los retratos de damas notables y hermosas. Aquí se me ha instado, se me han dado datos, se me han ofrecido los que quiera, para que escriba una novela de la alta sociedad. No haré tal, pro­bablemente. Las clases altas y civilizadas son más o menos lo mismo en toda tierra de garbanzos. No constituyen, por tanto, el carácter diferencial de una nación o región determinada. Ese expolíente habrá de buscarse en la clase media, si no en el pueblo. Tampoco es Bogotá para conocerse a las primeras de cambio; es ciudad muy complicada, que necesita largo estudio. Y yo, ni he vivido en ella ni puedo escribir por referencias: necesito la documentación personal.  
No quiero tampoco, con la polvareda que levantan siempre obras de esa índole, granjearme la animadversión de una sociedad que tanto quiero y de quien he recibido tantas finezas, tan inmerecidas como cordiales. No lo extraño. La buena bandera acoge y guarda la más exigua mercancía.
No tengo escuelas ni autores predilectos. Como a cualquier hijo de vecino, me gusta lo bueno en cualquier ramo. Diré, sí, porque a los colombianos nos atañe, que, en mi pobre concepto, puede gloriarse nuestra Patria de tener el primer prosista y el segundo lírico de esta lengua castellana. Me refiero al Indio Uribe y a José A. Silva.
Tomás Carrasquilla
Bogotá, 15 de noviembre de 1915

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