domingo, 3 de noviembre de 2024

Crónica de pajareo

 

Óscar Darío Ruiz Henao

De Gallinazos y reyes

Del libro en edición A la intemperie

Crecí en un barrio cerca al cementerio Campos de Paz. De este lugar extraordinario tengo varios recuerdos: voy corriendo con alguno de mis hermanos mayores detrás de un globo, de pronto ya estamos sobre una tumba y yo me siento algo incómodo, quizás hemos perturbado a los muertos. También me veo con mis amigos en los carros de rodillos que en la noche llegábamos casi hasta la entrada del cementerio, ya que allí comenzaba la bajada, para tirarnos arrumados en nuestros improvisados vehículos. De vez en cuando uno miraba hacia la oscuridad del cementerio con cierta aprensión, aunque estábamos todos juntos y yo me sentía protegido de… los muertos. Con bastante intensidad recuerdo una mañana que llegaron con el relato de que una tumba había sido profanada en el cementerio, que era de un pecador, un hombre malo y que lo que vino por ese hombre malo se lo llevó para los infiernos, decía mi abuela enfática. No sé quién vio el suceso sobre natural, pero decían que dos gallinazos de ojos encendidos custodiaban, a lado y lado, la tumba mientras lo que vino alzaba hasta con el ataúd.

A otra persona le escuché decir que este pajarraco podía vengarse si era ofendido por un humano a quien, desde las alturas, le arrojaba una pesada tabla. Crecí con cierta distancia y desconfianza de los gallinazos.

Ya convertido en pajarero, supe de dos de los familiares del gallinazo común, Coragyps atratus, y escuché hablar del rey de los gallinazos, Sarcoramphus papa; de su blancura y elegancia.

Pablo Neruda, que le cantó a las aves con su actitud generosa e incluyente, le escribió un poema al jote, como lo llaman en Chile:

Jote

El Jote abrió su Parroquia,

endosó sus hábitos negros,

voló buscando pescadores,

diminutos crímenes, robos,

abigeatos lamentables,

todo lo inspecciona volando:

campos, casas, perros, arena,

todo lo mira sin mirar,

vuela extendido abriendo al sol

su sacerdótica sotana.

No sonríe a la Primavera

el Jote, espía de Dios:

gira y gira midiendo el cielo,

solemne se posa en la tierra

y se cierra como un paraguas.

 

No existe un lugar en Colombia sin la presencia de este sacerdote alado, de este inspector. En Urabá descubrí a su primo, Catharte aura o guala, cuyo elegante y placido vuelo aprendí a perseguir y a admirar. Además, a esta especie se les conoce como laura y migra en numerosas bandadas. Su hábito, todo negro, contrasta con su cabeza roja y carnosa, de ojos negros. Realmente es un ave que asusta a primera vista. Por el río Atrato y por la ciénaga de Rionegro, las vi migrando, parecían dibujando jeroglíficos aéreos, diciéndonos algo secreto con su vuelo, con una grafía misteriosa trazada por sus alas.

También encontré al otro primo, Cathartes burrovianus, de rostro amarillo, más difícil de avistar.

Los gallinazos de cabeza negra y rugosa, que parecen llevando una máscara para una fiesta de disfraces de suspenso, son animales discretos y silenciosos que han ido ganándose mi respeto a pesar de mis recuerdos de infancia. Es tal su peculiar presencia que parecen invisibles a pesar de estar por todas partes esperando una oportunidad. Gallinazo le dicen en Colombia al que coquetea a varias mujeres. Aunque hay un extraño oficio que también recibe este nombre entre los trabajadores de las funerarias, quienes afuera de los hospitales esperan a la gente para, una vez identificado el drama de la perdida familiar, ofrecen sus servicios exequibles.

El zopilote, otro nombre más mexicano para la misma ave, es un carroñero indispensable y muy disciplinado. En Acandí, vi un grupo haciendo fila para picar una desafortunada tortuga caná muerta por alguna embarcación pesquera. Diríase que son también limpiadores.

En una jornada de pajareo en el parque El Salao, mientras almorzábamos un delicioso sancocho trifásico, después de la caminata intensa y la alegría por tantos pájaros avistados, un joven gallinazo miraba a mi esposa desde una baranda; ella le ofreció carnita y el jovenzuelo comió gustoso de su mano, delicadamente. Como sería la conexión tan inusual entre ellos que mi esposa me decía: deberíamos llevárnoslo para nuestra casa.

La miré como quien mira a un borracho, mientras ella le decía, coma más Adolfito con un pedazo de carne pulpa en su mano.

En mi primera pajareada por la serranía del Abibe dirigida por un amigo biólogo, llegamos hasta una especie de boquerón que permite mirar hacia ambos lados de la serranía. Allí se da un cruce de vientos y de aves a la vez. Entonces llegó mi primer Sarcoramphus papa, el afamado rey de los gallinazos. Se posó tranquilo en una alta horqueta. Yo me puse todo nervioso, casi no lo puedo ubicar con mi camarita, era un lifer (primera vez que uno ve una especie de ave). Allí lo vimos en detalle, mitad blanco, mitad negro, de pecho gris con una gargantilla carnosa roja y su pico rojo con las carnosidades anaranjadas que le cuelgan; sobre el ojo una especie de ceja roja y este de un rondel blanco para volverse negro. Parece vestido para alguna ceremonia en su honor.

Es impactante este rey por el recuerdo que uno tiene del desabrido gallinazo común. De inmediato uno dice, sin duda este es el rey. Luego lo vimos en su vuelo ancho, blanco y elegante.

Dos o tres años después, cuando íbamos de pajareada para Mutatá en una moto, de pronto miramos hacia un potrero y a unos 200 metros una bandada de gallinazos se reunía alrededor de algo muerto. Con cierto asombro nos percatamos de la presencia de dos reyes gallinazos, en un mismo árbol y otros dos sobre la hierba. Cuando uno de ellos se acercó a lo que era el alimento, los gallinazos comunes despejaron el camino. Entonces nos sorprendimos al constatar que, en realidad, había siete gallinazos rey entre la bandada. Ya había tres de ellos en el árbol que, calmos, nos miraban. En la hierba miré dos juveniles y separados de la bandada había dos inmaduros con su plumaje evolucionando. Estaban todos reunidos, como si se tratara de una junta regional, como si fuera un encuentro de reinos. Mi compañero de pajareada, mucho más experimentado en estos asuntos, decía sonriente que era muy inusual este tipo de reuniones. Sabíamos que los gallinazos comunes son muy amigos de los caracará (Caracará cheriway) que hasta comparten comida entre ellos; los hemos visto acicalándolos incluso, pero ver siete Sarcoramphus papa juntos, y de diferentes edades y etapas de maduración, era una fortuna. Estuvimos otro rato en el potrero acercándonos con sigilo para evitar molestar esta reunión inusual.

Me traje una foto de tres gallinazos juntos que luego compartí con pajareros expertos quienes manifestaron su extrañeza.

En casa le conté este suceso a mi esposa, le mostré las fotos, y ella recordó a Adolfito que casi se lo trae para nuestra casa. Entonces me dijo: y no se te ocurrió traerte un bebe rey. Como sería de lindo, dijo tan sinceramente.

Pensé en el cementerio Campos de Paz, en el desbordado imaginario colectivo y sus mitos urbanos. Pensé en la elegancia de este señor rey. Y pensé en cómo será de grato cuando me encuentre, algún día, al Señor de las Alturas, al más grande de los gallinazos, al Cóndor de los Andes.