Los
Prisco
Juan Guillermo Valderrama
Santamaría
Capítulo del libro La verdad sin calzones (Mi vida en los submundos). Publicado por el ITM y Santillana.
Colaborador permanente de
El gaviero.
La primera vez que llegó
a mis oídos el nombre de Los Prisco fue en el Liceo Gilberto Alzate Avendaño.
Ricardo, alias Pacho, el jefe de la banda, estudiaba dos cursos adelante de mí
y era compañero de clases de Pécora.
El arquitecto que diseñó
el Liceo había concebido salones y patios generosos, pero en el parqueadero fue
tacaño. Escasamente existía espacio para diez carros, aunque a pesar de
semejante desproporción nunca tenía cupo completo. No exagero si digo que de unos
sesenta o setenta profesores que dictaban clases, tal vez cuatro o cinco
llegaban en su propio auto; el resto lo hacía en bus, a pie o una que otra vez
en taxi. Y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos comenzaron a llegar al Liceo
unos coches y motocicletas lujosísimos, manejados por alumnos que en nada
compaginaban con la humildad y estrechez económica del estudiantado. Así pues,
que las calles aledañas sirvieron para estacionar los carros que no cabían
adentro. Aclaro: los carros que quedaban por fuera eran los de los cuatro o
cinco profesores.
Y así fue como por vez
primera los Prisco se dieron a conocer en sociedad. Según los rumores que
comenzaban a pasar de boca en boca, Pacho había conformado un selecto grupo de
inexpertos bandidos adolescentes, todos con arrojo y decisión, y seleccionados
del mismo barrio, que se dedicaban a asaltar bancos, casas de cambio y
joyerías. Al principio no pasaban de diez integrantes, pero fue tanto su éxito
que otros más se unieron a la empresa, y con el tiempo cientos llevaron sus
hojas de vida, o de muerte, tratando al menos de ser tenidos en cuenta en uno
que otro trabajito y así poder mostrarle al jefe sus agallas, destrezas y
lealtad.
Para poder hacer parte de
Los Prisco se debía tener un padrino que fuese integrante de la pandilla. Era
algo así como una carta de recomendación para procurar que Pacho diera su aval
y bendición, requisito indispensable para matricularse en el grupo. Conseguida
su aprobación solo quedaba esperar su llamado cuando resultara algún trabajito
bueno. El bautizo llegaba después.
Fue tanto el éxito de esa
empresa desde sus inicios que tuvieron que abrir sucursales en distintas
esquinas de Aranjuez y así dar abasto a la gran cantidad de empleos temporales
que se generaron, y digo temporales debido a que duraban poco, escasamente tres
años, debido a que las balas pronto los jubilaba. Luego, no satisfechos con
esto, se ampliaron hacia barrios aledaños buscando prestar un mejor servicio y
dar mayor cobertura a los cuatro puntos cardinales de la ciudad.
La influencia de Los
Prisco fue tan radical que hasta el perfil urbano de Aranjuez y sus habitantes
comenzó a cambiar. Edificaciones de cinco pisos, allí donde antes existían
casas de tapia, empezaron a hacerse cada día más notorias. Majestuosas moradas,
que nada tenían que envidiar a las lujosas mansiones de estrato seis, se fueron
apoderando del barrio mientras muchos miraban con envidia a los vecinos cuya
suerte cambiaba de la noche a la mañana.
Las vestimentas
nacionales que antes se heredaban de hermano en hermano desaparecieron y dieron
paso a las prendas de marcas extranjeras. Las zapatillas marca Nike y Reebok comenzaron a
pisar duro en el pavimento. También hicieron su arribo las camisetas y jeans Tomy, las chaquetas
italianas de cabritilla, las gafas Ray
Van, las lociones francesas, las
billeteras Bossi en cuero negro cargadas de billetes de cien dólares, y los enormes lazos
de oro colgados al cuello con crucifijos inmensos. Imágenes de María
Auxiliadora, con su respectivo nicho, siempre iluminado por infinidad de
velones, se apoderaron de muchas de las esquinas como muestra inequívoca de que
en aquella cuadra vivía algún integrante de Los Prisco.
Aranjuez siempre había
sido un barrio tranquilo, estrato tres, de calles empinadas y casas humildes,
casi todas de una sola planta y techos en teja de barro. Sus pobladores eran
obreros, amas de casa y estudiantes (en su mayoría de colegios y escuelas estatales)
que normalmente utilizaban sus piernas como medio de transporte, o de vez en
cuando el bus.
Flamantes carros último
modelo, alemanes e italianos, antes vistos en la pantalla grande, comenzaron a
hacer chirriar sus llantas en las calles al mismo compás de los estrepitosos
equipos de sonido que retumbaban en sus interiores. Las raudas motos Yamaha, Honda, Suzuki y Kawasaki, de alto cilindraje y armoniosas resonancias,
acallaron los destemplados sonidos de las comunes Lambrettas y las
condenaron a piezas de museo, a máquinas en extinción.
Cuando los voladores
explotaban e iluminaban con sus luces el cielo de Aranjuez se entendía sin
confusión que Los Prisco habían «coronado una vuelta». Entonces el barrio
cambiaba su vestimenta cotidiana por la de carnaval. Despampanantes carros y
motocicletas comenzaban a patrullar todas sus calles en una caravana
interminable de ostentación y lujo. Expertos pilotos que no excedían los veinte
años iban al volante, acompañados de hermosas adolescentes que, abrazadas a su
cintura, o sentadas como copilotos, eran exhibidas como trofeos. Ellas felices…
ellos felices… Aranjuez feliz.
Si Los Prisco o «los
Muchachos» (como comenzaron a denominarlos) estaban de fiesta, no se comía
gallina como era costumbre en nuestras casas, no; en sus festejos se consumía
un novillo y dos o tres cerdos de buen tamaño, casi siempre bajados sin
consentimiento alguno de los furgones que repartían la carne en las
carnicerías. Con los camiones que surtían cerveza y aguardiente sucedía de
igual manera. Ellos solían decir: «Que no se note el hambre». En muchas
esquinas se improvisaba un fogón con ladrillos, maderos y una gigantesca paila;
enseguida se armaba una rumba en la que, aparte de los vecinos, abundaban
alcohol, música, baile y carne de ambos sexos. La policía aparecía de vez en
cuando, pero casi siempre partían con sus patrullas vacías, aunque con sus
bolsillos llenos.
Hasta las iglesias, San
Cayetano, San Nicolás y San Isidro, gracias al éxito de Los Prisco cambiaron su
maquillaje. Tejados, fachadas e interiores deteriorados por el inclemente paso
del tiempo fueron restaurados; y los últimos, retocados con finos estucos y
vitrales dignos de una catedral. Cristos en bronce, oxidados por obra de la
intemperie o envejecidos adrede por su originario creador, rejuvenecieron sus
facciones. Los santos ennegrecidos por el hollín y cuarteados por el calor de
velas y cirios, de igual manera visitaron restaurador y modista. Hasta las
alcancías que reposaban a los pies de cada imagen de yeso, fabricadas de tarros
de galletas, desaparecieron y fueron reemplazadas por imponentes cajillas de
seguridad empotradas en el muro. Y si la memoria no me falla, creo que fue por
esos días que las sotanas de los curas dejaron de ser sus vestimentas
cotidianas y se convirtieron en herramientas ocasionales del trabajo, como lo
es el overol para el obrero.
Aunque no puedo aseverar
que Los Prisco hayan tenido algo qué ver en tantos cambios eclesiásticos y
ornamentales, no creo que la Santa Madre Iglesia pudiera efectuar
transformaciones tan notorias en tan corto tiempo a costa de la venta de
empanadas a las salidas de misa, y con las paupérrimas limosnas que depositaban
la mayoría de los feligreses.
Pero la fama, aunque se
quiera controlar siempre termina por salirse de las manos, y a Los Prisco se
les salió. El vertiginoso éxito de su rentable negocio comenzó a ser difundido
por los medios de comunicación, que en sus titulares de crónica roja daban
detallada cuenta de lo que estaba pasando en aquel barrio de la Comuna
Nororiental. No obstante, aquello que en un principio los periodistas creyeron
magnífica noticia para las autoridades y pésima para los delincuentes, terminó
siendo excelente información para el número uno del Cartel.
Cuando El Patrón se
enteró de las grandes hazañas realizadas por Pacho y sus secuaces, y supo que
ninguno de sus integrantes estaba siquiera reseñado y mucho menos encarcelado,
los llamó a trabajar a su lado. Ellos aceptaron complacidos puesto que podrían
continuar laborando en sus antiguos empleos, y con el ofrecimiento del Patrón
tendrían una lucrativa y jugosa manera de procurarse ingresos extras, actuando
como uno de los tantos brazos armados del Cartel de Medellín.
En Aranjuez surgieron
oficios y oficiantes nuevos. Aparecieron sicarios, traquetos, campaneros,
carritos, dedicalientes, jíbaros, cascones, caleteros, vacunadores, cobradores
y cientos más. Detrás de estos llegaron nuevos vocablos que no se encontraban en
ningún diccionario, pero que lentamente se hicieron comunes hasta en el léxico
de los más cultos. Parcero y gonorrea fueron los primeros en aparecer. El
primero le imprimía superlativo valor a la palabra amigo, y el segundo definía
a aquél que era lo peor de lo peor. Pronto llegaron otras palabras que fueron
enriqueciendo el idioma callejero y dieron forma al diccionario de la Real
Academia del Parlache.
En un santiamén Aranjuez
se fue convirtiendo en la Suiza de la Comuna Nororiental. Allí se podía
realizar el Sueño Americano sin salir siquiera de sus calles. El precio de las
más destartaladas casas se triplicó. Los negocios no daban abasto para atender
a su clientela, y las cajas registradoras sonaban muy por encima de lo
habitual. Las clásicas peluquerías con olor a piedralumbre, de don Eligio y
Cambalache, cerraron sus puertas arrolladas por los modernos salones de
belleza, atendidos por travestis.
Pero la luna de miel
entre Aranjuez y los Prisco duraría escasos años. La guerra declarada entre el
Cartel de Cali y el de Medellín, y de este último también contra el Estado,
convirtieron el barrio en un campo de batalla.
El dinero, las drogas y
las armas llegaban a diario y por toneladas, producto del pago de secuestros,
extorsiones, vacunas, compra de conciencias, carros bomba y ajusticiamientos de
policías retribuidos según su escalafón. También por el homicidio de
periodistas, jueces, políticos y gentes del común por hablar más de la cuenta,
o por no hablar; de mujeres por no acceder a favores sexuales; de integrantes
infiltrados del Cartel de Cali, y por otro sinnúmero de cuentas que el Patrón
cancelaba a Pacho, y éste a su vez a sus subalternos.
Pero la complicidad en
unos casos y la omisión en otros de los entes gubernamentales, eclesiásticos y
civiles con lo que pasaba allí, y por extensión en toda la ciudad, dieron un
vuelco radical cuando Colombia entera y el mundo se dieron cuenta de lo que
venía sucediendo desde años atrás.
Los discursos hipócritas
revestidos de falsa moralidad (aunque toda moralidad es falsa), empezaron a ser
lanzados desde púlpitos y plazas públicas por los mismos que ayer se habían
hecho los de la vista gorda y sacado tajada del conflicto. Nadie en Medellín,
directa o indirectamente, podía decir en aquel tiempo y creo que ni ahora, que
algo del dinero del diablo, como lo bautizaron, no ingresó a sus bolsillos.
Cuando la tal Comunidad
Internacional se enteró de que en las laderas de Medellín existía un barrio
llamado Aranjuez, en donde se le rendía más culto y respeto a los
narcotraficantes y bandidos que a las propias autoridades, a todo habitante de
esa comuna lo catalogaron como mafioso o delincuente, aunque la verdad era
otra.
La persecución contra el
Cartel de Medellín, sus lugartenientes y su brazo armado, por parte de la
policía e inteligencia nacionales y foráneas no dio tregua. El barrio fue
militarizado y colmado de retenes, con hombres de camuflado, cuadrillas de
helicópteros y tanquetas de guerra. Hasta se veían de vez en cuando unos
hombres extraños, de ojos azules y pelo mono, mascando chicle y patrullando las
calles en carros con vidrios polarizados y sin placa.
A Aranjuez lo invadió la
zozobra y la desconfianza. Los allanamientos y muertes, de lado y lado, no se
hicieron esperar; los desplazamientos forzosos tampoco. Y no porque antes de
ser militarizado no los hubiera, sino que con la llegada del ejército los homicidios
aumentaron en forma descomunal, y las casas abandonadas se multiplicaron por
docenas. Cómo sería la superpoblación de finados, que el párroco de Aranjuez,
como casi todos los curas, visionario y buen negociante, mandó construir una
sala de velación al lado de la parroquia. Ésta, sin exagerar, diariamente daba
servicios a no menos de tres muertos.
Después de las ocho de la
noche el toque de queda se adueñó de las calles, y aquellos que por una u otra
circunstancia lo infringíamos nos exponíamos a ser ajusticiados por cualquiera
de las únicas autoridades que allí regían: el ejército o Los Prisco. Los
allanamientos se volvieron el pan de cada día. Los primeros, sin previa orden
judicial, buscaban secuestrados, caletas, armas, drogas y reos ausentes; los
segundos, buscaban únicamente «sapos». Por desgracia, lo peor aún no había
llegado.
Cuando el gobierno
decidió declararle la guerra abierta y frontal al Cartel de Medellín publicó en
la televisión, en la prensa y en las paredes de la ciudad unos afiches que
rezaban así: PABLO EMILIO ESCOBAR GAVIRIA, ALIAS «EL PATRÓN». SE BUSCA VIVO O
MUERTO. RECOMPENSA 5.000 MILLONES DE PESOS. Debajo, en orden de importancia en
pesos y rango, lo seguían en fila sus compinches. Ricardo, alias Pacho era,
creo, el noveno en la lista, con una recompensa de 1000 millones de pesos.
Pocos días después de estos anuncios comenzaron a circular en el barrio otros
afiches, hasta mejor impresos que los anteriores, ofreciendo de igual manera
jugosas recompensas: un millón de pesos por cada policía muerto; y en la medida
que subía la jerarquía del uniformado dado de baja, subía la oferta.
Lo que en principio el
Gobierno consideró como una magnífica idea para dar con el paradero de los
integrantes del cartel se convirtió en su peor estrategia. Adolescentes aún sin
cédula en la billetera, pero sí con un Smith
& Wesson en la pretina, se
dieron a la caza de policías. Era una manera fácil y sencilla de ganarse un
millón de pesos, con los cuales conseguirse una motocicleta y realizar más
cómodamente sus trabajos. Ahora bien, si la suerte y María Auxiliadora se
colocaban de su lado, y el muerto no era un policía sino un sargento, teniente,
capitán o coronel, hasta un carro se podrían comprar, y por qué no, de pronto
una casa para la cuchita.
Existieron unos sicarios
tan osados, y no es fábula, que acto seguido de realizar sus trabajos
arrancaban la placa del pecho de sus víctimas y con ella aún ensangrentada
corrían a la oficina a cobrar su recompensa. Como ellos mismos vociferaban, «la
placa es el mejor trofeo para saber a ciencia cierta qué rango ostentaba el
borrado y cuál es su verdadero valor». «Es la factura para saber el verdadero
precio de la gonorrea que acabamos de tumbar». Otros, más cautelosos o
experimentados, esperaban la difusión de la noticia en la radio antes de cobrar
su botín. Y otros, los más temerarios, codiciosos y de mayor visión
empresarial, colocaban carros bomba al paso de cualquier convoy policial y
matar así varios pájaros de un solo tiro. Como era de esperarse, las
autoridades no se quedaron con las manos cruzadas, y de idéntica manera como
caían policías, comenzaron a caer bandidos.
El resto de cuanto
sucedió lo sabe el país y medio mundo: las masacres en cada esquina, los carros
bomba, los aviones convertidos en esquirlas, la explosión frente al edificio
del DAS, la muerte de varios candidatos a la presidencia, el asesinato de
periodistas, ministros, alcaldes, gobernadores…
Mucho después de miles de
muertos el Estado notificó al mundo los acuerdos realizados para la entrega del
Cartel de Medellín, logrados con la mediación de un sacerdote con cara de
santo. (Los acuerdos por debajo de la mesa nunca se supieron). Serían recluidos
en una «cárcel de máxima seguridad», construida y vigilada por ellos mismos.
Antes de llegar a estos
arreglos Pacho había sido abatido en un tradicional barrio de la ciudad. Según
pregonó el informe policial, «en un cruento enfrentamiento las autoridades
dieron de baja a un individuo, quien resultó ser el reconocido jefe de la
temida banda de Los Prisco, ala militar del cartel de Medellín, quienes tenían
asolado el barrio Aranjuez. Con la muerte de este oscuro personaje, a partir de
la fecha, se da por terminada su militarización».
De lo que el mundo no se
enteró, ni dieron parte las autoridades, fue que, con la muerte de Pacho, con
la entrega de El Patrón y con la desmilitarización de Aranjuez, quedaron
muchísimos jóvenes desempleados que solo sabían matar y robar. En vista de que «los
Muchachos» ya no gozaban de los altos ingresos de otrora para sus rumbas,
ropas, drogas y mujeres, ni tenían un jefe que los dirigiera, el barrio se
descuadernó, esta vez sí del todo.
Mataban por el simple
hecho de ensayar un revólver; porque en un baile, sin darte cuenta, habías
pisado el pie equivocado; porque, ingenuamente, le lanzaste un piropo o picaste
el ojo a una muchacha que tenía como novio a un pillo; o simplemente porque, como
solían decir de manera jactanciosa, «el dedo índice me está picando; vamos a
hacer limpieza social y a darle borrador a cuanta gonorrea esté por ahí
soplando», así ellos fueran los más sopladores de todos. Matar se convirtió en
una necesidad y robar en una adicción; hasta asaltaban el carro que recogía la
basura.
Una noche nos
encontrábamos en la esquina de don Ignacio Pécora, la Gallina, Juan Diego y yo
enfiestados, escuchando música, tomando cerveza y consumiendo, ya por aquel
tiempo, basuco. Apareció un carro en donde venían «Barbarito» y otro reconocido
integrante de Los Prisco, cuyo nombre no recuerdo, y si lo recuerdo no quiero
mencionar. En la infancia, Barbarito había compartido con nosotros la misma
escuela, las mismas novias y la misma pelota de carey. Ambos nos saludaron, uno
por uno, de apretón de mano y con sonrisa efusiva:
—¡Qué más parceritos! ¿Todo bien?
—Aquí, tomándonos unos chorritos y escuchando la buena salsa. —Les respondí.
—Pues que sea un motivo, y ya no serán unos chorritos, sino unos chorrotes.
Don Ignacio, sirva aquí una garrafa de guaro y deles a los muchachos lo que
pidan. ¡Y que nos mate el licor, ya que el amor no pudo! —Todos brindamos. Los
ojos de don Ignacio se movían al ritmo de su registradora.
La fiesta apenas
comenzaba. De idéntica manera como apareció la garrafa de guaro aparecieron
bolsas de perico, basuco y marihuana. Todos estábamos felices, sabíamos que con
ellos allí primero se nos terminarían las ganas de consumir que los manjares.
Las manecillas del reloj
se unieron en las doce, don Ignacio comenzó a cerrar las puertas del negocio, y
entregándole un papel a Margarito, le dijo:
—Mire, esta es la cuenta. Si quiere revísela, ahí está todo muy bien
explicadito.
—Tranquilo, don Ignacio, no se preocupe y tráigame otra garrafa de guaro.
Tráigame también cigarros y unas gaseosas.
Estirando la mano, le
metió un fajo de billetes en el bolsillo.
—Y no se preocupe por la devuelta, se puede quedar con ella.
—¿O sea que ya se acabó la rumba? —preguntó Pécora desconcertado.
—¡Cuál se acabó! La rumba apenas comienza. Hoy vamos a ver adonde es que
amanece el diablo.
Con la tienda cerrada y
sin un alma en las calles, nuestras narices y bocas comenzaron a consumir hasta
el hastío. Cada uno estaba en lo suyo, unos con la marihuana, otros con el
perico, yo con el basuco; y todos con el aguardiente, que pasaba de mano en
mano y de boca en boca. Héctor Lavoe, con un grito lastimero, nos acompañaba
desde los altavoces del carro: «Todo tiene su final, nada dura para siempre.
Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el lindo clavel solo quiso
florecer y enseñarnos su belleza y marchito perecer…».
Barbarito, con su mirada
perdida, me llamó aparte y me dijo:
—Parcero, piérdase de aquí que esto se va a calentar.
—¿Calentar? ¿Y por qué?
—No preguntés maricadas y perdete.
Sus ojos se le querían
salir.
—Pero si estamos pasando superbacano aquí. —Me alejó unos pasos y levantándose la camisa me
mostró una pistola.
—Que te perdás, güevón. Yo a vos te quiero mucho y a tus cuchitos también.
Parcerito, te tengo en la buena, por eso abrite del parche que no quiero que te
pase nada. Haceme caso que esta maricada se va a calentar. Mirá, la bala que no
es pa uno es mejor dejarla pasar.
Su mano empuñó la pistola
y los ojos se le convirtieron en un par de cañones.
—Bueno, parceros, yo me les voy, tengo el cupo completo. No me cabe un solo
pasajero más.
Todos protestaron,
excepto Barbarito y su amigo.
Mientras me alejaba rumbo
a mi casa, trastabillando por el efecto de lo consumido, a lo lejos escuchaba a
Héctor Lavoe: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que
recordar que no existe eternidad. Como el campeón mundial dio su vida por
llegar y perder lo más querido, en la masa es otro más. Eeh alalalele lelele
todo tiene su final…».
La resaca y el sol que
daba en mi cara me despertaron y de inmediato me fui al baño, porque el agua
era lo único que me devolvía a la vida después de una noche de farra. Una vez
bañado salí hacia la tienda de don Ignacio en busca de algún menjurje de los
que él preparaba, para tomármelo y recuperar, al menos en algo, mi cordura.
Antes de llegar me encontré con Mako, el hermano de Pécora, borracho, amanecido
y con sus ojos convertidos en sangre por el llanto. En tono de burla le dije:
—Mako, qué hubo hermano. ¿Lo agarró la aurora?
—Parcerito, ¿es que no sabe lo que pasó anoche?
El llanto y la borrachera
casi no lo dejaban modular palabra.
—No, no sé. ¿Qué pasó anoche?
—Que mataron a Pécora en el callejón. —Recordé los ojos de Barbarito—. Y,
además, mataron a la Gallina y a Juan Diego.
—¡Ay, güevón! ¡No puede ser!
Las piernas me comenzaron
a temblar y me tuve que sentar en la acera.
—Dicen que fue la gonorrea de Barbarito con otra gonorrea. El Coco se pilló
toda la vuelta. Los dejaron a los tres extendidos en el callejón. Parcero,
todavía están en el anfiteatro y los que los vieron dicen que tienen la cara y
el tablero llenitos de huecos. Pero esos pirobos me la pagan.
—Calmate, güevón. Esperate hasta que se sepa bien qué fue lo que pasó. Y no
te pongás a hablar maricadas.
Me levanté como pude y me
devolví para la casa. Sentía como si a aquellos tres muertos los hubiera matado
yo. Fue tanta mi cobardía que ni siquiera fui capaz de asistir al entierro de
ninguno. No tuve la valentía ni la fuerza necesaria para mirar a las caras de
las madres de aquellos que, hasta unas cuantas horas atrás, habían sido mis más
cercanos amigos. A Pécora lo asesinaron por una pelea que había tenido con
Barbarito en un partido de fútbol, diez años atrás. A la Gallina y a Juan Diego
los mataron por pegajosos.
Meses después mataron a
Mako, Gerardo y Moncada, todos hermanos de Pécora. Lo que quedó de aquella
familia fue obligado a emigrar. Con el tiempo, don Ignacio cerró su tienda y
Barbarito cayó abaleado en una céntrica calle de la ciudad, en un ajuste de
cuentas.
Pasados algunos años en
que pude ver la vida un poco más clara, y mis remordimientos un poco más
sosegados, escribí este texto:
En
memoria
Hoy recuerdo a todos esos
que murieron antes de tiempo. A esos que no les alcanzó el hilo para poder
elevar sus cometas al viento, a quienes el sol eclipsó para siempre sus sueños,
a aquellos que cincelaron en la vida solo malos recuerdos. Flores marchitas,
nombres en mármoles fríos, hijos ya apenas recuerdo para tantas madres que
nunca serán abuelas.
Parece que fue ayer,
cuando aun siendo niños caminábamos con pasos de viejo, cuando nos creíamos los
dueños del mundo y apenas hasta la esquina del barrio alcanzaba nuestro boleto;
aquella esquina que era todo nuestro mundo. Allí descubrimos el anís, la ansiedad
por el humo y la calidez de unos senos. Pero todo tenía su precio y entendimos
el poder del dinero.
Nunca quisimos ser niños,
no había tiempo para los juegos, nuestra vida era más real. Ya éramos hombres
de pantalones cortos, de imaginario bigote en nuestros pensamientos. De pronto
aquella esquina ya no fue más nuestro mundo, sino más bien algo parecido al
infierno. Algunos se hicieron esclavos de alguien o algo; y los que aún no,
buscamos los caminos para serlo.
Nunca supe cómo ni
cuándo, pero años antes de ser ciudadanos las cadenas ya ataban nuestras manos.
Cadenas de anís y de humo blanco ataban nuestras mentes. Y ni qué decir de esas
cadenas de polvo seco que no dejaron germinar tantas semillas. Quedaron únicamente
madres sin hijos, interminables padres nuestros, más Ave Marías y muchas
póstumas misas.
Aún no sé por qué quedé
yo, si igual fui, como todos esos, un morador más de aquella esquina. Tal vez
quedé para contar nuestra historia, para decirle al mundo que no fuimos
culpables, para gritar que no fueron vanos los tan escasos pasos que caminamos.
Ya hoy los niños no se mueren imberbes, y esa infausta esquina tampoco es un
infierno. Pienso que no es justo, pero de algo, o mejor de mucho, valieron
nuestros errados ejemplos.