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Carlos Mario Garcés Toro
Dirección de la casa
La casa estaba ubicada al sur de Medellín,
en la calle 8a,
número 52-41,
entrando por el antiguo callejón
frente a la fábrica de
detergentes Inextra.
Se distinguía por el balcón de azulejos blancos y
negros,
y las dos palmas que sobrepasaban por encima del tejado.
Por eso
la casa en un tiempo se llamó Las Palmitas.
Sólo después vino a llamarse La
casa de Resfa.
Al subir las amplias escaleras
nos encontrábamos con una
espaciosa sala bien amoblada,
con dominio de los tonos cálidos y
acogedores.
En los divanes conversaban las parejas
bajo alegres lámparas
circulares,
en las paredes exóticos gobelinos,
y pinturas de mujeres entre
pavos irreales.
Cruzando el pasillo se distribuían
la segunda y tercera
salas,
que daban acceso a catorce estancias.
Si se giraba a la
derecha,
se encontraban dos habitaciones suplementarias con delgados
tabiques.
Por disimulados orificios
se podía mirar a los que dejaban luces
encendidas.
Al gordo Juancho le vimos follar:
tenía un culo grande y
peludo,
que mecía como una batea.
Le gustaba poner a sus queridas
en la
posición de monje.
El atractivo balcón exhibía a las muchachas,
que
esperaban como en un puerto, el puerto de la noche,
a ver quién atracaba con
sus distintas luces.
En un costado el despacho de la administración,
donde
se seleccionaba la música
y las chicas entraban contoneándose,
con sus
labios de brandy,
a pedir una canción, o pagar la tarifa.
Por esas
escaleras vimos subir desde famosos
políticos,
deportistas,
empresarios,
humoristas,
hasta curas y
señoras extraviados en la noche.
Mónica la bella
Tuve la fuerza de la belleza que poco a poco fueron
limando
el bar y las horas de trabajo.
Por mi atractiva figura pude elegir
con quiénes iba a la cama.
Pero Fabio fue mi único amor.
Lo mataron con
otros la noche que robaban en el almacén eléctrico
de Carabobo con
Juanambú.
Durante largo tiempo me pareció verlo que llegaba en la
noche,
vestido con su pantalón blanco (que tanto me gustaba),
su barba
bien afeitada,
y entraba a la sala donde las muchachas esperábamos.
Ahora
que estoy vieja y sola
(hijos no tuve),
acostumbro entrar en la tienda de
licores
que queda detrás de la iglesia de La Veracruz,
donde las coquetas
intentan atraer a los transeúntes
con sus caderas pálidas y sus ojeras de
caballo.
Dibujo frente al espejo con el lápiz la raya de mis cejas y salgo a
la calle.
La misma calle Boyacá
donde ya nadie me recuerda.
Tres
cuadras abajo
hace más de cuarenta años yo era la reina.
Los amigos con
los que me gustaría hablar ya están muertos.
Alfonso
Tenía apenas quince años.
No había conocido hembra, hasta la noche en que Sandra entró a mi cuarto. Dicen que cuando una mujer quiere algo, obra y no hay barranca, cielo raso o muro que la detenga. Las mujeres siempre están hilvanando con el hilo, con el ojo húmedo de su aguja. Si la historia se mirara desde un lecho se comprenderían mejor las grandes hazañas y derrotas. Mi derrota fue haber amado a Sandra, que me contagió la sífilis. Por inexperiencia y vergüenza guardé silencio, pudriéndome y quedando casi ciego y estéril.
En busca del tiempo
Llamas por teléfono a tu sobrino
de nueve años
y le
preguntas qué hizo hoy
y él te responde que jugar.
Cierras los ojos
y
regresas a la calle destapada
que siempre te acompaña como un plano
y
escuchas las voces de los niños
que corren por la calle
y uno de ellos se
da vuelta
y te dice: «Jugamos al paraíso».
Cuelgas el auricular
y
regresas al destierro
a vagar por entre los muertos
«contemplando las
flores».
En la bañera de la casa
Al costado de la vieja casa,
en un soleado y florido patio, se había construido una gran bañera circular recubierta con matizados azulejos y amplias escaleras dispuestas para el juego. Al frente se alzaba un tabique de madera detrás del cual se tenía lugar de preferencia para mirar furtivamente a los bañistas. Eran siempre un grupo selecto de clientes que escogían a las más frescas muchachas y todos juntos se bañaban desnudos con palabras maliciosas, risas, bromas, besos y caricias en la lúbrica orgía. El joven tío Willian encendía un marihuano, y señalando en broma a los bañistas, a los niños nos daba lecciones sobre los gatos, los perros y los burros.
El caracol
Se arrastra el caracol
por la arena tibia
y al arrastrarse
va dejando
un camino
que la espuma y la sal
van cubriendo
de
olvido.
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