Daniel Restrepo
Profesor de la Universidad
Johns Hopkins
La eternidad no es la temporalidad detenida.
Aforismos, F.
Kafka.
Aunque parezca paradójico, encontramos la
eternidad en los actos efímeros de la naturaleza: las auroras, el murmullo de
los arroyos, la brisa que trenza las ramas de los árboles o las olas que rompen
contra la costanera. Su atemporalidad radica precisamente en que han perdido su
singularidad y, aunque nos empecinemos en registrar algunos de ellos
(calendarios, fases de la luna, tasas de precipitación), sus realidades
concretas son irrecuperables: no hay una historia de los instantes anodinos. La
brisa de hoy no es la continuación de la brisa de ayer, son la misma; la luna
no envejece y el cielo (con sus variaciones) es nuestro sempiterno telón de
fondo. Insistiendo un poco más en esto, cabe aclarar que esta no es solo una
disposición estética de las personas, también es una actitud técnica -que hemos
asumido conjuntamente durante los últimos trescientos años- donde los fenómenos
naturales son entendidos acorde a ciertas leyes (físicas) invariables que rigen
el comportamiento de los objetos. Una bala de cañón arrojada por algún lector
entusiasta que desee constatarlo caerá de la misma manera en que lo hicieron
las que Galileo dejó caer desde la torre de Pisa; el sol saldrá mañana por el
oriente y al día siguiente y en el subsecuente y así sucesivamente sin la
necesidad de que se rece o se hagan ritos de ningún tipo. Este conocimiento ya
es «común». Similarmente pensamos la naturaleza orgánica (animales, plantas,
etc.) en términos de leyes biológicas que establecen cómo deben comportarse los
seres vivos y qué podemos esperar de ellos. Estas leyes, cabe aclarar, están en
constante revisión, no se ajustan perfectamente ni modelan exactamente la
realidad, pero (bien o mal) nos han permitido comprender y transformar
sustancialmente la realidad material del mundo.
La verdad humana, en cambio, está
inscrita en el laberinto del tiempo. Cierto es que
los humanos somos entes materiales y por tanto sujetos a las restricciones
físicas, también que habitamos la vida con un cuerpo orgánico que nos ata a su
vez a ciertas determinidades biológicas, pero más cierto que todo esto es el
carácter histórico de nuestra realidad. Hay una brecha cualitativa entre lo
inorgánico y lo orgánico que es evidente para nosotros: lo segundo puede vivir,
organizarse y transformase; a su vez hay un abismo (con bastantes puentes, pero
aun así abismal) entre lo orgánico y lo humano: lo segundo puede decidir vivir,
organizarse y transformarse o no hacerlo… La diferencia, en pocas palabras,
entre lo humano y lo demás (orgánico e inorgánico) es la libertad y con ella la
consciencia profunda del tiempo.
Recordemos por un momento nuestro primer
mito: Dios creando y separando (mediante enunciación) la luz de las sombras, el
cielo de la tierra, la tierra de las aguas; creando las plantas, los animales y
la orografía de un jardín encantado y dándole vida a
un hombre de barro y a una mujer de hueso para que lo habitaran, lo nombraran y
lo gobernaran. En ese momento (mitológico), Dios, el hombre, la mujer, los
animales, las auroras y las olas que rompen contra la costanera estaban regidos
por la misma forma del tiempo: en el eterno instante. Fue cuando llegó la
primera desobediencia -simbolizada por la consumación del fruto prohibido- que
empezó a fugarse el tiempo para la humanidad. Adán y Eva se supieron desnudos y
libres en contraste a Dios y a los demás seres del jardín y, precisamente a
causa de esa libertad adquirida, cayeron en el entramado de las decisiones, las
reflexiones, la culpa, la confusión, la angustia de la responsabilidad;
quedaron inscritos en el laberinto del tiempo. De hecho,
podría decirse que este laberinto fue el refugio para la desnudez humana: de la
misma manera que el primer acto de creación separó la luz de la sombra, la
primera desobediencia separó a los humanos de la buena consciencia y esa
separación les impidió relacionarse inmediatamente con la naturaleza y con
Dios. No es fortuito que tiempo después los hombres intentaran construir otra
estructura (una torre) para llegar arrogantemente a las alturas (y los tiempos)
de Dios. Desde una perspectiva menos alegórica podemos pensar esta dualidad
entre el jardín encantado y el laberinto del tiempo
como la dualidad entre la realidad natural regida por sus leyes fundamentales y
el herramental humano (teorías, máquinas, estructuras) diseñado para el
entendimiento de la naturaleza. En estos términos, la misma condición humana
hace al laberinto inevitable, pues para entender la verdad natural (las rosas
primigenias sembradas en el Edén), es menester construir instrumentos (un
laberinto) que la interrogue y le agregue atributos (piedra a piedra) que
puedan ser comprendidos con las categorías epistemológicas humanas. Volviendo
al mito: primero Dios plantó un jardín; luego la humanidad levantó un laberinto
para rodearlo, comprenderlo y, sobre todo, complicarlo.
Aquí, precisamente aquí, está Kafka.
Podría haber empezado contándoles que Franz Kafka fue un escritor (lo cual es
impreciso) checo (lo cual es anacrónico), de origen judío y germanohablante que
murió hace exactamente cien años (lo cual, per se, es profundamente
irrelevante); pero los habría perdido desde el principio. ¿Por qué entonces
recordar en Colombia en el 2024 a un hombre europeo que murió en 1924?
Precisamente porque Franz comprendió y puso de manifiesto —quizás mejor que
nadie más en el siglo XX— las implicaciones de este laberinto inveterado que
media en nuestras relaciones con la naturaleza, con los demás y con nosotros
mismos; aquí radica su universalidad y su relevancia para cualquier grupo
humano inscrito en las lógicas de la modernidad.
Para precisar ideas recordemos el relato Poseidón,
de F. Kafka, donde se cuenta que el poderoso dios griego, señor de los mares,
ejerce su imperio sobre sus dominios como un administrador, haciendo cálculos
sin parar desde su escritorio (quienes hayan leído El Principito de Saint-Exupéry
recordarán al hombre de negocios que pasa su vida listando estrellas en su
escritorio para reclamar su derecho de propiedad sobre ellas). El drama de
Poseidón se resume en que le es imposible salir al mundo que gobierna (y así
detentar y disfrutar de su poder) hasta terminar una lista detallada y
exhaustiva de todas las criaturas que habitan el mar; pues su trabajo como dios
es ser omnisciente (no omnipresente) y, para él, la omnisciencia es un cómputo
interminable. Este es el tirano tiranizado por sus planes, por sus métodos
laberínticos.
Situaciones insólitas donde aparecen
personajes o instituciones enteras destinadas a la reproducción de una
actividad sumamente enrevesada (muchas veces sin propósito) o directamente
absurda (muchas veces cruel por lo absurda) constituyen buena parte del corpus
de la obra de F. Kafka, incluyendo varios de sus cuentos y, fundamentalmente,
sus novelas: El desaparecido, El proceso y
El castillo. No en vano, hoy en día situaciones de este tipo suelen
llamarse kafkianas, aunque cabe aclarar que no toda situación
absurda es kafkiana. La filósofa alemana, Hannah Arendt, describió lo kafkiano
como una tiranía sin tirano, pero esto no es tan preciso. Si se define el
proceso como tiranía, así sea una sin centro, esta continúa cumpliendo su fin:
tiranizar. En este caso, aún no habría llegado a su etapa kafkiana. Ahora bien,
si los funcionarios de la tiranía tuvieran que citar todos los días a sus
súbditos (a las siete de la mañana, como en una cita de EPS) para saber más
sobre ellos y, así, entender cómo tiranizarlos mejor, pero nunca mandándolos a
hacer algo provechoso ni para los súbditos ni para la tiranía (pues todo el
tiempo se iría en estas citas repetitivas y maquinales), entonces tendríamos
una tiranía kafkiana. Así volvemos al laberinto que, pensado inicialmente como
una estructura para entender la realidad, solo crece por el mero propósito de
crear más laberinto, y es que precisamente eso es lo kafkiano, un organismo
vicioso que se reproduce sin control y sin fin, por el afán mismo de
reproducirse: lo kafkiano es el fin secuestrado por el método.
Una encarnación más familiar del
laberinto —oximorónico, pues un laberinto siempre es extraño— es la confusión
vital. Cada uno tiene sus teorías o sigue sus «instintos» o emula el
comportamiento de tres o cuatro personas cercanas con las que más se ha
identificado y espera, bien o mal, poder vivir así una vida válida. Pero
siempre llega el día (porque sí, siempre llega) donde nos preguntamos qué
sentido tiene esto, como si nuestras teorías o planes vitales se devaluaran
abruptamente o como si el placer o la ganancia o el culto a la personalidad o
la soberbia erudita o los sociologismos y psicologismos franceses de moda o la
subsistencia pura (vivir para sobrevivir), como si todas estas pequeñas
brújulas (que son otro instrumento, otra forma del laberinto) se averiaran
cuando las elevamos para preguntarles cuál es el Gran Norte de nuestra vida; dándonos
la idea de que solo pueden guiarnos un momento vital a la vez. Por otro lado,
tenemos los dogmas, esas brújulas absolutas y monolíticas que nunca flaquean y
nos libran de toda confusión. En este caso hemos rendido la premisa fundamental
de esta problemática: intentar vivir. Quien se guía por el dogma no vive, solo permanece
lapidado en el templo laberíntico consagrado a su dios.
Frente a esta confusión vale la pena
mirar hacia atrás, hacia la historia que nos determina como humanidad y que es
lo más cercano a una intuición natural que nos pueda guiar en este laberinto
que nos guía, a su vez, por el jardín. Mirar hacia la tradición, hacia quienes estuvieron
a la altura de las paradojas vitales, hacia los muertos y preguntarles: ¿cómo
podemos seguir viviendo?
Claro que ellos no podrán respondernos
con una respuesta, pues ninguna vida tiene solución; nos responderán con
preguntas. Pero las preguntas son más amplias que las respuestas y por eso
mismo puede que ahí (en la gran sucesión de muertos que han pensado la vida, en
la tradición del pensamiento) encontremos preguntas donde quepamos todos y
podamos encontrar razones para seguir viviendo.
Aquí termina la conmemoración de nuestro
muerto.
A Dios, Franz.
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