ESA EXTRAÑA IDEA GENERALIZADA ACERCA DE LA INFERIORIDAD
DE LAS MUJERES
Por: John Wilson Osorio*
Para Norita, mujer superior.
Los humanos difícilmente nos
reconocemos entre nosotros. Toca en cada época y geografía pelear y debatir
acerca de la noción de igualdad, respeto y tolerancia para con los de la misma
especie. Expertos en el arte atávico y primario de segregar, hemos inventado
todo tipo de exclusiones: por color de piel (racismo); por creencias religiosas
y políticas; por nacionalidad (xenofobia); por elección de objeto sexual de
deseo (homofobia, por ejemplo); por asuntos económicos; por especie
(consideramos de menos a los animales no humanos y a las plantas); y por
género. Y quedan faltando en este listado. De todas las exclusiones la más
contraria al sentido común es esta última: considerar inferiores a las mujeres
que a la par que los machos han recorrido juntos la deriva y la aventura de la
existencia. Uno podría en principio tratar de entender las razones evolutivas y
antropocéntricas por las cuales los animales humanos consideramos de otro
costal a ballenas, colibríes, chimpancés y leones. Pero no es claro entender
una concepción donde a las mujeres se les de un tratamiento de menosprecio.
El reconocimiento cuasi automático al menos a los de la
misma especie es algo en lo cual los seres humanos todavía tenemos cuentas
pendientes. Es extraño que nos cueste tanto reconocernos en nuestra condición
de humanos, en nuestra especie compartida, e igual en nuestras semejanzas.
Quizás de los asuntos más difíciles para los seres humanos es reconocer a los
semejantes en cuanto tales. Un ejemplo histórico es ilustrador al respecto:
cuando los navegantes, aventureros y descubridores europeos llegaron al
continente americano (hace quinientos veinte y punta de años) dudaron mucho en
reconocer a los nativos pobladores como seres humanos. Tuvieron que interceder directrices
legales y religiosas que obligaran a los hombres europeos a reconocer que los
habitantes de América eran también parte de la humanidad. A su vez los
aborígenes tampoco reconocieron a los europeos como seres partícipes de la
propia especie. Al respecto es muy diciente cómo el conquistador Hernán Cortés
al percatarse de que los hombres originarios de
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*Historiador.
Especialista en Educación. Magíster en Administración. Jefe del Departamento de
Humanidades de la Universidad CES. Coordinador de la Maestría en Bioética de la
Universidad CES.
la población azteca
consideraban al caballo y al jinete europeos como una sola entidad, les
prohibió a sus ejércitos apearse del cuadrúpedo en presencia de los indígenas;
esto como factor de preponderancia militar.
Nada más distante a un ser
humano como otro ser humano. Y no pareciéramos aprender. El pueblo judío asesinado,
masacrado, mutilado, hostigado y vejado en la Segunda Guerra Mundial (para no
mencionar hacia atrás la persecución constante a que ha sido sometido) no tiene
escrúpulos a la hora de darle dosis parecidas al pueblo palestino, entre otros.
E igual situación podríamos enunciar cambiando apenas los nombres de diferentes
nacionalidades de la tierra.
“Lupus
est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit” (“Lobo
es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”)
dijo el pensador latino Plauto y remachó el filósofo inglés Thomas Hobbes.
Podríamos hacer una variación corta con matiz de género: “Lobo es el hombre
para la mujer.” En efecto: pareciera que en todos los calendarios y espacios las
mujeres tuviesen que ser consideradas como en condiciones deficitarias frente a
los varones. Existe una especie de universal en las culturas, una impronta por
la cual a las mujeres se les considera venidas a menos, de inferior condición,
con espíritu servil, de rango pequeño. Y esto es igual en Dinamarca que en
Cundinamarca.
En efecto: para probar que
ocurre una sensación o sentimiento parecido hacia las mujeres voy a poner el
siguiente ejemplo: suponga que esta noche regresan a casa una pareja de esposos
en Copenhague. Ambos tienen un nivel educativo de doctorado, trabajan en dos
empresas multinacionales diferentes y ganan el mismo alto salario. Pregunta:
¿quién de los dos servirá la cena, fregará los platos, cambiará el pañal del
bebé, planchará la ropa del otro día y quizás barrerá o trapeará la sala del
apartamento? Un lector bien listo podrá contestar que la empleada doméstica y
no la esposa. Ahí está la respuesta: una empleada
doméstica. No se dice que el esposo ni un empleado doméstico. O lo hace
ella o su sustituta: la empleada: una mujer. Donde quiera que haya servidumbre casera
en el mundo contemporáneo (para no hablar del pasado) tal labor recae sobre las
mujeres. Esto ocurre en países con avances en democracia de género, como los
escandinavos, pero que se comportan muy similar a como si estuvieran en el
norte o en el sur de la capital del departamento de Cundinamarca.
Puede que en épocas
anteriores al nacimiento de la agricultura, en el período que los antropólogos
llaman de caza y recolección, fuesen necesarios los trabajos especializados por
género. Quizás allá podría entenderse que las hembras humanas se ocuparan de las
labores domésticas, de las huertas, de cuidar los niños, los enfermos y los
viejos. Y que de ahí derivara la especialización femenina por una serie de
trabajos que ellas han sabido históricamente hacer muy bien. ¿Pero ahora…? Los
roles de género pudieron haber resultado eficientes en términos de
supervivencia y economía en momentos anteriores… ¿pero tienen hoy razón de
permanecer?
Por supuesto que no se trata
de llegar al cinismo ciego de desconocer que la anatomía corporal de hombres y
de mujeres es distinta. Y no se defenderá que los cien metros planos deban
correrlos por igual en la misma competencia. Sabido es que los varones no se
embarazan ni menstrúan ni tienen las caderas anchas de las mujeres. Pero de no
negar las diferencias anatomo-fisiológicas a validar que por tener cuerpos
distintos deban las mujeres ocuparse de lo hogareño y los hombres de lo
público, ya media una gran diferencia. Algo pasa cuando en los 193 países miembros
de la Organización de Naciones Unidas el porcentaje abrumador de hombres que
los gobiernan no se condice con las mismas posiciones escasas ocupadas por
mujeres: apenas un insignificante 12 por ciento. ¿Será que la sobre
especialización históricamente ocurrida en lo doméstico es una traba para que
las mujeres incursionen en lo público? ¿Será que hacer muy bien las labores en
cierto nicho impide hacerlas igualmente bien en otro escenario? A su vez: ¿será
que el eficiente cazador recolector, el hombre exitoso de la calle, no puede
atender con idoneidad las labores hogareñas? ¿Será que el pasado castiga y los
roles moldeados en los esfuerzos de la sobrevivencia humana en épocas anteriores
es imposible sacudirlos?
El rol femenino hogareño (con
la amplitud de tareas que en las casas suelen ejecutarse) es en sí mismo
condición necesaria para la existencia de los roles exteriores, de los trabajos
públicos y del afuera que realizan los hombres. Sabido es que el cazador
recolector puede ir a hacer sus tareas siempre y cuando en el espacio de lo
doméstico haya quien se responsabilice de todos los asuntos que allá deben
realizarse. En sí mismo es un reduccionismo en contra de las mujeres suponer como
monolíticos de una sola pieza la miscelánea de tareas que se ejecutan dentro de
una casa. Sin el trabajo doméstico no podría existir el resto. Esto, tan
universal y extendido, no es suficientemente claro.
Existe una cierta tendencia
masiva a subvalorar y menospreciar el trabajo de las mujeres en las casas.
Menospreciar es eso: darle menos precio. Tan poco precio que por regla general
se trata de no remunerarlo, de no considerarlo objeto de salario, de no
calificar para pensión de vejez. Apenas recientemente algunas progresistas
legislaciones en pocos países del mundo están empezando a considerar lo que
debería ser obvio: que es un trabajo a carta cabal, sin el cual se afectan
distintos órdenes sociales si dejara de realizarse.
¡Pareciera de un feminismo
recalcitrante lo que viene a continuación, pero no! Pero no está de más decir
que si fuese al contrario y los varones fueran los que llevasen siglos
realizando la mar de las veces el trabajo doméstico éste sería considerado una
profesión noble y hasta liberal. Igual a lo que ocurre con la posición muy
generalizada en contra del aborto. También se ha dicho que si el embarazo fueran
los hombres quienes los llevasen en su panza, el aborto sería casi considerado
un sacramento o una institución respetable y arraigada.
A veces pareciera ser ya una
contra tendencia políticamente correcta ir lanza en ristre contra las bien intencionadas
causas de lo femenino tildándolas con la mote descalificadora de asunto feminista.
Como si en los reclamos de los grupos feministas no hubiese verdaderas llamadas
de atención acerca de lo relegada que ha estado su condición en tantos terrenos
de la cultura y la sociedad.
Es extraño que el trabajo
doméstico de las mujeres en las casas sea productivamente invisible. Cuando sin
la hechura de éste la producción oficial y hegemónicamente “verdadera” no
podría darse. Cualquier científico, profesor universitario, inventor, cura, ingeniero
o trabajador en la rama que sea, puede dedicarse a lo suyo si las sábanas de la
cama están limpias tanto como los baños y la cocina; y si la mesa en las noches
se encuentra servida y las camisas en las mañanas están a punto para ser
usadas.
El generalizado calificativo
de sexo débil para referirse a las mujeres tiene sus consecuencias. Las
palabras pueden mentir pero siempre nombran e instauran efectos de nacimiento:
efectos de realidad. Las palabras no se dicen al garete en el aire. El nombrar
dice algo y al nombrar algo se quiere decir. No se dice sexo débil para
referirse a los machos humanos, sí a las hembras. Considerar débil a la mitad
de la población humana de entrada manifiesta un exabrupto. Y las consecuencias
de esa consideración tienen lamentables efectos: el machismo extendido en buena
parte del orbe bebe en esa fuente. Los efectos de la debilidad achacada
injustamente sobre las mujeres no siempre son los mejores. De otro lado esa supuesta
debilidad falta ser probada. ¿Debilidad frente a qué o comparada con quién?
Deducir, suponer, imponer y
conceptualizar una debilidad a partir de diferencias anatómicas, con base en el
dimorfismo sexual[1],
tiene mucho o casi todo de inconsistente. Al igual que asignar roles o infundir
ciertas especialidades laborales de acuerdo a los cuerpos, acusa un pensamiento
reducido y mecanicista. Cuerpos evolutiva y naturalmente distintos no
significan cultural y socialmente fragmentados y excluidos.
Dice mucho de lo desequilibradas
y tensas que están las relaciones entre hombres y mujeres el que en muchos
lugares cada vez se imponga más la segregación de medios de transporte
exclusivos para ellas con el fin de protegerlas de violencias sofisticadas o primarias:
taxis, buses y vagones de metro de color rosa de uso exclusivo para la mitad de
los seres que constituyen la especie humana no es un avance civilista sino la
confirmación de una derrota: es legalizar y admitir la incapacidad que tenemos
para relacionarnos con las mujeres desde un lugar que no sea el del macho
agresor.
Señal de involución ética
sería tener que pensar en un mañana en bares y restaurantes exclusivos para
mujeres, aviones, aceras, calles y parques para ellas. Para poder defenderlas
de la agresividad y violencia con que no pocas veces suelen tratarlas los
varones que se consideran superiores. Lo cual genera reminiscencias al racismo
cerrero de los Estados Unidos de mitad del siglo XX cuando no podían entrar a
los mismos bares ni autobuses hombres de piel blanca y hombres de piel negra. Es
urgente una ley de cuotas[2]
en el ámbito de la especie humana mediante el cual se entienda que las mujeres
son aproximadamente el 50% de toda la población existente y que al menos por
esta contundencia numérica (ya que no por razones legales, éticas o filosóficas)
ellas deberían ser tenidas en cuenta con los mismos derechos, reconocimientos y
consideraciones con que cuenta la otra mitad. Es urgente incluir a las mujeres
en el ámbito de la especie humana.
Ni siquiera en materia tan
piadosa y llena de bondad, como las religiones supuestamente, la mujer sale
bien librada. Existe al menos una milenaria y multitudinaria iglesia bien
conocida que al sol de hoy no acepta mujeres como sacerdotes. Y no existe una
diosa tan potente y renombrada como su contraparte masculino. También en
asuntos de religiosidad y de fe, el machismo es imperante.
En suma: el machismo campea
por todos lados. Esto es así en el siglo XXI. Debería producirnos vergüenza. Pero
no: no la produce. Hemos naturalizado esta situación.
[1] El dimorfismo sexual puede definirse como las variaciones en la
fisonomía externa (tamaño, forma y hasta coloración) entre machos y hembras de
una misma especie.
[2] Como Ley de cuotas se conoce en Colombia a la ley 581 de 2000 por
medio de la cual se dispone que el 30 por ciento de los altos cargos públicos
deben ser ejercidos por mujeres. Dicha ley reglamenta la participación de la
mujer en los niveles de decisión de las diferentes ramas del poder público en
los niveles nacional, departamental y municipal. El incumplimiento de tal ley
constituye causal de mala conducta sancionada hasta con 30 días de suspensión
en el ejercicio del cargo y destitución en caso de persistencia. El acceso a
los cargos se hace por medio de ternas en las cuales, como mínimo, debe haber
una mujer.
EL PRESENTE TEXTO FUE
PUBLICADO EN LA REVISTA DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD CES EN
DICIEMBRE DE 2015. Y PUEDE LEERSE TAMBIÉN EN: http://revistas.ces.edu.co/index.php/derecho/issue/archive
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