domingo, 17 de noviembre de 2024

Franz Kafka y el laberinto del tiempo

 

Daniel Restrepo

Profesor de la Universidad Johns Hopkins

La eternidad no es la temporalidad detenida.

Aforismos, F. Kafka.

Aunque parezca paradójico, encontramos la eternidad en los actos efímeros de la naturaleza: las auroras, el murmullo de los arroyos, la brisa que trenza las ramas de los árboles o las olas que rompen contra la costanera. Su atemporalidad radica precisamente en que han perdido su singularidad y, aunque nos empecinemos en registrar algunos de ellos (calendarios, fases de la luna, tasas de precipitación), sus realidades concretas son irrecuperables: no hay una historia de los instantes anodinos. La brisa de hoy no es la continuación de la brisa de ayer, son la misma; la luna no envejece y el cielo (con sus variaciones) es nuestro sempiterno telón de fondo. Insistiendo un poco más en esto, cabe aclarar que esta no es solo una disposición estética de las personas, también es una actitud técnica -que hemos asumido conjuntamente durante los últimos trescientos años- donde los fenómenos naturales son entendidos acorde a ciertas leyes (físicas) invariables que rigen el comportamiento de los objetos. Una bala de cañón arrojada por algún lector entusiasta que desee constatarlo caerá de la misma manera en que lo hicieron las que Galileo dejó caer desde la torre de Pisa; el sol saldrá mañana por el oriente y al día siguiente y en el subsecuente y así sucesivamente sin la necesidad de que se rece o se hagan ritos de ningún tipo. Este conocimiento ya es «común». Similarmente pensamos la naturaleza orgánica (animales, plantas, etc.) en términos de leyes biológicas que establecen cómo deben comportarse los seres vivos y qué podemos esperar de ellos. Estas leyes, cabe aclarar, están en constante revisión, no se ajustan perfectamente ni modelan exactamente la realidad, pero (bien o mal) nos han permitido comprender y transformar sustancialmente la realidad material del mundo.

La verdad humana, en cambio, está inscrita en el laberinto del tiempo. Cierto es que los humanos somos entes materiales y por tanto sujetos a las restricciones físicas, también que habitamos la vida con un cuerpo orgánico que nos ata a su vez a ciertas determinidades biológicas, pero más cierto que todo esto es el carácter histórico de nuestra realidad. Hay una brecha cualitativa entre lo inorgánico y lo orgánico que es evidente para nosotros: lo segundo puede vivir, organizarse y transformase; a su vez hay un abismo (con bastantes puentes, pero aun así abismal) entre lo orgánico y lo humano: lo segundo puede decidir vivir, organizarse y transformarse o no hacerlo… La diferencia, en pocas palabras, entre lo humano y lo demás (orgánico e inorgánico) es la libertad y con ella la consciencia profunda del tiempo.

Recordemos por un momento nuestro primer mito: Dios creando y separando (mediante enunciación) la luz de las sombras, el cielo de la tierra, la tierra de las aguas; creando las plantas, los animales y la orografía de un jardín encantado y dándole vida a un hombre de barro y a una mujer de hueso para que lo habitaran, lo nombraran y lo gobernaran. En ese momento (mitológico), Dios, el hombre, la mujer, los animales, las auroras y las olas que rompen contra la costanera estaban regidos por la misma forma del tiempo: en el eterno instante. Fue cuando llegó la primera desobediencia -simbolizada por la consumación del fruto prohibido- que empezó a fugarse el tiempo para la humanidad. Adán y Eva se supieron desnudos y libres en contraste a Dios y a los demás seres del jardín y, precisamente a causa de esa libertad adquirida, cayeron en el entramado de las decisiones, las reflexiones, la culpa, la confusión, la angustia de la responsabilidad; quedaron inscritos en el laberinto del tiempo. De hecho, podría decirse que este laberinto fue el refugio para la desnudez humana: de la misma manera que el primer acto de creación separó la luz de la sombra, la primera desobediencia separó a los humanos de la buena consciencia y esa separación les impidió relacionarse inmediatamente con la naturaleza y con Dios. No es fortuito que tiempo después los hombres intentaran construir otra estructura (una torre) para llegar arrogantemente a las alturas (y los tiempos) de Dios. Desde una perspectiva menos alegórica podemos pensar esta dualidad entre el jardín encantado y el laberinto del tiempo como la dualidad entre la realidad natural regida por sus leyes fundamentales y el herramental humano (teorías, máquinas, estructuras) diseñado para el entendimiento de la naturaleza. En estos términos, la misma condición humana hace al laberinto inevitable, pues para entender la verdad natural (las rosas primigenias sembradas en el Edén), es menester construir instrumentos (un laberinto) que la interrogue y le agregue atributos (piedra a piedra) que puedan ser comprendidos con las categorías epistemológicas humanas. Volviendo al mito: primero Dios plantó un jardín; luego la humanidad levantó un laberinto para rodearlo, comprenderlo y, sobre todo, complicarlo.

Aquí, precisamente aquí, está Kafka. Podría haber empezado contándoles que Franz Kafka fue un escritor (lo cual es impreciso) checo (lo cual es anacrónico), de origen judío y germanohablante que murió hace exactamente cien años (lo cual, per se, es profundamente irrelevante); pero los habría perdido desde el principio. ¿Por qué entonces recordar en Colombia en el 2024 a un hombre europeo que murió en 1924? Precisamente porque Franz comprendió y puso de manifiesto —quizás mejor que nadie más en el siglo XX— las implicaciones de este laberinto inveterado que media en nuestras relaciones con la naturaleza, con los demás y con nosotros mismos; aquí radica su universalidad y su relevancia para cualquier grupo humano inscrito en las lógicas de la modernidad.

Para precisar ideas recordemos el relato Poseidón, de F. Kafka, donde se cuenta que el poderoso dios griego, señor de los mares, ejerce su imperio sobre sus dominios como un administrador, haciendo cálculos sin parar desde su escritorio (quienes hayan leído El Principito de Saint-Exupéry recordarán al hombre de negocios que pasa su vida listando estrellas en su escritorio para reclamar su derecho de propiedad sobre ellas). El drama de Poseidón se resume en que le es imposible salir al mundo que gobierna (y así detentar y disfrutar de su poder) hasta terminar una lista detallada y exhaustiva de todas las criaturas que habitan el mar; pues su trabajo como dios es ser omnisciente (no omnipresente) y, para él, la omnisciencia es un cómputo interminable. Este es el tirano tiranizado por sus planes, por sus métodos laberínticos.

Situaciones insólitas donde aparecen personajes o instituciones enteras destinadas a la reproducción de una actividad sumamente enrevesada (muchas veces sin propósito) o directamente absurda (muchas veces cruel por lo absurda) constituyen buena parte del corpus de la obra de F. Kafka, incluyendo varios de sus cuentos y, fundamentalmente, sus novelas: El desaparecido, El proceso y El castillo. No en vano, hoy en día situaciones de este tipo suelen llamarse kafkianas, aunque cabe aclarar que no toda situación absurda es kafkiana. La filósofa alemana, Hannah Arendt, describió lo kafkiano como una tiranía sin tirano, pero esto no es tan preciso. Si se define el proceso como tiranía, así sea una sin centro, esta continúa cumpliendo su fin: tiranizar. En este caso, aún no habría llegado a su etapa kafkiana. Ahora bien, si los funcionarios de la tiranía tuvieran que citar todos los días a sus súbditos (a las siete de la mañana, como en una cita de EPS) para saber más sobre ellos y, así, entender cómo tiranizarlos mejor, pero nunca mandándolos a hacer algo provechoso ni para los súbditos ni para la tiranía (pues todo el tiempo se iría en estas citas repetitivas y maquinales), entonces tendríamos una tiranía kafkiana. Así volvemos al laberinto que, pensado inicialmente como una estructura para entender la realidad, solo crece por el mero propósito de crear más laberinto, y es que precisamente eso es lo kafkiano, un organismo vicioso que se reproduce sin control y sin fin, por el afán mismo de reproducirse: lo kafkiano es el fin secuestrado por el método.

Una encarnación más familiar del laberinto —oximorónico, pues un laberinto siempre es extraño— es la confusión vital. Cada uno tiene sus teorías o sigue sus «instintos» o emula el comportamiento de tres o cuatro personas cercanas con las que más se ha identificado y espera, bien o mal, poder vivir así una vida válida. Pero siempre llega el día (porque sí, siempre llega) donde nos preguntamos qué sentido tiene esto, como si nuestras teorías o planes vitales se devaluaran abruptamente o como si el placer o la ganancia o el culto a la personalidad o la soberbia erudita o los sociologismos y psicologismos franceses de moda o la subsistencia pura (vivir para sobrevivir), como si todas estas pequeñas brújulas (que son otro instrumento, otra forma del laberinto) se averiaran cuando las elevamos para preguntarles cuál es el Gran Norte de nuestra vida; dándonos la idea de que solo pueden guiarnos un momento vital a la vez. Por otro lado, tenemos los dogmas, esas brújulas absolutas y monolíticas que nunca flaquean y nos libran de toda confusión. En este caso hemos rendido la premisa fundamental de esta problemática: intentar vivir. Quien se guía por el dogma no vive, solo permanece lapidado en el templo laberíntico consagrado a su dios.

Frente a esta confusión vale la pena mirar hacia atrás, hacia la historia que nos determina como humanidad y que es lo más cercano a una intuición natural que nos pueda guiar en este laberinto que nos guía, a su vez, por el jardín. Mirar hacia la tradición, hacia quienes estuvieron a la altura de las paradojas vitales, hacia los muertos y preguntarles: ¿cómo podemos seguir viviendo?

Claro que ellos no podrán respondernos con una respuesta, pues ninguna vida tiene solución; nos responderán con preguntas. Pero las preguntas son más amplias que las respuestas y por eso mismo puede que ahí (en la gran sucesión de muertos que han pensado la vida, en la tradición del pensamiento) encontremos preguntas donde quepamos todos y podamos encontrar razones para seguir viviendo.

Aquí termina la conmemoración de nuestro muerto.

A Dios, Franz.

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