sábado, 30 de noviembre de 2024

Albert Caraco: la vida como «laberinto del absurdo»

 

La solución final de Albert Caraco: la vida como «laberinto del absurdo»

Como saben los lectores de esta página, no sólo me ocupo de pensadores de establecida y reconocida raigambre en el estudio de la historia de la Filosofía. También se hace necesario, y es una de mis prioridades, dar a conocer a autores más o menos invisibles que permanecen, por distintas razones, a la sombra de la corriente oficial, canónica, preceptiva, cuyas reflexiones son de obligado conocimiento para llegar a tener una panorámica lo suficiente amplia del devenir del pensamiento occidental.

En esta ocasión pondremos la atención sobre el oscuro, ingenioso y clarividente Albert Caraco (nacido en Constantinopla en 1919), autor de numerosas obras repletas de una contundente prosa que obligan al lector a reflexionar sobre las distintas vertientes de la existencia humana. En particular, os invitaré a leer dos de sus textos más representativos: Breviario del caos y Post mortem.

Albert Caraco

Caraco recoge en sus escritos la compleja tradición pesimista europea de los siglos XIX y XX; en casi cualquiera de sus textos encontramos ineludibles ecos de autores como Schopenhauer, Mainländer o Cioran. Caraco inicia su Breviario del caos, obra que muestra sin escrúpulos su concepción de la vida humana, con una afirmación de hondas consecuencias: «Tendemos a la muerte como la flecha al blanco, y no fallamos jamás».

Para Caraco no existen excusas ni vías intermedias para no acometer con convencimiento y seriedad el desenlace inevitable hacia el que conduce nuestra sociedad: la muerte. Puesto que «la vida eterna es un sinsentido», y ya que «vida y muerte están ligadas» indefectiblemente, debemos tomar en serio nuestra actitud respecto a nosotros mismos y lo que nos rodea. No sólo sabemos que la vida tiene un fin, sino que debemos consentir «en desaparecer» y aprobar tal consentimiento, teniendo siempre en cuenta que la existencia nos es más impuesta que regalada y que, asegura Caraco, se encuentra repleta de «preocupaciones y de dolores, de alegrías problemáticas o malas»: la felicidad parece constituir un mero «caso particular», una casualidad, una ilusión carente de fundamento. Parecemos escuchar a Schopenhauer, cuando explicaba que la felicidad de toda una humanidad no justificaría el dolor de un solo ser. Un proceso no sólo subjetivo, individual, sino también político y social de fatales consecuencias:

Por cada país que hace la Historia, más de veinte la sufren […]. Las naciones, que ya no hacen la Historia, no entienden lo que les ocurre, el caos es su destino, sus glorias no las preservan y sus virtudes ya no las previenen del hundimiento en el estupor que es su sino […]. El papel de la fatalidad crece y el estupor es la sombra que la fatalidad proyecta: un día, su destino será el mismo que el de la mayoría de los pueblos, su fuerza no les servirá de nada, su privilegio no será más que imaginario, por fin la Historia se volverá la pasión de todos.

La asunción de nuestro carácter finito se sitúa, así, como uno de los puntos clave de la concepción existencial de Caraco: «Cada uno de nosotros muere solo y muere por completo». Pero, de un modo casi heracliteano, escribe que «la mayoría dormita todo el tiempo que vive y teme despertarse en el momento de perecer». No podemos ser sometidos por el miedo a la muerte; hemos de asumir el poder que nos confiere nuestra condición finita para, de este modo, no convertirnos en «sonámbulos» (que, como el soñador kantiano, persigue el humo de las sombras).

Que la mayoría de nosotros estemos dormidos en vida significa que nuestras ciudades, allí donde vivimos y cohabitamos con nuestros semejantes, se pueden convertir -y de hecho se convierten- en lugares donde morimos inhumanamente, «infelices sin remedio» y donde convivimos, en expresión maravillosa, en un auténtico «laberinto del absurdo». El caos, el hedor y el sinsentido se han impuesto allí donde debería darse la concordia, la paz y el diálogo, dando lugar a un «Infierno moderado por la nada».

La consecuencia a la que Caraco llega es demoledora; su formulación merece ser expuesta en párrafo aparte:

Estamos en el Infierno, y no tenemos más elección que la de ser condenados, atormentarnos o ser los diablos encargados de su suplicio.

La muerte, desde luego, ha de llegar. El ser humano muere, como lo hace cualquier ser vivo. El problema es que hemos hecho de la muerte el más temible y penoso símbolo de nuestra estirpe, y de hecho poseemos los «suficientes medios como para que cada hombre sea matado cuarenta veces». ¿Pueden, acaso, cambiar las revoluciones este funesto destino? «Es demasiado tarde -explica Caraco-, la Historia ya no se detiene, somos arrastrados por ella y la inclinación de sus planes nos impide esperar una desaceleración cualquiera».

Seres condenados a una muerte en vida, ni siquiera los dioses pueden acudir en nuestro auxilio, pues hemos hecho de ellos lo que nosotros mismos somos: entes imaginados que no pueden cargar con el peso de su propia desidia e irresponsabilidad: «cuando se quiera saber cuáles fueron nuestros verdaderos dioses, habría que juzgarnos según nuestras obras y nunca según nuestros principios», siempre grandilocuentes, siempre enaltecedores de la verdad, la belleza y la paz, pero también, y a la vez, siempre en contradicción con nuestras acciones. Incluso lo más excelso acaba por convertirse, en manos de los hombres, en algo degenerado, deformado. Hemos hecho de nuestro entorno una «escuela de muerte» inhumana: «A cada vuelta de rueda, las ciudades que habitamos avanzan imperceptiblemente la una contra la otra, en el rumor y en el hedor, es una marcha hacia el caos absoluto, en el rumor y en el hedor».

Los jóvenes ya no pueden salvar el mundo, el mundo no puede ya ser salvado, la idea de salvación no es más que una idea falsa, y debemos pagar nuestros innumerables errores, es demasiado tarde para reparar lo que sea. […] La opción de la agonía será la última que nos quede y esto llegará más pronto de lo que se piensa, de un día al otro seremos arrojados al precipicio, y ahí nos despertaremos, aunque no nos dé tiempo a sentir que expiramos.

Parece que nos hemos empeñado, asegura Caraco, en organizar «metódicamente el Infierno, en el que nos consumimos». Para que no paremos mientes en cuanto ocurre, en este espeluznante territorio mancillado por la corrupción y las más oscuras ambiciones humanas, «nos ofrecen espectáculos estúpidos, donde nuestra sensibilidad se barbariza y nuestro entendimiento acabará por disolverse […]. Volvemos al circo de Bizancio y ahí olvidamos nuestros verdaderos problemas, pero sin que estos problemas nos olviden».

Post mortem Caraco

Lejos de lo que cabría esperar, Caraco no sucumbe a la tentación de ofrecer esperanza alguna, pues «la idea de salvación no es más que una idea falsa, y debemos pagar nuestros innumerables errores, es demasiado tarde para reparar lo que sea». «Lo que sea», escribe el autor, es eso en lo que se ha convertido nuestro mundo:

Un alarido de dolor y de éxtasis, donde los hombres más puros no tendrán más que el recurso de matarse los unos a los otros para no despreciarse a sí mismos.

En nada han cambiado el ánimo o las emociones humanas desde tiempos remotos: nuestro corazón «es igual al mar profundo y tenebroso, los cambios no tienen lugar más que en la superficie en la que nuestra sensibilidad refleja la luz, pero cuando descendemos, encontramos lo que fue y será»: un auténtico laberinto del absurdo. Y ni siquiera la filosofía puede auxiliarnos, pues «la coartada metafísica acaba de expirar y no podemos ocultarnos tras nuestra impotencia».

Queremos lo imposible y dentro de poco ya no tendremos la sombra de lo posible, desembarcaremos sobre la luna y beberemos nuestras deyecciones aquí en el mundo, nuestros niños comerán mañana cosas reputadas inmundas, la vida que nos espera es tan absurda y tan horrible, que los mejores preferirán la muerte.

A pesar de la contundencia de sus asertos y de la aludida clarividencia de algunos de sus vaticinios, Caraco es aún autor declarado proscrito por numerosos lectores -y editores-, al que sin embargo no deberíamos dudar en escuchar, pues, como aseguran desde Sexto Piso, su «escritura de gran elegancia […] nos regala una prosa clásica destinada a lacerar, como una daga afiladísima, la falsa verdad histórica que esgrime la modernidad». Fiel a su pensamiento y deseo, Caraco acaba suicidándose en 1971 justo cuando había prometido hacerlo: apenas unas horas después de la muerte de su padre.

Aunque ha encontrado lectores en Europa del Este y América Latina, Caraco es una figura todavía escasamente conocida en el contexto filosófico de habla hispana, y apenas se le ha prestado atención en entornos académicos. Su obra, prolífica (él mismo afirma en no pocas ocasiones que nació para ser escritor y vivir alejado del mundo), no deja duda de la calidad y hondura de su pensamiento, que puede catalogarse de pesimismo radical. O, quizás, de lúcido realismo.

La editorial Sígueme publicó hace unos años, en magnífica edición en tapa dura, Post mortem, escrito por su autor momentos después del fallecimiento de su madre. En él se dejan ver las grandes líneas del ideario de Caraco (fatalismo, el peso del tiempo, la muerte como eterna compañera del hombre, el dolor existencial), pero, característica común de los textos de este autor nacido en Estambul, sus afirmaciones siempre son verificadas a través de una experiencia vital que parece confirmar a aquéllas materialmente. Da así la sensación de que los escritos de Caraco no sólo pueden ser leídos, sino tocados, sentidos en primera persona. El lector queda convertido, por una suerte de catarsis literaria, en autor. Así, explica que:

Mi amor sólo se dirige de la santa indiferencia y ya me confundo con ella, mi vida entera es una escuela de muerte, por otra parte no tengo demasiados méritos y desde la infancia nunca me he sentido a gusto, presa de permanentes enfermedades y subsistiendo a fuerza de medicinas.

Medicinas, hay que decir, que a veces no son prescritas por médicos. La escritura formará parte de la vida de Caraco como una suerte de remedio, siempre eventual, para sobrellevar esta odiosa existencia que parece perseguirnos imprimiendo en nosotros el aguijón del deseo. Un deseo que se renueva constantemente y que, por tanto, nunca se detiene a pesar de contar con algunas satisfacciones perecederas ofrecidas por nuestros efímeros éxitos. Si algo recriminará Caraco a su madre, será, precisamente, el hecho de haberle traído al mundo, “y yo profeso aversión al mundo”, confiesa en las primeras líneas de Post mortem.

Las sombras de la muerte son las especias del amor y la vida eterna sería la escuela de la frialdad absoluta. Se ama a un ser al que los mañanas amenazan y tanto más cuanto más se ve amenazado.

Post mortem no es un libro del que pueda hablarse a la ligera. Hay que leerlo, y leerlo despacio, para hacerse cargo de la enjundia y pertinencia que atesora cada palabra de Caraco. El alma del autor está puesta en cada línea de la obra, en cada letra, en cada signo de puntuación. Como muy bien apunta Justo Navarro en la breve pero intensa introducción, Caraco afronta en esta obra la “catástrofe de la ausencia” de una madre que ora adquiere los visos de amante, ora de figura protectora, ora de amiga, ora de arquetipo ideal de “Madre Gloriosa”.

Debemos olvidar a nuestros muertos en tanto que muertos, pero nos está permitido seguir su modelo y perpetuar sus obras, lo demás son melindres.

Caraco reencuentra a -y se reencuentra con- su madre tras la muerte de ésta. Reencuentra a su madre porque, aunque el tono de Post mortem muestre una aparente solemnidad e incluso cierta sacralidad, Caraco acomete un sincero diálogo con la ausente. De ahí que tal reencuentro sea no sólo espiritual, sino también y de alguna manera físico: por eso se reencuentra también con ella, es decir, no sólo con lo que fue su madre de hecho, sino también con lo que representará para siempre. El libro se cierra con elocuentes palabras: “Mi Madre se ha convertido en el altar donde, a mi pesar, yo había de ofrecerme a ese principio del que ella ignoraba ser el anuncio en la tierra”.

Nunca los volveremos a ver y por eso los amamos, la nada es el precio del amor y de la nada el amor es la corona, es bueno que sea así, el tiempo y la persona se confunden, el amor y la nada se corresponde.

Como hemos dicho, Albert Caraco fue fiel a su pensamiento y acaba suicidándose instantes después de la muerte de su padre. Fue así, y a través de sus escritos, como dio realidad a sus ideas: “Soy uno de los profetas de estos tiempos y el silencio me rodea”.

Fuente:https://elvuelodelalechuza.com/2016/03/31/la-solucion-final-de-albert-caraco-la-vida-como-laberinto-del-absurdo/

domingo, 17 de noviembre de 2024

Franz Kafka y el laberinto del tiempo

 

Daniel Restrepo

Profesor de la Universidad Johns Hopkins

La eternidad no es la temporalidad detenida.

Aforismos, F. Kafka.

Aunque parezca paradójico, encontramos la eternidad en los actos efímeros de la naturaleza: las auroras, el murmullo de los arroyos, la brisa que trenza las ramas de los árboles o las olas que rompen contra la costanera. Su atemporalidad radica precisamente en que han perdido su singularidad y, aunque nos empecinemos en registrar algunos de ellos (calendarios, fases de la luna, tasas de precipitación), sus realidades concretas son irrecuperables: no hay una historia de los instantes anodinos. La brisa de hoy no es la continuación de la brisa de ayer, son la misma; la luna no envejece y el cielo (con sus variaciones) es nuestro sempiterno telón de fondo. Insistiendo un poco más en esto, cabe aclarar que esta no es solo una disposición estética de las personas, también es una actitud técnica -que hemos asumido conjuntamente durante los últimos trescientos años- donde los fenómenos naturales son entendidos acorde a ciertas leyes (físicas) invariables que rigen el comportamiento de los objetos. Una bala de cañón arrojada por algún lector entusiasta que desee constatarlo caerá de la misma manera en que lo hicieron las que Galileo dejó caer desde la torre de Pisa; el sol saldrá mañana por el oriente y al día siguiente y en el subsecuente y así sucesivamente sin la necesidad de que se rece o se hagan ritos de ningún tipo. Este conocimiento ya es «común». Similarmente pensamos la naturaleza orgánica (animales, plantas, etc.) en términos de leyes biológicas que establecen cómo deben comportarse los seres vivos y qué podemos esperar de ellos. Estas leyes, cabe aclarar, están en constante revisión, no se ajustan perfectamente ni modelan exactamente la realidad, pero (bien o mal) nos han permitido comprender y transformar sustancialmente la realidad material del mundo.

La verdad humana, en cambio, está inscrita en el laberinto del tiempo. Cierto es que los humanos somos entes materiales y por tanto sujetos a las restricciones físicas, también que habitamos la vida con un cuerpo orgánico que nos ata a su vez a ciertas determinidades biológicas, pero más cierto que todo esto es el carácter histórico de nuestra realidad. Hay una brecha cualitativa entre lo inorgánico y lo orgánico que es evidente para nosotros: lo segundo puede vivir, organizarse y transformase; a su vez hay un abismo (con bastantes puentes, pero aun así abismal) entre lo orgánico y lo humano: lo segundo puede decidir vivir, organizarse y transformarse o no hacerlo… La diferencia, en pocas palabras, entre lo humano y lo demás (orgánico e inorgánico) es la libertad y con ella la consciencia profunda del tiempo.

Recordemos por un momento nuestro primer mito: Dios creando y separando (mediante enunciación) la luz de las sombras, el cielo de la tierra, la tierra de las aguas; creando las plantas, los animales y la orografía de un jardín encantado y dándole vida a un hombre de barro y a una mujer de hueso para que lo habitaran, lo nombraran y lo gobernaran. En ese momento (mitológico), Dios, el hombre, la mujer, los animales, las auroras y las olas que rompen contra la costanera estaban regidos por la misma forma del tiempo: en el eterno instante. Fue cuando llegó la primera desobediencia -simbolizada por la consumación del fruto prohibido- que empezó a fugarse el tiempo para la humanidad. Adán y Eva se supieron desnudos y libres en contraste a Dios y a los demás seres del jardín y, precisamente a causa de esa libertad adquirida, cayeron en el entramado de las decisiones, las reflexiones, la culpa, la confusión, la angustia de la responsabilidad; quedaron inscritos en el laberinto del tiempo. De hecho, podría decirse que este laberinto fue el refugio para la desnudez humana: de la misma manera que el primer acto de creación separó la luz de la sombra, la primera desobediencia separó a los humanos de la buena consciencia y esa separación les impidió relacionarse inmediatamente con la naturaleza y con Dios. No es fortuito que tiempo después los hombres intentaran construir otra estructura (una torre) para llegar arrogantemente a las alturas (y los tiempos) de Dios. Desde una perspectiva menos alegórica podemos pensar esta dualidad entre el jardín encantado y el laberinto del tiempo como la dualidad entre la realidad natural regida por sus leyes fundamentales y el herramental humano (teorías, máquinas, estructuras) diseñado para el entendimiento de la naturaleza. En estos términos, la misma condición humana hace al laberinto inevitable, pues para entender la verdad natural (las rosas primigenias sembradas en el Edén), es menester construir instrumentos (un laberinto) que la interrogue y le agregue atributos (piedra a piedra) que puedan ser comprendidos con las categorías epistemológicas humanas. Volviendo al mito: primero Dios plantó un jardín; luego la humanidad levantó un laberinto para rodearlo, comprenderlo y, sobre todo, complicarlo.

Aquí, precisamente aquí, está Kafka. Podría haber empezado contándoles que Franz Kafka fue un escritor (lo cual es impreciso) checo (lo cual es anacrónico), de origen judío y germanohablante que murió hace exactamente cien años (lo cual, per se, es profundamente irrelevante); pero los habría perdido desde el principio. ¿Por qué entonces recordar en Colombia en el 2024 a un hombre europeo que murió en 1924? Precisamente porque Franz comprendió y puso de manifiesto —quizás mejor que nadie más en el siglo XX— las implicaciones de este laberinto inveterado que media en nuestras relaciones con la naturaleza, con los demás y con nosotros mismos; aquí radica su universalidad y su relevancia para cualquier grupo humano inscrito en las lógicas de la modernidad.

Para precisar ideas recordemos el relato Poseidón, de F. Kafka, donde se cuenta que el poderoso dios griego, señor de los mares, ejerce su imperio sobre sus dominios como un administrador, haciendo cálculos sin parar desde su escritorio (quienes hayan leído El Principito de Saint-Exupéry recordarán al hombre de negocios que pasa su vida listando estrellas en su escritorio para reclamar su derecho de propiedad sobre ellas). El drama de Poseidón se resume en que le es imposible salir al mundo que gobierna (y así detentar y disfrutar de su poder) hasta terminar una lista detallada y exhaustiva de todas las criaturas que habitan el mar; pues su trabajo como dios es ser omnisciente (no omnipresente) y, para él, la omnisciencia es un cómputo interminable. Este es el tirano tiranizado por sus planes, por sus métodos laberínticos.

Situaciones insólitas donde aparecen personajes o instituciones enteras destinadas a la reproducción de una actividad sumamente enrevesada (muchas veces sin propósito) o directamente absurda (muchas veces cruel por lo absurda) constituyen buena parte del corpus de la obra de F. Kafka, incluyendo varios de sus cuentos y, fundamentalmente, sus novelas: El desaparecido, El proceso y El castillo. No en vano, hoy en día situaciones de este tipo suelen llamarse kafkianas, aunque cabe aclarar que no toda situación absurda es kafkiana. La filósofa alemana, Hannah Arendt, describió lo kafkiano como una tiranía sin tirano, pero esto no es tan preciso. Si se define el proceso como tiranía, así sea una sin centro, esta continúa cumpliendo su fin: tiranizar. En este caso, aún no habría llegado a su etapa kafkiana. Ahora bien, si los funcionarios de la tiranía tuvieran que citar todos los días a sus súbditos (a las siete de la mañana, como en una cita de EPS) para saber más sobre ellos y, así, entender cómo tiranizarlos mejor, pero nunca mandándolos a hacer algo provechoso ni para los súbditos ni para la tiranía (pues todo el tiempo se iría en estas citas repetitivas y maquinales), entonces tendríamos una tiranía kafkiana. Así volvemos al laberinto que, pensado inicialmente como una estructura para entender la realidad, solo crece por el mero propósito de crear más laberinto, y es que precisamente eso es lo kafkiano, un organismo vicioso que se reproduce sin control y sin fin, por el afán mismo de reproducirse: lo kafkiano es el fin secuestrado por el método.

Una encarnación más familiar del laberinto —oximorónico, pues un laberinto siempre es extraño— es la confusión vital. Cada uno tiene sus teorías o sigue sus «instintos» o emula el comportamiento de tres o cuatro personas cercanas con las que más se ha identificado y espera, bien o mal, poder vivir así una vida válida. Pero siempre llega el día (porque sí, siempre llega) donde nos preguntamos qué sentido tiene esto, como si nuestras teorías o planes vitales se devaluaran abruptamente o como si el placer o la ganancia o el culto a la personalidad o la soberbia erudita o los sociologismos y psicologismos franceses de moda o la subsistencia pura (vivir para sobrevivir), como si todas estas pequeñas brújulas (que son otro instrumento, otra forma del laberinto) se averiaran cuando las elevamos para preguntarles cuál es el Gran Norte de nuestra vida; dándonos la idea de que solo pueden guiarnos un momento vital a la vez. Por otro lado, tenemos los dogmas, esas brújulas absolutas y monolíticas que nunca flaquean y nos libran de toda confusión. En este caso hemos rendido la premisa fundamental de esta problemática: intentar vivir. Quien se guía por el dogma no vive, solo permanece lapidado en el templo laberíntico consagrado a su dios.

Frente a esta confusión vale la pena mirar hacia atrás, hacia la historia que nos determina como humanidad y que es lo más cercano a una intuición natural que nos pueda guiar en este laberinto que nos guía, a su vez, por el jardín. Mirar hacia la tradición, hacia quienes estuvieron a la altura de las paradojas vitales, hacia los muertos y preguntarles: ¿cómo podemos seguir viviendo?

Claro que ellos no podrán respondernos con una respuesta, pues ninguna vida tiene solución; nos responderán con preguntas. Pero las preguntas son más amplias que las respuestas y por eso mismo puede que ahí (en la gran sucesión de muertos que han pensado la vida, en la tradición del pensamiento) encontremos preguntas donde quepamos todos y podamos encontrar razones para seguir viviendo.

Aquí termina la conmemoración de nuestro muerto.

A Dios, Franz.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Crónica de pajareo

 

Óscar Darío Ruiz Henao

De Gallinazos y reyes

Del libro en edición A la intemperie

Crecí en un barrio cerca al cementerio Campos de Paz. De este lugar extraordinario tengo varios recuerdos: voy corriendo con alguno de mis hermanos mayores detrás de un globo, de pronto ya estamos sobre una tumba y yo me siento algo incómodo, quizás hemos perturbado a los muertos. También me veo con mis amigos en los carros de rodillos que en la noche llegábamos casi hasta la entrada del cementerio, ya que allí comenzaba la bajada, para tirarnos arrumados en nuestros improvisados vehículos. De vez en cuando uno miraba hacia la oscuridad del cementerio con cierta aprensión, aunque estábamos todos juntos y yo me sentía protegido de… los muertos. Con bastante intensidad recuerdo una mañana que llegaron con el relato de que una tumba había sido profanada en el cementerio, que era de un pecador, un hombre malo y que lo que vino por ese hombre malo se lo llevó para los infiernos, decía mi abuela enfática. No sé quién vio el suceso sobre natural, pero decían que dos gallinazos de ojos encendidos custodiaban, a lado y lado, la tumba mientras lo que vino alzaba hasta con el ataúd.

A otra persona le escuché decir que este pajarraco podía vengarse si era ofendido por un humano a quien, desde las alturas, le arrojaba una pesada tabla. Crecí con cierta distancia y desconfianza de los gallinazos.

Ya convertido en pajarero, supe de dos de los familiares del gallinazo común, Coragyps atratus, y escuché hablar del rey de los gallinazos, Sarcoramphus papa; de su blancura y elegancia.

Pablo Neruda, que le cantó a las aves con su actitud generosa e incluyente, le escribió un poema al jote, como lo llaman en Chile:

Jote

El Jote abrió su Parroquia,

endosó sus hábitos negros,

voló buscando pescadores,

diminutos crímenes, robos,

abigeatos lamentables,

todo lo inspecciona volando:

campos, casas, perros, arena,

todo lo mira sin mirar,

vuela extendido abriendo al sol

su sacerdótica sotana.

No sonríe a la Primavera

el Jote, espía de Dios:

gira y gira midiendo el cielo,

solemne se posa en la tierra

y se cierra como un paraguas.

 

No existe un lugar en Colombia sin la presencia de este sacerdote alado, de este inspector. En Urabá descubrí a su primo, Catharte aura o guala, cuyo elegante y placido vuelo aprendí a perseguir y a admirar. Además, a esta especie se les conoce como laura y migra en numerosas bandadas. Su hábito, todo negro, contrasta con su cabeza roja y carnosa, de ojos negros. Realmente es un ave que asusta a primera vista. Por el río Atrato y por la ciénaga de Rionegro, las vi migrando, parecían dibujando jeroglíficos aéreos, diciéndonos algo secreto con su vuelo, con una grafía misteriosa trazada por sus alas.

También encontré al otro primo, Cathartes burrovianus, de rostro amarillo, más difícil de avistar.

Los gallinazos de cabeza negra y rugosa, que parecen llevando una máscara para una fiesta de disfraces de suspenso, son animales discretos y silenciosos que han ido ganándose mi respeto a pesar de mis recuerdos de infancia. Es tal su peculiar presencia que parecen invisibles a pesar de estar por todas partes esperando una oportunidad. Gallinazo le dicen en Colombia al que coquetea a varias mujeres. Aunque hay un extraño oficio que también recibe este nombre entre los trabajadores de las funerarias, quienes afuera de los hospitales esperan a la gente para, una vez identificado el drama de la perdida familiar, ofrecen sus servicios exequibles.

El zopilote, otro nombre más mexicano para la misma ave, es un carroñero indispensable y muy disciplinado. En Acandí, vi un grupo haciendo fila para picar una desafortunada tortuga caná muerta por alguna embarcación pesquera. Diríase que son también limpiadores.

En una jornada de pajareo en el parque El Salao, mientras almorzábamos un delicioso sancocho trifásico, después de la caminata intensa y la alegría por tantos pájaros avistados, un joven gallinazo miraba a mi esposa desde una baranda; ella le ofreció carnita y el jovenzuelo comió gustoso de su mano, delicadamente. Como sería la conexión tan inusual entre ellos que mi esposa me decía: deberíamos llevárnoslo para nuestra casa.

La miré como quien mira a un borracho, mientras ella le decía, coma más Adolfito con un pedazo de carne pulpa en su mano.

En mi primera pajareada por la serranía del Abibe dirigida por un amigo biólogo, llegamos hasta una especie de boquerón que permite mirar hacia ambos lados de la serranía. Allí se da un cruce de vientos y de aves a la vez. Entonces llegó mi primer Sarcoramphus papa, el afamado rey de los gallinazos. Se posó tranquilo en una alta horqueta. Yo me puse todo nervioso, casi no lo puedo ubicar con mi camarita, era un lifer (primera vez que uno ve una especie de ave). Allí lo vimos en detalle, mitad blanco, mitad negro, de pecho gris con una gargantilla carnosa roja y su pico rojo con las carnosidades anaranjadas que le cuelgan; sobre el ojo una especie de ceja roja y este de un rondel blanco para volverse negro. Parece vestido para alguna ceremonia en su honor.

Es impactante este rey por el recuerdo que uno tiene del desabrido gallinazo común. De inmediato uno dice, sin duda este es el rey. Luego lo vimos en su vuelo ancho, blanco y elegante.

Dos o tres años después, cuando íbamos de pajareada para Mutatá en una moto, de pronto miramos hacia un potrero y a unos 200 metros una bandada de gallinazos se reunía alrededor de algo muerto. Con cierto asombro nos percatamos de la presencia de dos reyes gallinazos, en un mismo árbol y otros dos sobre la hierba. Cuando uno de ellos se acercó a lo que era el alimento, los gallinazos comunes despejaron el camino. Entonces nos sorprendimos al constatar que, en realidad, había siete gallinazos rey entre la bandada. Ya había tres de ellos en el árbol que, calmos, nos miraban. En la hierba miré dos juveniles y separados de la bandada había dos inmaduros con su plumaje evolucionando. Estaban todos reunidos, como si se tratara de una junta regional, como si fuera un encuentro de reinos. Mi compañero de pajareada, mucho más experimentado en estos asuntos, decía sonriente que era muy inusual este tipo de reuniones. Sabíamos que los gallinazos comunes son muy amigos de los caracará (Caracará cheriway) que hasta comparten comida entre ellos; los hemos visto acicalándolos incluso, pero ver siete Sarcoramphus papa juntos, y de diferentes edades y etapas de maduración, era una fortuna. Estuvimos otro rato en el potrero acercándonos con sigilo para evitar molestar esta reunión inusual.

Me traje una foto de tres gallinazos juntos que luego compartí con pajareros expertos quienes manifestaron su extrañeza.

En casa le conté este suceso a mi esposa, le mostré las fotos, y ella recordó a Adolfito que casi se lo trae para nuestra casa. Entonces me dijo: y no se te ocurrió traerte un bebe rey. Como sería de lindo, dijo tan sinceramente.

Pensé en el cementerio Campos de Paz, en el desbordado imaginario colectivo y sus mitos urbanos. Pensé en la elegancia de este señor rey. Y pensé en cómo será de grato cuando me encuentre, algún día, al Señor de las Alturas, al más grande de los gallinazos, al Cóndor de los Andes.