domingo, 19 de mayo de 2019

Crescencio Salcedo, el ‘compae mochila de los pies descalzos’

Crescencio Salcedo, el ‘compae mochila de los pies descalzos’

Luis Daniel Vega
Lo conoció ya moribundo
con las manos largas y cansadas
la derecha no podía moverla sino
hasta cierto gesto que no le impedía ejecutar
sus melodías en la
flauta
(Manuel Hernández)
En ‘Vivir para contarla’, Gabriel García Márquez recuerda la gran cantidad de músicos que desfilaban por las calles barranquilleras en los años cincuenta del siglo pasado:
“Otro muy popular era Crescencio Salcedo, un indio descalzo que se plantaba en la esquina de la Lunchería Americana para cantar a palo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas, con una voz que tenía algo de hojalata, pero con un arte muy suyo que lo impuso entre la muchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud la pasé plantado cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hasta aprenderme de memoria su vasto repertorio de canciones de todos”.
Hijo de Lucas Crescencio Salcedo y Belén Monroy, Crescencio Salcedo nació el 27 de agosto de 1913 en Palomino, corregimiento de Pinillos, en el departamento de Bolívar.
Temerario, pícaro pero obediente, nunca fue a la escuela y, más bien, vivió una infancia envidiable al lado de su abuelo Telésforo Monroy, quien lo inició en las artes de la cacería, la ganadería y la agricultura. De ese profundo amor por la naturaleza quedó ‘El rastrojito’, un bambuco que dice:
El rastrojo precioso y bonito/ es donde tengo mi ramadita./ Lo que siembro produce todito/ y en él vive mi santa viejita/ Es por eso el rastrojo bendito/ que mi Dios con su mano bendice/ y le pone virtud a mi humilde ranchito/ la canción bien lo dice”.
Ya entrado en la juventud se fue a trabajar con Roberto Balcázar, un señor que comerciaba telas, mantas, toallas, franelas, ruanas y pantalones. En esas se hizo marinero de río y durante algún tiempo estuvo al frente de ‘La Bolívar’, una lancha que franqueaba el Magdalena con toda clase de chucherías.
Al que ya por esos días la vida trashumante se le antojaba un asunto fascinante, se dejó hechizar por la música presente en las fiestas populares.
En el libro ‘Mi vida’ (Ediciones Hombre Nuevo, 1976) –publicado póstumamente por los investigadores Jorge Villegas y Hernando Grisales- Salcedo se refiere con gracia al momento iniciático: “¡Yo saborié tanto en mi juventud esos festivales en tiempo de Navidad! ¡Eso sí es muy bonito, pero muy bonito!
Ahí vienen las piquerías de los barrios en los pueblos; los encuentros en las plazas.
Esas tamboras, esos tambores, esas maracas piqueriando de un barrio a otro barrio hasta encontrarse en la plaza, en la parte céntrica. ¡Daba gusto! Las contestaciones de las voces, tanto de una parte como de otra; los encuentros de un barrio con otro barrio con tambores y tamboras, versificadas, piqueriando en cuartetos los que cantaban”.
Entre el río y las labores del campo, entre el jolgorio frenético y la conversa silvestre empezó a escribir canciones y a construir sus propios instrumentos: “Desde niño. Nadie me enseñó. Eso me gustaba y hacía mis flautas a mi antojo. Como a mí me nacía hacerlas. Hasta que ya fui obteniendo mi poco de técnica, un poco de maestría. Ya fui haciendo las cosas como conocedor, cómo se cogía una flauta y se tonificaba bien.
Ya cogía y hacía una gaita por mi cuenta. Ya era un hombrecito, ya tenía conciencia de lo que hacía. Yo mismo las construía. Porque cogía el carrizo para hacerle huecos y, luego, me sonaba. De ahí, prencipié a desarrollarme de parte mía para hacer las cosas. Y, como viendo y oyendo se aprende, entonces, yo oía lo que los mayores hacían”.
Cuando murió su abuelo, se fue de Palomino para no volver. Durante ocho años vivió en La Guajira con los indios. Ellos le enseñaron los secretos de las plantas. Se hizo yerbatero, oficio que nunca dejó de lado. Era común verlo meter la mano en la inmensidad de su mochila y extraer un yerbajo sanador.
De Paraguaipoa, en el extremo norte del Estado Zulia en la Península de La Guajira, fue a probar fortuna a Santa Marta, luego a Barranquilla, Cartagena, Sincelejo y Montería.
Finalmente se estableció en Medellín a mediados de la década de los años sesenta, no sin antes visitar Bogotá donde lo vieron vender sus flautas en la esquina de la iglesia de San Francisco y lo escucharon trabar virulentas diatribas junto a personajes como José Barros.
A Crescencio Salcedo le tocó vivir un momento de la historia en la que la figura del compositor y los conceptos de propiedad intelectual eran tomados muy a la ligera. Famosas fueron sus canciones que se atribuyeron algunos ventajosos: “La múcura”, “Nunca olvido el año viejo”, “El hombre caimán”, “Mi cafetal”, “La varita de caña”, Santa Marta y Cartagena” y “La mano descompuesta”.
Ante el tamaño de la infamia –si tenemos en cuenta que sus últimos días los pasó en condiciones desdichadas-, sereno, elemental y espontáneo, el legendario juglar sentenció con cierto aire desengañado y existencial:
“Nunca me gusta hacerme pasar como compositor de ninguna obra. No he creído que uno compone nada, sino que lo único que hace es recoger motivos de lo que está con perfección hecho.
De acuerdo con la cultura, con ese pulimento que uno tiene, puede recoger la obra. Nadie compone nada. Todo está compuesto con perfección. Uno lo que hace es descomponer. Siempre he dicho que lo único que puede estar a cargo de uno es la vida autoral. Lo único que podemos es ser autores, porque recogimos el motivo primero que los demás.
Tampoco estoy buscando que me reconozcan como autor de ninguna obra, porque últimamente, todas esas obras que he podido recoger, siempre han sido recogidas por las costumbres del pueblo y las costumbres del pueblo deben quedar completamente libres”.
La figura del flautista es icónica: camisa blanca impoluta, pantalón de lino café, sombrero vueltiao’, mochila terciada, una flauta en sus manos, una gaita entre sus brazos y sin zapatos. Así fue inmortalizado en la portada del disco Tipicismo, publicado por Codiscos a finales de los sesenta.
Vale la pena mencionar que, a pesar de la gran cantidad de canciones que escribió, sus registros discográficos fueron escasos. Salvo este título y otros prensados por Tropical y Sonolux  bajo el nombre de Los Indios Selectos –como se llamó la agrupación que conformó al lado de Alberto Pacheco, Ángel Martínez y Tadeo Fuentes- a Crescencio Salcedo lo cobija cierto aire de leyenda nebulosa.
El poeta colombiano Manuel Hernández se lo topó en Junín, una de las calles más populares del centro de Medellín. Allí estaba, casi tullido, como un mendigo expuesto a la caridad pública, Crescencio Salcedo, quizás uno de los juglares más extraordinarios de la cumbia en Colombia.
El mismo Hernández, conmovido por la historia detrás de ese desvalido hombre, le dedicó una alegoría y logró que Artesanías de Colombia le comprara algunas de sus flautas artesanales. El dinero llegó quince días antes de su muerte el 3 de marzo de 1976.

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