domingo, 17 de noviembre de 2024

Franz Kafka y el laberinto del tiempo

 

Daniel Restrepo

Profesor de la Universidad Johns Hopkins

La eternidad no es la temporalidad detenida.

Aforismos, F. Kafka.

Aunque parezca paradójico, encontramos la eternidad en los actos efímeros de la naturaleza: las auroras, el murmullo de los arroyos, la brisa que trenza las ramas de los árboles o las olas que rompen contra la costanera. Su atemporalidad radica precisamente en que han perdido su singularidad y, aunque nos empecinemos en registrar algunos de ellos (calendarios, fases de la luna, tasas de precipitación), sus realidades concretas son irrecuperables: no hay una historia de los instantes anodinos. La brisa de hoy no es la continuación de la brisa de ayer, son la misma; la luna no envejece y el cielo (con sus variaciones) es nuestro sempiterno telón de fondo. Insistiendo un poco más en esto, cabe aclarar que esta no es solo una disposición estética de las personas, también es una actitud técnica -que hemos asumido conjuntamente durante los últimos trescientos años- donde los fenómenos naturales son entendidos acorde a ciertas leyes (físicas) invariables que rigen el comportamiento de los objetos. Una bala de cañón arrojada por algún lector entusiasta que desee constatarlo caerá de la misma manera en que lo hicieron las que Galileo dejó caer desde la torre de Pisa; el sol saldrá mañana por el oriente y al día siguiente y en el subsecuente y así sucesivamente sin la necesidad de que se rece o se hagan ritos de ningún tipo. Este conocimiento ya es «común». Similarmente pensamos la naturaleza orgánica (animales, plantas, etc.) en términos de leyes biológicas que establecen cómo deben comportarse los seres vivos y qué podemos esperar de ellos. Estas leyes, cabe aclarar, están en constante revisión, no se ajustan perfectamente ni modelan exactamente la realidad, pero (bien o mal) nos han permitido comprender y transformar sustancialmente la realidad material del mundo.

La verdad humana, en cambio, está inscrita en el laberinto del tiempo. Cierto es que los humanos somos entes materiales y por tanto sujetos a las restricciones físicas, también que habitamos la vida con un cuerpo orgánico que nos ata a su vez a ciertas determinidades biológicas, pero más cierto que todo esto es el carácter histórico de nuestra realidad. Hay una brecha cualitativa entre lo inorgánico y lo orgánico que es evidente para nosotros: lo segundo puede vivir, organizarse y transformase; a su vez hay un abismo (con bastantes puentes, pero aun así abismal) entre lo orgánico y lo humano: lo segundo puede decidir vivir, organizarse y transformarse o no hacerlo… La diferencia, en pocas palabras, entre lo humano y lo demás (orgánico e inorgánico) es la libertad y con ella la consciencia profunda del tiempo.

Recordemos por un momento nuestro primer mito: Dios creando y separando (mediante enunciación) la luz de las sombras, el cielo de la tierra, la tierra de las aguas; creando las plantas, los animales y la orografía de un jardín encantado y dándole vida a un hombre de barro y a una mujer de hueso para que lo habitaran, lo nombraran y lo gobernaran. En ese momento (mitológico), Dios, el hombre, la mujer, los animales, las auroras y las olas que rompen contra la costanera estaban regidos por la misma forma del tiempo: en el eterno instante. Fue cuando llegó la primera desobediencia -simbolizada por la consumación del fruto prohibido- que empezó a fugarse el tiempo para la humanidad. Adán y Eva se supieron desnudos y libres en contraste a Dios y a los demás seres del jardín y, precisamente a causa de esa libertad adquirida, cayeron en el entramado de las decisiones, las reflexiones, la culpa, la confusión, la angustia de la responsabilidad; quedaron inscritos en el laberinto del tiempo. De hecho, podría decirse que este laberinto fue el refugio para la desnudez humana: de la misma manera que el primer acto de creación separó la luz de la sombra, la primera desobediencia separó a los humanos de la buena consciencia y esa separación les impidió relacionarse inmediatamente con la naturaleza y con Dios. No es fortuito que tiempo después los hombres intentaran construir otra estructura (una torre) para llegar arrogantemente a las alturas (y los tiempos) de Dios. Desde una perspectiva menos alegórica podemos pensar esta dualidad entre el jardín encantado y el laberinto del tiempo como la dualidad entre la realidad natural regida por sus leyes fundamentales y el herramental humano (teorías, máquinas, estructuras) diseñado para el entendimiento de la naturaleza. En estos términos, la misma condición humana hace al laberinto inevitable, pues para entender la verdad natural (las rosas primigenias sembradas en el Edén), es menester construir instrumentos (un laberinto) que la interrogue y le agregue atributos (piedra a piedra) que puedan ser comprendidos con las categorías epistemológicas humanas. Volviendo al mito: primero Dios plantó un jardín; luego la humanidad levantó un laberinto para rodearlo, comprenderlo y, sobre todo, complicarlo.

Aquí, precisamente aquí, está Kafka. Podría haber empezado contándoles que Franz Kafka fue un escritor (lo cual es impreciso) checo (lo cual es anacrónico), de origen judío y germanohablante que murió hace exactamente cien años (lo cual, per se, es profundamente irrelevante); pero los habría perdido desde el principio. ¿Por qué entonces recordar en Colombia en el 2024 a un hombre europeo que murió en 1924? Precisamente porque Franz comprendió y puso de manifiesto —quizás mejor que nadie más en el siglo XX— las implicaciones de este laberinto inveterado que media en nuestras relaciones con la naturaleza, con los demás y con nosotros mismos; aquí radica su universalidad y su relevancia para cualquier grupo humano inscrito en las lógicas de la modernidad.

Para precisar ideas recordemos el relato Poseidón, de F. Kafka, donde se cuenta que el poderoso dios griego, señor de los mares, ejerce su imperio sobre sus dominios como un administrador, haciendo cálculos sin parar desde su escritorio (quienes hayan leído El Principito de Saint-Exupéry recordarán al hombre de negocios que pasa su vida listando estrellas en su escritorio para reclamar su derecho de propiedad sobre ellas). El drama de Poseidón se resume en que le es imposible salir al mundo que gobierna (y así detentar y disfrutar de su poder) hasta terminar una lista detallada y exhaustiva de todas las criaturas que habitan el mar; pues su trabajo como dios es ser omnisciente (no omnipresente) y, para él, la omnisciencia es un cómputo interminable. Este es el tirano tiranizado por sus planes, por sus métodos laberínticos.

Situaciones insólitas donde aparecen personajes o instituciones enteras destinadas a la reproducción de una actividad sumamente enrevesada (muchas veces sin propósito) o directamente absurda (muchas veces cruel por lo absurda) constituyen buena parte del corpus de la obra de F. Kafka, incluyendo varios de sus cuentos y, fundamentalmente, sus novelas: El desaparecido, El proceso y El castillo. No en vano, hoy en día situaciones de este tipo suelen llamarse kafkianas, aunque cabe aclarar que no toda situación absurda es kafkiana. La filósofa alemana, Hannah Arendt, describió lo kafkiano como una tiranía sin tirano, pero esto no es tan preciso. Si se define el proceso como tiranía, así sea una sin centro, esta continúa cumpliendo su fin: tiranizar. En este caso, aún no habría llegado a su etapa kafkiana. Ahora bien, si los funcionarios de la tiranía tuvieran que citar todos los días a sus súbditos (a las siete de la mañana, como en una cita de EPS) para saber más sobre ellos y, así, entender cómo tiranizarlos mejor, pero nunca mandándolos a hacer algo provechoso ni para los súbditos ni para la tiranía (pues todo el tiempo se iría en estas citas repetitivas y maquinales), entonces tendríamos una tiranía kafkiana. Así volvemos al laberinto que, pensado inicialmente como una estructura para entender la realidad, solo crece por el mero propósito de crear más laberinto, y es que precisamente eso es lo kafkiano, un organismo vicioso que se reproduce sin control y sin fin, por el afán mismo de reproducirse: lo kafkiano es el fin secuestrado por el método.

Una encarnación más familiar del laberinto —oximorónico, pues un laberinto siempre es extraño— es la confusión vital. Cada uno tiene sus teorías o sigue sus «instintos» o emula el comportamiento de tres o cuatro personas cercanas con las que más se ha identificado y espera, bien o mal, poder vivir así una vida válida. Pero siempre llega el día (porque sí, siempre llega) donde nos preguntamos qué sentido tiene esto, como si nuestras teorías o planes vitales se devaluaran abruptamente o como si el placer o la ganancia o el culto a la personalidad o la soberbia erudita o los sociologismos y psicologismos franceses de moda o la subsistencia pura (vivir para sobrevivir), como si todas estas pequeñas brújulas (que son otro instrumento, otra forma del laberinto) se averiaran cuando las elevamos para preguntarles cuál es el Gran Norte de nuestra vida; dándonos la idea de que solo pueden guiarnos un momento vital a la vez. Por otro lado, tenemos los dogmas, esas brújulas absolutas y monolíticas que nunca flaquean y nos libran de toda confusión. En este caso hemos rendido la premisa fundamental de esta problemática: intentar vivir. Quien se guía por el dogma no vive, solo permanece lapidado en el templo laberíntico consagrado a su dios.

Frente a esta confusión vale la pena mirar hacia atrás, hacia la historia que nos determina como humanidad y que es lo más cercano a una intuición natural que nos pueda guiar en este laberinto que nos guía, a su vez, por el jardín. Mirar hacia la tradición, hacia quienes estuvieron a la altura de las paradojas vitales, hacia los muertos y preguntarles: ¿cómo podemos seguir viviendo?

Claro que ellos no podrán respondernos con una respuesta, pues ninguna vida tiene solución; nos responderán con preguntas. Pero las preguntas son más amplias que las respuestas y por eso mismo puede que ahí (en la gran sucesión de muertos que han pensado la vida, en la tradición del pensamiento) encontremos preguntas donde quepamos todos y podamos encontrar razones para seguir viviendo.

Aquí termina la conmemoración de nuestro muerto.

A Dios, Franz.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Crónica de pajareo

 

Óscar Darío Ruiz Henao

De Gallinazos y reyes

Del libro en edición A la intemperie

Crecí en un barrio cerca al cementerio Campos de Paz. De este lugar extraordinario tengo varios recuerdos: voy corriendo con alguno de mis hermanos mayores detrás de un globo, de pronto ya estamos sobre una tumba y yo me siento algo incómodo, quizás hemos perturbado a los muertos. También me veo con mis amigos en los carros de rodillos que en la noche llegábamos casi hasta la entrada del cementerio, ya que allí comenzaba la bajada, para tirarnos arrumados en nuestros improvisados vehículos. De vez en cuando uno miraba hacia la oscuridad del cementerio con cierta aprensión, aunque estábamos todos juntos y yo me sentía protegido de… los muertos. Con bastante intensidad recuerdo una mañana que llegaron con el relato de que una tumba había sido profanada en el cementerio, que era de un pecador, un hombre malo y que lo que vino por ese hombre malo se lo llevó para los infiernos, decía mi abuela enfática. No sé quién vio el suceso sobre natural, pero decían que dos gallinazos de ojos encendidos custodiaban, a lado y lado, la tumba mientras lo que vino alzaba hasta con el ataúd.

A otra persona le escuché decir que este pajarraco podía vengarse si era ofendido por un humano a quien, desde las alturas, le arrojaba una pesada tabla. Crecí con cierta distancia y desconfianza de los gallinazos.

Ya convertido en pajarero, supe de dos de los familiares del gallinazo común, Coragyps atratus, y escuché hablar del rey de los gallinazos, Sarcoramphus papa; de su blancura y elegancia.

Pablo Neruda, que le cantó a las aves con su actitud generosa e incluyente, le escribió un poema al jote, como lo llaman en Chile:

Jote

El Jote abrió su Parroquia,

endosó sus hábitos negros,

voló buscando pescadores,

diminutos crímenes, robos,

abigeatos lamentables,

todo lo inspecciona volando:

campos, casas, perros, arena,

todo lo mira sin mirar,

vuela extendido abriendo al sol

su sacerdótica sotana.

No sonríe a la Primavera

el Jote, espía de Dios:

gira y gira midiendo el cielo,

solemne se posa en la tierra

y se cierra como un paraguas.

 

No existe un lugar en Colombia sin la presencia de este sacerdote alado, de este inspector. En Urabá descubrí a su primo, Catharte aura o guala, cuyo elegante y placido vuelo aprendí a perseguir y a admirar. Además, a esta especie se les conoce como laura y migra en numerosas bandadas. Su hábito, todo negro, contrasta con su cabeza roja y carnosa, de ojos negros. Realmente es un ave que asusta a primera vista. Por el río Atrato y por la ciénaga de Rionegro, las vi migrando, parecían dibujando jeroglíficos aéreos, diciéndonos algo secreto con su vuelo, con una grafía misteriosa trazada por sus alas.

También encontré al otro primo, Cathartes burrovianus, de rostro amarillo, más difícil de avistar.

Los gallinazos de cabeza negra y rugosa, que parecen llevando una máscara para una fiesta de disfraces de suspenso, son animales discretos y silenciosos que han ido ganándose mi respeto a pesar de mis recuerdos de infancia. Es tal su peculiar presencia que parecen invisibles a pesar de estar por todas partes esperando una oportunidad. Gallinazo le dicen en Colombia al que coquetea a varias mujeres. Aunque hay un extraño oficio que también recibe este nombre entre los trabajadores de las funerarias, quienes afuera de los hospitales esperan a la gente para, una vez identificado el drama de la perdida familiar, ofrecen sus servicios exequibles.

El zopilote, otro nombre más mexicano para la misma ave, es un carroñero indispensable y muy disciplinado. En Acandí, vi un grupo haciendo fila para picar una desafortunada tortuga caná muerta por alguna embarcación pesquera. Diríase que son también limpiadores.

En una jornada de pajareo en el parque El Salao, mientras almorzábamos un delicioso sancocho trifásico, después de la caminata intensa y la alegría por tantos pájaros avistados, un joven gallinazo miraba a mi esposa desde una baranda; ella le ofreció carnita y el jovenzuelo comió gustoso de su mano, delicadamente. Como sería la conexión tan inusual entre ellos que mi esposa me decía: deberíamos llevárnoslo para nuestra casa.

La miré como quien mira a un borracho, mientras ella le decía, coma más Adolfito con un pedazo de carne pulpa en su mano.

En mi primera pajareada por la serranía del Abibe dirigida por un amigo biólogo, llegamos hasta una especie de boquerón que permite mirar hacia ambos lados de la serranía. Allí se da un cruce de vientos y de aves a la vez. Entonces llegó mi primer Sarcoramphus papa, el afamado rey de los gallinazos. Se posó tranquilo en una alta horqueta. Yo me puse todo nervioso, casi no lo puedo ubicar con mi camarita, era un lifer (primera vez que uno ve una especie de ave). Allí lo vimos en detalle, mitad blanco, mitad negro, de pecho gris con una gargantilla carnosa roja y su pico rojo con las carnosidades anaranjadas que le cuelgan; sobre el ojo una especie de ceja roja y este de un rondel blanco para volverse negro. Parece vestido para alguna ceremonia en su honor.

Es impactante este rey por el recuerdo que uno tiene del desabrido gallinazo común. De inmediato uno dice, sin duda este es el rey. Luego lo vimos en su vuelo ancho, blanco y elegante.

Dos o tres años después, cuando íbamos de pajareada para Mutatá en una moto, de pronto miramos hacia un potrero y a unos 200 metros una bandada de gallinazos se reunía alrededor de algo muerto. Con cierto asombro nos percatamos de la presencia de dos reyes gallinazos, en un mismo árbol y otros dos sobre la hierba. Cuando uno de ellos se acercó a lo que era el alimento, los gallinazos comunes despejaron el camino. Entonces nos sorprendimos al constatar que, en realidad, había siete gallinazos rey entre la bandada. Ya había tres de ellos en el árbol que, calmos, nos miraban. En la hierba miré dos juveniles y separados de la bandada había dos inmaduros con su plumaje evolucionando. Estaban todos reunidos, como si se tratara de una junta regional, como si fuera un encuentro de reinos. Mi compañero de pajareada, mucho más experimentado en estos asuntos, decía sonriente que era muy inusual este tipo de reuniones. Sabíamos que los gallinazos comunes son muy amigos de los caracará (Caracará cheriway) que hasta comparten comida entre ellos; los hemos visto acicalándolos incluso, pero ver siete Sarcoramphus papa juntos, y de diferentes edades y etapas de maduración, era una fortuna. Estuvimos otro rato en el potrero acercándonos con sigilo para evitar molestar esta reunión inusual.

Me traje una foto de tres gallinazos juntos que luego compartí con pajareros expertos quienes manifestaron su extrañeza.

En casa le conté este suceso a mi esposa, le mostré las fotos, y ella recordó a Adolfito que casi se lo trae para nuestra casa. Entonces me dijo: y no se te ocurrió traerte un bebe rey. Como sería de lindo, dijo tan sinceramente.

Pensé en el cementerio Campos de Paz, en el desbordado imaginario colectivo y sus mitos urbanos. Pensé en la elegancia de este señor rey. Y pensé en cómo será de grato cuando me encuentre, algún día, al Señor de las Alturas, al más grande de los gallinazos, al Cóndor de los Andes.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Mafalda: una gran aliada de la inclusión

 

Mafalda: una gran aliada de la inclusión

Jaime Pérez Posada

2024 es un año de autores de diferentes géneros literarios y pensadores muy influyentes y de obras literarias clave: de los 750 años de la muerte de Santo Tomás de Aquino, los 300 del nacimiento de Inmanuel Kant y los 200 de la muerte de Lord Byron, de los cien años del fallecimiento de Franz Kafka y Joseph Conrad y del nacimiento de Truman Capote.

En cuanto a libros: un siglo de La montaña mágica, de Thomas Mann, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda y de La vorágine, de José Eustasio Rivera. Además, es un año de García Márquez por partida triple: una década de su muerte, la publicación de una novela inédita corta, En agosto nos vemos, y del estreno de la versión televisiva de Cien años de soledad; y se celebran, también, los sesenta años de Mafalda.

Mafalda cumple 60 años, a pesar de ser una niña de 6 años. De acuerdo con

su difunto creador, el artista argentino Joaquín Salvador Lavado Tejón, más conocido como Quino, manifiesta el espíritu crítico de la juventud preocupada por la sociedad y la paz. Desde 1964 ha influenciado en la forma como pensamos, gracias a sus agudas frases y lecciones que nunca pierden vigencia.

Esta niña, que nos visitó en un centro comercial del área metropolitana del Valle de Aburrá, vino a celebrar sus 60 años y tuvimos la oportunidad de convivir con ella los integrantes del Programa de Formación Incluyente y Diversa, aprendices con discapacidad (Auditiva, Visual, Cognitiva y Física) del SENA conocieron y escucharon a la pequeña Mafalda; a Felipe, Manolito; a Susanita, a Miguelito y a Libertad y su hermanito Guille. Nos enseñaron la necesidad de rodearnos de amigos que nos motiven a ser mejores, a pensar y a cuestionar lo que ocurre a nuestro alrededor. También nos mostraron lo vital que es escuchar distintos puntos de vista y las diferentes formas de ver las cosas.

A lo largo de sus seis décadas, Mafalda odia la sopa y a las moscas; pero ama a Los Beatles, los derechos humanos y la democracia. Le gustan los dibujos de El Pájaro Loco. Su postre preferido son los panqueques. Suele jugar a los vaqueros con sus amigos en el parque. Se ha convertido en un símbolo internacional del humor, la sátira y la preocupación por la paz de la humanidad.

domingo, 11 de agosto de 2024

Los Centenarios 2024

 

Los centenarios

Estamos invitados en este recorrido del 2024 a recordar, releer y volver a interiorizar dos grandes celebraciones: el centenario de la muerte de Franz Kafka y los cien años de la primera edición de La vorágine, de José Eustasio Rivera.

En el Callejón de Oro en Praga, República Checa, Kafka escribió sus mejores obras. Entre ellas está la novela El castillo. El nombre lo sacó del Castillo de Praga, ubicado en dicha calle. Hoy el edificio se ha convertido en una tienda de libros y otros artículos emblemáticos de este gran escritor y ser humano. Kafka murió hace cien años cerca de Viena. Millones de lectores de todo el mundo se sienten identificados por las inexplicables historias y textos que tocan nuestras preocupaciones más profundas. Los estudiosos de Kafka discuten sobre cómo interpretarlo; algunos dialogan sobre la posible influencia de algún pensamiento político antiburocrático, de una espiritualidad propia o de una reivindicación de su minoría etnocultural; mientras otros se fijan en el contenido psicológico de sus obras.

En El castillo se ve la influencia de la autoridad de su padre el que, no solo, generó mucha desesperanza en el día a día de Franz Kafka, sino que inspiró las aventuras de los personajes en sus cuentos, novelas y relatos cortos, en los que se ve, también, la influencia de escritores como Gabriel Garcia Márquez, Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Jorge Luis Borges.

Hay una historia con el autor, que es de una enseñanza profunda en estos momentos de caos y desesperanza, cuando se encontraba paseando por el parque Steglitz, en Berlín, se encontró con una niña, que lloraba desconsoladamente porque acababa de perder su muñeca. El escritor, con el fin de calmar el llanto de la niña y como no sabía qué decirle, se inventó la historia que ha inspirado a Jordi Sierra i Fabra su libro Kafka y la muñeca viajera.

Kafka le dijo a la niña que su muñeca no se había perdido, sino que se había marchado de viaje y que él, que era cartero de muñecas, le llevaría al día siguiente una carta que, con toda seguridad, su muñeca le escribiría. De ese modo, empezó la historia que llevó al genial escritor a escribir cada día, durante tres semanas, una carta que él mismo leía a aquella niña.

Nunca se ha sabido el nombre de aquella niña ni nadie ha leído aquellas cartas, ni nadie tampoco ha sabido explicar la razón por la que Kafka inventó aquella historia y, sobre todo, por qué la mantuvo viva durante tantos días. En aquellas cartas, el escritor ponía en boca de la muñeca, que se había «perdido», aventuras, peripecias o vivencias que ella misma protagonizaba por diversos lugares del mundo (París, Venecia, el Nilo), de modo que la niña pudiera calmar la ausencia de su juguete.

Como nunca hemos sabido a ciencia cierta si la literatura, la poesía, el ensayo y, en algunos casos el periodismo, son un asunto de vocación o de oficio. La vorágine, de José Eustasio Rivera, en su cien años, nos recuerda la Colombia oculta polarizada, clasista, excluyente, arribista y sanguinaria. La vorágine es la gran novela de la selva amazónica más reeditada en la historia de la literatura nacional e hispanoamericana. En ella se trata de manera singular el tema de la violencia de ayer y confrontada con la de hoy con el desplazamiento, la violencia, el sometimiento, como hace cien años. Releer La vorágine es mirarnos como sociedad y concluir que todo continua igual. Colombia es el segundo país con más homicidios en América del sur; con violencia basada en género, representado en feminicidios, violencia sexual y violencia de pareja y una violencia política y de territorios.

La vorágine es una carta de Arturo Cova y comienza con el famoso «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia». En esta extensa epístola se muestra la Colombia de hoy y es la Colombia de los últimos cien años. Abrimos las páginas de nuestro periódico, como una esperanza y una crítica al momento actual. Seguimos atravesando momentos difíciles, posturas radicales e intereses individualistas. Por lo que deseamos que sea la literatura ese espacio y la convicción para volver a recupera el humanismo con Kafka y desde la poesía de Eustasio Rivera contemplar cada momento con alas de seda.

Persiguiendo el perfume de risueño retiro, 

la fugaz mariposa por el monte revuela, 

y en esos aires enciende sutilísima estela 

con sus pétalos tenues de cambiante zafiro. 


En la ronda versátil de su trémulo giro 

esclarece las grutas como azul lentejuela;

 y al flotar en la lumbre que en los ámbitos riela, 

vibra el sol y en la brisa se difunde un suspiro.

(...).

(Fragmento. Poema XIII. José Eustasio Rivera).

Poesía La sabiduría de una niña de catorce años

 

Poesía

La sabiduría de una niña de catorce años

Andrea Lucía Bohórquez Pupo

Estudiante de noveno grado de un colegio público de Medellín.

El espejismo de la humanidad

En la vasta sombra de la mente errante, se despliega un teatro de absurdos actos, donde el hombre, creyéndose gigante, es apenas eco de sus propios pactos.

Con furia insensata y ciega ambición, arrasamos bosques, ensuciamos mares, ignoramos el llanto, el dolor, la canción de la Tierra herida y sus viejos altares.

Construimos murallas, alzamos fronteras, en nombre de dioses de oro y papel, y en guerras sin causa, borramos banderas, desgarrando el alma y manchando nuestra piel.

El saber lo estamos olvidando en cada pantalla, navegando en mares de superficialidad, la verdad se distorsiona, la mentira estalla, y se pierde el valor de la sinceridad.

¿Qué dirán los niños, herederos de un mundo donde la codicia es norma y virtud? Les dejamos un legado absurdo y profundo, un futuro oscuro sin fe ni salud.

Despertemos ahora antes del abismo, rescatemos la esencia, el amor, la razón, que la vida es más que este fatal espejismo, y donde la llave está en nuestro propio corazón...

Ecos del alma profunda...

En la penumbra donde el alma se esconde, donde los días se tornan grises y mudos, surgen susurros que nadie responde, ecos de la melancolía en mares oscuros.

El viento lleva consigo lamentos viejos, canciones tristes de tiempos idos, y el corazón, en sus latidos lentos, busca consuelo en sus sueños perdidos.

Las estrellas parecen lágrimas en el cielo, testigos mudos de un dolor profundo, y la luna, con su rostro de hielo, contempla el abismo que envuelve al mundo.

Las sombras se alargan en la fría noche, abrazando el espíritu en su soledad, y cada suspiro es un tenue reproche, un eco más de la melancolía y su verdad.

El silencio grita con voz ensordecedora, llenando el vacío con su amarga canción, y el alma, en su tristeza abrumadora, se pierde en un mar de desolación.

Las lágrimas caen como lluvia sagrada, dibujando ríos en un rostro marchito, y el tiempo, con su marcha callada, deja huellas de un dolor infinito.

Cada amanecer es un combate arduo, una lucha contra la sombra interna, y el alma, en su fragilidad y desamparo, busca un rayo de luz en su caverna.

Pero en medio de la noche más oscura, donde la esperanza parece ausente, hay una chispa de luz, pequeña y pura, que susurra al corazón que aún es valiente.

Porque en la tristeza se encuentra la fuerza, en el dolor, la semilla de la redención, y aunque el alma sienta que perece, siempre hay un resquicio para la sanación.

Así, en cada lágrima y en cada suspiro, en cada sombra que el alma enfrenta, hay una lección, un motivo, para seguir, aunque la tristeza aprieta.

Pues en los ecos de la melancolía, resuena también una canción de esperanza, y el alma, aunque perdida, algún día, hallará en la oscuridad su balanza.

Y así, con cada amanecer nuevo, el corazón, aunque herido, sigue, porque en el duelo y en el miedo, nace una fuerza que no se rinde.

martes, 16 de julio de 2024

El centenario de La vorágine...

 

El centenario de La vorágine

Wber Rúa

¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar?

(Palabras del anciano Clemente Silva).

Mucha tinta ha corrido por motivo del centenario de la novela La vorágine, de José Eustasio Rivera. Mi acercamiento a la obra no pretende conocimientos exhaustivos, pero quiero mencionar algunos apartes desde lo estético literario. Son solo comentarios sueltos, sin ínfulas de erudición. La obra está dividida en tres secciones. Cada inicio de sección es una oda al tema que se desarrolla en sus líneas.

La primera parte comienza con lo que yo considero uno de los mejores inicios de la literatura universal. Es una exaltación a la violencia, al amor trágico y a la mujer. Leamos las propias palabras del autor:

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.

Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. «Yo moriré sola —decía—: mi desgracia se opone a tu porvenir».

Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».

¡Y huimos!

Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Y complementa esta declaración, de un hombre que no pudo encontrar el amor romántico, con las palabras que dice cuando Arturo Coba se encuentra con la madona Zoraida Ayram: Quizás, como yo, del amor humano solo conocería la pasión sexual, que no deja lágrimas, sino tedio. «La madona Zoraida Ayram», nombre con una gran intertextualidad: Santa Zoraida (que significa cautivadora) fue una virgen mora convertida al cristianismo y martirizada. Nombre que, también, menciona Miguel de Cervantes Saavedra en su Quijote. «La madona» significa «la virgen», en italiano, y «Ayram» es un anagrama de «Marya».

Alicia es, lo más probable, una alusión a Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Es la mujer que, inicialmente, lleva a Arturo Coba a huir de Bogotá, en busca de un mejor futuro, para los Llanos orientales. ¡Y huimos! Huyeron de la cárcel, del escarnio social, de la afrenta familiar, pero se encontraron con un presente aun más cruel e inhumano.

Se puede intuir que Arturo Coba es el alter ego del autor de la obra. Mi psiquis de poeta, que traduce el idioma de los sonidos, entendió lo que aquella música les iba diciendo a los circunstantes.

Clarita, la anciana prostituta venezolana, le expresa su admiración: «Antier, cuando yegaste a caballo, con la escopeta al arzón, atropeyando la gente, caída la gorra sobre la nuca, te me pareciste a mi hombre. Luego simpaticé contigo desde que supe que eres poeta».

Al encontrarse cara a cara con la selva, Coba se expresa de la siguiente manera: Por primera vez, en todo su horror, se ensanchó ante mí la selva inhumana. Árboles deformes sufren el cautiverio de las enredaderas advenedizas, que a grandes trechos los ayuntan con las palmeras y se descuelgan en curva elástica, semejantes a redes mal extendidas, que a fuerza de almacenar en años enteros hojarascas, chamizas, frutas, se desfondan como un saco de podredumbre, vaciando en la yerba reptiles ciegos, salamandras mohosas, arañas peludas. Al verse inmerso en semejante cárcel insalvable solo atina a exclamar: ¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!

Es el anciano Clemente Silva, el rumbero (que abre rumbos en medio de la manigua) abandonado en el selva, enfermo y lleno de sentimientos de venganza, el que nos narra los horrores de la selva y la maldad de los gamonales caucheros.

La segunda parte de la obra inicia con una oda a la selva, en la voz del Anciano Clemente Silva: ¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que solo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? ¿Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma, adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpuraba las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y solo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!

Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu solo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.

Déjame huir, oh, selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vida no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza diosa implacable que solo sonríe sobre las tumbas!

La tercera parte comienza con una oda al desagradecido oficio del cauchero. El anciano Clemente Silva, al que se le ve un gran dote de elocuencia y diestro narrador, dice, con voz de clamor y de reproche: ¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.

A mil leguas del hogar donde nací maldije los recuerdos porque todos son tristes: el de los padres, que envejecieron en la pobreza, esperando apoyo del hijo ausente; el de las hermanas, de belleza núbil, que sonríen a las decepciones, sin que la fortuna mude el ceño, sin que el hermano les lleve el oro restaurador.

A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo sentí deseo de descargarla contra mi propia mano, que tocó las monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no redime, y ha vacilado en libertarme de la vida. Y pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor.

¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza; nuestro tirano, la aspiración! Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Solo fuimos los héroes de lo mediocre!

El que logró entrever la vida feliz, no ha tenido con qué comprarla; el que buscó la novia, halló el desdén; el que soñó con la esposa, encontró la querida; el que intentó elevarse, cayó vencido ante los magnates indiferentes, tan impasibles como estos árboles que nos miran languidecer de fiebres y de hambre entre sanguijuelas y hormigas.

Quise hacerle descuentos a la ilusión, pero incógnita fuerza disparóme más allá de la realidad. Pasé por encima de la ventura, como flecha que yerra su blanco, sin poder corregir el fatal impulso y sin otro destino que caer. ¡Y a esto lo llamaban mi porvenir!

¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar? Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerme para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al anochecer.

Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión: ignoráis la tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por fosos ríos inmensos. ¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol que ilumina la playa opuesta, adonde nunca lograremos ir! ¡La cadena que muerde vuestros tobillos es más piadosa que las sanguijuelas de estos pantanos!; el carcelero que os atormenta no es tan adusto como estos árboles, que nos vigilan sin hablar!

Tengo trescientos troncos en mis estradas y en martirizarlos gasto nueve días. Les he limpiado los bejuqueros y hacia cada uno desbrocé un camino. Al recorrer la taimada tropa de vegetales para derribar a los que no lloran, suelo sorprender a los castradores robándose la goma ajena. Reñimos a mordiscos y a machetazos, y la leche disputada se salpica de gotas enrojecidas. ¿Mas qué importa que nuestras venas aumenten la savia del vegetal?

¡El capataz exige diez litros diarios y el foete es usurero que nunca perdona!

¿Y qué mucho que mi vecino, el que trabaja en la vega próxima, muera de fiebre? Ya lo veo tendido en las hojarascas, sacudiéndose los moscones, que no lo dejan agonizar. Mañana tendré que irme de estos lugares, derrotado por la hediondez; pero le robaré la goma que haya extraído y mi trabajo será menor. Otro tanto harán conmigo cuando muera. ¡Yo, que no he robado para mis padres, robaré cuanto pueda para mis verdugos!

Mientras ciño al tronco goteante el tallo acanalado de carana, para que corra hacia la tazuela su llanto trágico, la nube de mosquitos que lo defiende chupa mi sangre y el vaho de los bosques me nubla los ojos. ¡Así el árbol y yo, con tormento vario, somos lacrimatorios ante la muerte y nos combatiremos hasta sucumbir!

Mas yo no compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me inspire afecto. ¿Por qué no ruge toda la selva y nos aplasta como a reptiles para castigar la explotación vil? ¡Aquí no siento tristeza, sino desesperación! ¡Quisiera tener con quien conspirar! ¡Quisiera librar la batalla de las especies, morir en los cataclismos, ver invertidas las fuerzas cósmicas! ¡Si Satán dirigiera esta rebelión!...

¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo contra los hombres!

La vorágine termina, como toda buena obra trágica, con la muerte del héroe. Una metáfora de la vida que, aunque luchemos y pongamos todo nuestro empeño por alcanzar los más nobles sueños y metas, termina engulléndonos sin ninguna conmiseración. Arturo Coba, Alicia, la niña Griselda, Franco y otros amigos terminan perdidos en la selva, mientras tratan de encontrar la anhelada libertad. Y así, como en la condena de la vida nadie sale vivo, igual les sucede a los personajes de la obra: Y por este proceso —¡oh, selva!— hemos pasado todos los que caemos en tu vorágine.

jueves, 4 de julio de 2024

La literatura no sirve para nada

 

La literatura no sirve para nada

Faber Cuervo

Lo que voy a decir no tiene vuelta de ojo, es más fácil que brote leche de cabra de un cultivo de fresas a que yo me retracte de lo que demostraré: La literatura no sirve para nada. Solo enseña tonterías y necedades, lo único que contienen todas esas toneladas de papel impreso, fruto de la desocupación y la falta de oficio de gente improductiva. Definitivamente, la literatura apenas produce majaderías y simplezas como estas:

1.         Nos enseña a no aburrirnos.

2.         Nos lleva a enamorarnos de la vida.

3.         Nos hace soñar despiertos.

4.         Nos enseña a hablar y pensar correctamente.

5.         Nos genera ideas.

6.         Nos entrena en el observar y el escuchar con atención.

7.         Nos persuade en lo maravilloso que es tener un cuerpo, manos, pies, ojos, boca, nariz.

8.         Nos motiva a asombrarnos de lo que acaece.

9.         Nos abre a la empatía.

10.       Nos enseña a amar.

11.       Nos despierta al sexo.

12.       Nos incita a imaginar.

13.       Nos reta a buscar la singularidad.

14.       Nos alienta a reprogramar nuestras existencias.

15.       Nos enriquece el inconsciente.

16.       Nos activa la memoria celular.

17.       Nos lleva a conocernos a nosotros mismos.

18.       Nos induce a reconocer a los otros.

19.       Nos hace humanos, más humanos.

20.       Nos exhorta al buen vivir.

21.       Nos interroga lo que somos.

22.       Nos ilumina el horizonte.

23.       Nos ayuda a cambiar la manera de ver el mundo.

24.       Nos hace detener para sentir pensando y pensar sintiendo.

25.       Nos desata el sentimiento, la sensibilidad y el pensamiento.

26.       Nos muestra qué tanto damos la espalda al deseo.

27.       Nos enseña a esforzarnos, luchar y arriesgar.

28.       Nos ayuda a encontrar nuevas respuestas a las preguntas: ¿para qué vivo?, ¿Cuáles son mis imperativos?, ¿Cuál es mi obra de teatro en la sociedad?

29.       Nos introduce en el camino de la verdad personal.

30.       Nos muestra otros niveles de la realidad que corresponden a la ficción y la fantasía.

Hay otras 50 boberías que enseña la literatura, pero no insistiré en convencerlos de algo tan evidente. Mejor, miremos algunas de estas insensateces en detalle:

1.         La literatura nos enseña a amar. Desde la antigüedad, una gran cantidad de poetas y escritores se ha dedicado a escribir sobre el arte de amar. Orlando, el furioso, amó locamente a Angélica quien lo inspiró en su lucha contra los sarracenos. El Quijote emprendió su cadena de aventuras por amor digno a su propia vida desahuciada y a la de una tal Dulcinea del Toboso, hasta trepar a la lucidez del delirio y la locura cuerda. El cuento El canario, de Katherine Mansfield es la historia de una mujer que huye de la soledad amando un canario. «Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo», dice su protagonista. El viejo no sería nada si no fuera por el mar, eran pareja. Guy de Maupassant insiste en la necesidad de festejar los cuerpos. Su cuento La felicidad perdida es un crudo testimonio de la frustración de un hombre que en edad tardía se lamenta porque en su pecho nunca reposó una cabeza femenina.

2.         La literatura nos alienta a imaginar. La imaginación es quizás el único territorio donde podemos estar libres. Ella nos libera de las ataduras de la razón que crea monstruos, de la lógica y lo recto que niega lo curvo. ¿Por qué nos gusta Alicia en el país de las maravillas, Harry Potter o los cuentos de Asimov? Autores y lectores nos convertimos en demiurgos y arañamos la divinidad cuando flotamos en las atmósferas de universos fabulados.

3.         La literatura nos lleva a conocernos a nosotros mismos. Gracias a la literatura rusa y a la tragedia griega, Freud construyó el psicoanálisis. Los conceptos del complejo de culpa y el parricidio fueron extraídos de las novelas de Dostoievski. El complejo de Edipo y el de Electra nacieron de la lectura de la tragedia. Shakespeare nos ayuda a vernos cuando nos sumerge en el alma humana, en sus pasiones, virtudes y miserias. Al leer la vida de otros, por efecto espejo, nos conocemos a nosotros mismos.

4.         La literatura nos induce a reconocer a los otros, a entender que el otro no existe, pues el otro soy yo. Ella es fuente de tolerancia. Nos dice que un hombre es todos los hombres pues cargamos la protohistoria, la prehistoria y la historia. Somos el antiguo primate, el neandertal, el Cromañón, el homínido, el homo sapiens. Somos, también, Babilonia, el antiguo Egipto, Grecia esplendorosa, persas, otomanos, europeos, americanos. Y somos todos los que habitan el presente con sus diarias batallas y esperanzas. En la lectura nos fundimos con los protagonistas, nos sensibilizamos con sus aventuras y vivencias. La literatura nos hace seres universales, nos hermana inclusive con criaturas no humanas como la ballena Moby Dick, como el perro Buck, de El llamado de la selva, como La tortuga gigante, de Horacio Quiroga.

5.         La literatura nos hace humanos, más humanos, al tomar distancia de los comportamientos animales mecánicos, repetitivos y de mera sobrevivencia. Al salir del esquema de «dormir-buscar-comida-copular-ir al baño-volver a dormir». Al asumir una ética y una política porque sin ética (cuidado de sí) y sin política (cuidado de los otros) no se puede acceder a la dimensión humana.

6.         La literatura nos exhorta a vivir mejor, a gastarnos gozosamente entre la desgracia y la felicidad, entre la pasión y la virtud. La vida es ganar y perder, es un descenso y un ascenso. Es comedia y tragedia. ¿Quién puede salirse de la comedia humana? Ni Bartleby, ni el Dr. Mathurin lo lograron. Bartleby, el escribiente (Hermann Melville), no quiere vivir pues vivir es hacer, y Bartleby nada quiere hacer, y siempre responderá a cualquier propuesta «preferiría no hacerlo». En Los funerales del Dr. Mathurin (Flaubert), un hombre vive en una perpetua bacanal para resistirse a las contingencias de la vida. Ambos personajes nos cuestionan sobre qué es vivir bien, ¿cómo se puede ser feliz sin luchar?, ¿sin una causa?, ¿sin un sentido?

7.         La literatura nos ayuda a renovar la mirada sobre la vida. Ayuda a redescubrir y renombrar las cosas del mundo. Por las palabras entran todos los seres y objetos a nuestra habitación de lectura. Walt Whitman y Vicente Huidobro no aceptaron el mundo que les relató la cultura establecida, ellos se dieron a la tarea de reinventarlo desde su propia intuición, creación y mirada.

8.         La literatura nos fortalece para superar miedos. Una terapéutica literaria nos podría recetar píldoras de letras así: Para liberarnos del temor al envejecimiento, leamos El retrato de Dorian Gray. Para tratar el temor a la enfermedad, leer La montaña mágica o Memorias de Adriano. Para disolver el temor a ser estúpido leamos cualquier libro de Moliere. Para superar el temor al deseo, leamos Las mil y una noches. Para que no suframos al perder lo que no puede durar, leamos a Sartre. Para zafarnos de ese temor a no ser un buen patriota o de haber perdido los grandes ideales, leamos El hombre sin atributos.

En síntesis, la literatura es un medio para asumir nuestra propia vida, nuestros propios ideales, retos, elaboración del deseo y la falta. La literatura no reemplaza la vida. Nos pone unos ojos nuevos para ver el mundo. No nos lleva a matar el tiempo, sino a pensar la vida. Ella no es para saber más y jactarnos de ello; nos enseña a vivir mejor. La literatura no sirve para nada, pero recordemos la lógica simbólica, una doble negación equivale a una afirmación.

jueves, 27 de junio de 2024

Los Prisco Juan Guillermo Valderrama Santamaría

 

Los Prisco

Juan Guillermo Valderrama Santamaría

Capítulo del libro La verdad sin calzones (Mi vida en los submundos). Publicado por el ITM y Santillana.

Colaborador permanente de El gaviero.

La primera vez que llegó a mis oídos el nombre de Los Prisco fue en el Liceo Gilberto Alzate Avendaño. Ricardo, alias Pacho, el jefe de la banda, estudiaba dos cursos adelante de mí y era compañero de clases de Pécora.

El arquitecto que diseñó el Liceo había concebido salones y patios generosos, pero en el parqueadero fue tacaño. Escasamente existía espacio para diez carros, aunque a pesar de semejante desproporción nunca tenía cupo completo. No exagero si digo que de unos sesenta o setenta profesores que dictaban clases, tal vez cuatro o cinco llegaban en su propio auto; el resto lo hacía en bus, a pie o una que otra vez en taxi. Y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos comenzaron a llegar al Liceo unos coches y motocicletas lujosísimos, manejados por alumnos que en nada compaginaban con la humildad y estrechez económica del estudiantado. Así pues, que las calles aledañas sirvieron para estacionar los carros que no cabían adentro. Aclaro: los carros que quedaban por fuera eran los de los cuatro o cinco profesores.

Y así fue como por vez primera los Prisco se dieron a conocer en sociedad. Según los rumores que comenzaban a pasar de boca en boca, Pacho había conformado un selecto grupo de inexpertos bandidos adolescentes, todos con arrojo y decisión, y seleccionados del mismo barrio, que se dedicaban a asaltar bancos, casas de cambio y joyerías. Al principio no pasaban de diez integrantes, pero fue tanto su éxito que otros más se unieron a la empresa, y con el tiempo cientos llevaron sus hojas de vida, o de muerte, tratando al menos de ser tenidos en cuenta en uno que otro trabajito y así poder mostrarle al jefe sus agallas, destrezas y lealtad.

Para poder hacer parte de Los Prisco se debía tener un padrino que fuese integrante de la pandilla. Era algo así como una carta de recomendación para procurar que Pacho diera su aval y bendición, requisito indispensable para matricularse en el grupo. Conseguida su aprobación solo quedaba esperar su llamado cuando resultara algún trabajito bueno. El bautizo llegaba después.

Fue tanto el éxito de esa empresa desde sus inicios que tuvieron que abrir sucursales en distintas esquinas de Aranjuez y así dar abasto a la gran cantidad de empleos temporales que se generaron, y digo temporales debido a que duraban poco, escasamente tres años, debido a que las balas pronto los jubilaba. Luego, no satisfechos con esto, se ampliaron hacia barrios aledaños buscando prestar un mejor servicio y dar mayor cobertura a los cuatro puntos cardinales de la ciudad.

La influencia de Los Prisco fue tan radical que hasta el perfil urbano de Aranjuez y sus habitantes comenzó a cambiar. Edificaciones de cinco pisos, allí donde antes existían casas de tapia, empezaron a hacerse cada día más notorias. Majestuosas moradas, que nada tenían que envidiar a las lujosas mansiones de estrato seis, se fueron apoderando del barrio mientras muchos miraban con envidia a los vecinos cuya suerte cambiaba de la noche a la mañana.

Las vestimentas nacionales que antes se heredaban de hermano en hermano desaparecieron y dieron paso a las prendas de marcas extranjeras. Las zapatillas marca Nike y Reebok comenzaron a pisar duro en el pavimento. También hicieron su arribo las camisetas y jeans Tomy, las chaquetas italianas de cabritilla, las gafas Ray Van, las lociones francesas, las billeteras Bossi en cuero negro cargadas de billetes de cien dólares, y los enormes lazos de oro colgados al cuello con crucifijos inmensos. Imágenes de María Auxiliadora, con su respectivo nicho, siempre iluminado por infinidad de velones, se apoderaron de muchas de las esquinas como muestra inequívoca de que en aquella cuadra vivía algún integrante de Los Prisco.

Aranjuez siempre había sido un barrio tranquilo, estrato tres, de calles empinadas y casas humildes, casi todas de una sola planta y techos en teja de barro. Sus pobladores eran obreros, amas de casa y estudiantes (en su mayoría de colegios y escuelas estatales) que normalmente utilizaban sus piernas como medio de transporte, o de vez en cuando el bus.

Flamantes carros último modelo, alemanes e italianos, antes vistos en la pantalla grande, comenzaron a hacer chirriar sus llantas en las calles al mismo compás de los estrepitosos equipos de sonido que retumbaban en sus interiores. Las raudas motos Yamaha, Honda, Suzuki y Kawasaki, de alto cilindraje y armoniosas resonancias, acallaron los destemplados sonidos de las comunes Lambrettas y las condenaron a piezas de museo, a máquinas en extinción.

Cuando los voladores explotaban e iluminaban con sus luces el cielo de Aranjuez se entendía sin confusión que Los Prisco habían «coronado una vuelta». Entonces el barrio cambiaba su vestimenta cotidiana por la de carnaval. Despampanantes carros y motocicletas comenzaban a patrullar todas sus calles en una caravana interminable de ostentación y lujo. Expertos pilotos que no excedían los veinte años iban al volante, acompañados de hermosas adolescentes que, abrazadas a su cintura, o sentadas como copilotos, eran exhibidas como trofeos. Ellas felices… ellos felices… Aranjuez feliz.

Si Los Prisco o «los Muchachos» (como comenzaron a denominarlos) estaban de fiesta, no se comía gallina como era costumbre en nuestras casas, no; en sus festejos se consumía un novillo y dos o tres cerdos de buen tamaño, casi siempre bajados sin consentimiento alguno de los furgones que repartían la carne en las carnicerías. Con los camiones que surtían cerveza y aguardiente sucedía de igual manera. Ellos solían decir: «Que no se note el hambre». En muchas esquinas se improvisaba un fogón con ladrillos, maderos y una gigantesca paila; enseguida se armaba una rumba en la que, aparte de los vecinos, abundaban alcohol, música, baile y carne de ambos sexos. La policía aparecía de vez en cuando, pero casi siempre partían con sus patrullas vacías, aunque con sus bolsillos llenos.

Hasta las iglesias, San Cayetano, San Nicolás y San Isidro, gracias al éxito de Los Prisco cambiaron su maquillaje. Tejados, fachadas e interiores deteriorados por el inclemente paso del tiempo fueron restaurados; y los últimos, retocados con finos estucos y vitrales dignos de una catedral. Cristos en bronce, oxidados por obra de la intemperie o envejecidos adrede por su originario creador, rejuvenecieron sus facciones. Los santos ennegrecidos por el hollín y cuarteados por el calor de velas y cirios, de igual manera visitaron restaurador y modista. Hasta las alcancías que reposaban a los pies de cada imagen de yeso, fabricadas de tarros de galletas, desaparecieron y fueron reemplazadas por imponentes cajillas de seguridad empotradas en el muro. Y si la memoria no me falla, creo que fue por esos días que las sotanas de los curas dejaron de ser sus vestimentas cotidianas y se convirtieron en herramientas ocasionales del trabajo, como lo es el overol para el obrero.

Aunque no puedo aseverar que Los Prisco hayan tenido algo qué ver en tantos cambios eclesiásticos y ornamentales, no creo que la Santa Madre Iglesia pudiera efectuar transformaciones tan notorias en tan corto tiempo a costa de la venta de empanadas a las salidas de misa, y con las paupérrimas limosnas que depositaban la mayoría de los feligreses.

Pero la fama, aunque se quiera controlar siempre termina por salirse de las manos, y a Los Prisco se les salió. El vertiginoso éxito de su rentable negocio comenzó a ser difundido por los medios de comunicación, que en sus titulares de crónica roja daban detallada cuenta de lo que estaba pasando en aquel barrio de la Comuna Nororiental. No obstante, aquello que en un principio los periodistas creyeron magnífica noticia para las autoridades y pésima para los delincuentes, terminó siendo excelente información para el número uno del Cartel.

Cuando El Patrón se enteró de las grandes hazañas realizadas por Pacho y sus secuaces, y supo que ninguno de sus integrantes estaba siquiera reseñado y mucho menos encarcelado, los llamó a trabajar a su lado. Ellos aceptaron complacidos puesto que podrían continuar laborando en sus antiguos empleos, y con el ofrecimiento del Patrón tendrían una lucrativa y jugosa manera de procurarse ingresos extras, actuando como uno de los tantos brazos armados del Cartel de Medellín.

En Aranjuez surgieron oficios y oficiantes nuevos. Aparecieron sicarios, traquetos, campaneros, carritos, dedicalientes, jíbaros, cascones, caleteros, vacunadores, cobradores y cientos más. Detrás de estos llegaron nuevos vocablos que no se encontraban en ningún diccionario, pero que lentamente se hicieron comunes hasta en el léxico de los más cultos. Parcero y gonorrea fueron los primeros en aparecer. El primero le imprimía superlativo valor a la palabra amigo, y el segundo definía a aquél que era lo peor de lo peor. Pronto llegaron otras palabras que fueron enriqueciendo el idioma callejero y dieron forma al diccionario de la Real Academia del Parlache.

En un santiamén Aranjuez se fue convirtiendo en la Suiza de la Comuna Nororiental. Allí se podía realizar el Sueño Americano sin salir siquiera de sus calles. El precio de las más destartaladas casas se triplicó. Los negocios no daban abasto para atender a su clientela, y las cajas registradoras sonaban muy por encima de lo habitual. Las clásicas peluquerías con olor a piedralumbre, de don Eligio y Cambalache, cerraron sus puertas arrolladas por los modernos salones de belleza, atendidos por travestis.

Pero la luna de miel entre Aranjuez y los Prisco duraría escasos años. La guerra declarada entre el Cartel de Cali y el de Medellín, y de este último también contra el Estado, convirtieron el barrio en un campo de batalla.

El dinero, las drogas y las armas llegaban a diario y por toneladas, producto del pago de secuestros, extorsiones, vacunas, compra de conciencias, carros bomba y ajusticiamientos de policías retribuidos según su escalafón. También por el homicidio de periodistas, jueces, políticos y gentes del común por hablar más de la cuenta, o por no hablar; de mujeres por no acceder a favores sexuales; de integrantes infiltrados del Cartel de Cali, y por otro sinnúmero de cuentas que el Patrón cancelaba a Pacho, y éste a su vez a sus subalternos.

Pero la complicidad en unos casos y la omisión en otros de los entes gubernamentales, eclesiásticos y civiles con lo que pasaba allí, y por extensión en toda la ciudad, dieron un vuelco radical cuando Colombia entera y el mundo se dieron cuenta de lo que venía sucediendo desde años atrás.

Los discursos hipócritas revestidos de falsa moralidad (aunque toda moralidad es falsa), empezaron a ser lanzados desde púlpitos y plazas públicas por los mismos que ayer se habían hecho los de la vista gorda y sacado tajada del conflicto. Nadie en Medellín, directa o indirectamente, podía decir en aquel tiempo y creo que ni ahora, que algo del dinero del diablo, como lo bautizaron, no ingresó a sus bolsillos.

Cuando la tal Comunidad Internacional se enteró de que en las laderas de Medellín existía un barrio llamado Aranjuez, en donde se le rendía más culto y respeto a los narcotraficantes y bandidos que a las propias autoridades, a todo habitante de esa comuna lo catalogaron como mafioso o delincuente, aunque la verdad era otra.

La persecución contra el Cartel de Medellín, sus lugartenientes y su brazo armado, por parte de la policía e inteligencia nacionales y foráneas no dio tregua. El barrio fue militarizado y colmado de retenes, con hombres de camuflado, cuadrillas de helicópteros y tanquetas de guerra. Hasta se veían de vez en cuando unos hombres extraños, de ojos azules y pelo mono, mascando chicle y patrullando las calles en carros con vidrios polarizados y sin placa.

A Aranjuez lo invadió la zozobra y la desconfianza. Los allanamientos y muertes, de lado y lado, no se hicieron esperar; los desplazamientos forzosos tampoco. Y no porque antes de ser militarizado no los hubiera, sino que con la llegada del ejército los homicidios aumentaron en forma descomunal, y las casas abandonadas se multiplicaron por docenas. Cómo sería la superpoblación de finados, que el párroco de Aranjuez, como casi todos los curas, visionario y buen negociante, mandó construir una sala de velación al lado de la parroquia. Ésta, sin exagerar, diariamente daba servicios a no menos de tres muertos.

Después de las ocho de la noche el toque de queda se adueñó de las calles, y aquellos que por una u otra circunstancia lo infringíamos nos exponíamos a ser ajusticiados por cualquiera de las únicas autoridades que allí regían: el ejército o Los Prisco. Los allanamientos se volvieron el pan de cada día. Los primeros, sin previa orden judicial, buscaban secuestrados, caletas, armas, drogas y reos ausentes; los segundos, buscaban únicamente «sapos». Por desgracia, lo peor aún no había llegado.

Cuando el gobierno decidió declararle la guerra abierta y frontal al Cartel de Medellín publicó en la televisión, en la prensa y en las paredes de la ciudad unos afiches que rezaban así: PABLO EMILIO ESCOBAR GAVIRIA, ALIAS «EL PATRÓN». SE BUSCA VIVO O MUERTO. RECOMPENSA 5.000 MILLONES DE PESOS. Debajo, en orden de importancia en pesos y rango, lo seguían en fila sus compinches. Ricardo, alias Pacho era, creo, el noveno en la lista, con una recompensa de 1000 millones de pesos. Pocos días después de estos anuncios comenzaron a circular en el barrio otros afiches, hasta mejor impresos que los anteriores, ofreciendo de igual manera jugosas recompensas: un millón de pesos por cada policía muerto; y en la medida que subía la jerarquía del uniformado dado de baja, subía la oferta.

Lo que en principio el Gobierno consideró como una magnífica idea para dar con el paradero de los integrantes del cartel se convirtió en su peor estrategia. Adolescentes aún sin cédula en la billetera, pero sí con un Smith & Wesson en la pretina, se dieron a la caza de policías. Era una manera fácil y sencilla de ganarse un millón de pesos, con los cuales conseguirse una motocicleta y realizar más cómodamente sus trabajos. Ahora bien, si la suerte y María Auxiliadora se colocaban de su lado, y el muerto no era un policía sino un sargento, teniente, capitán o coronel, hasta un carro se podrían comprar, y por qué no, de pronto una casa para la cuchita.

Existieron unos sicarios tan osados, y no es fábula, que acto seguido de realizar sus trabajos arrancaban la placa del pecho de sus víctimas y con ella aún ensangrentada corrían a la oficina a cobrar su recompensa. Como ellos mismos vociferaban, «la placa es el mejor trofeo para saber a ciencia cierta qué rango ostentaba el borrado y cuál es su verdadero valor». «Es la factura para saber el verdadero precio de la gonorrea que acabamos de tumbar». Otros, más cautelosos o experimentados, esperaban la difusión de la noticia en la radio antes de cobrar su botín. Y otros, los más temerarios, codiciosos y de mayor visión empresarial, colocaban carros bomba al paso de cualquier convoy policial y matar así varios pájaros de un solo tiro. Como era de esperarse, las autoridades no se quedaron con las manos cruzadas, y de idéntica manera como caían policías, comenzaron a caer bandidos.

El resto de cuanto sucedió lo sabe el país y medio mundo: las masacres en cada esquina, los carros bomba, los aviones convertidos en esquirlas, la explosión frente al edificio del DAS, la muerte de varios candidatos a la presidencia, el asesinato de periodistas, ministros, alcaldes, gobernadores…

Mucho después de miles de muertos el Estado notificó al mundo los acuerdos realizados para la entrega del Cartel de Medellín, logrados con la mediación de un sacerdote con cara de santo. (Los acuerdos por debajo de la mesa nunca se supieron). Serían recluidos en una «cárcel de máxima seguridad», construida y vigilada por ellos mismos.

Antes de llegar a estos arreglos Pacho había sido abatido en un tradicional barrio de la ciudad. Según pregonó el informe policial, «en un cruento enfrentamiento las autoridades dieron de baja a un individuo, quien resultó ser el reconocido jefe de la temida banda de Los Prisco, ala militar del cartel de Medellín, quienes tenían asolado el barrio Aranjuez. Con la muerte de este oscuro personaje, a partir de la fecha, se da por terminada su militarización».

De lo que el mundo no se enteró, ni dieron parte las autoridades, fue que, con la muerte de Pacho, con la entrega de El Patrón y con la desmilitarización de Aranjuez, quedaron muchísimos jóvenes desempleados que solo sabían matar y robar. En vista de que «los Muchachos» ya no gozaban de los altos ingresos de otrora para sus rumbas, ropas, drogas y mujeres, ni tenían un jefe que los dirigiera, el barrio se descuadernó, esta vez sí del todo.

Mataban por el simple hecho de ensayar un revólver; porque en un baile, sin darte cuenta, habías pisado el pie equivocado; porque, ingenuamente, le lanzaste un piropo o picaste el ojo a una muchacha que tenía como novio a un pillo; o simplemente porque, como solían decir de manera jactanciosa, «el dedo índice me está picando; vamos a hacer limpieza social y a darle borrador a cuanta gonorrea esté por ahí soplando», así ellos fueran los más sopladores de todos. Matar se convirtió en una necesidad y robar en una adicción; hasta asaltaban el carro que recogía la basura.

Una noche nos encontrábamos en la esquina de don Ignacio Pécora, la Gallina, Juan Diego y yo enfiestados, escuchando música, tomando cerveza y consumiendo, ya por aquel tiempo, basuco. Apareció un carro en donde venían «Barbarito» y otro reconocido integrante de Los Prisco, cuyo nombre no recuerdo, y si lo recuerdo no quiero mencionar. En la infancia, Barbarito había compartido con nosotros la misma escuela, las mismas novias y la misma pelota de carey. Ambos nos saludaron, uno por uno, de apretón de mano y con sonrisa efusiva:

¡Qué más parceritos! ¿Todo bien?

Aquí, tomándonos unos chorritos y escuchando la buena salsa. Les respondí.

Pues que sea un motivo, y ya no serán unos chorritos, sino unos chorrotes. Don Ignacio, sirva aquí una garrafa de guaro y deles a los muchachos lo que pidan. ¡Y que nos mate el licor, ya que el amor no pudo! —Todos brindamos. Los ojos de don Ignacio se movían al ritmo de su registradora.

La fiesta apenas comenzaba. De idéntica manera como apareció la garrafa de guaro aparecieron bolsas de perico, basuco y marihuana. Todos estábamos felices, sabíamos que con ellos allí primero se nos terminarían las ganas de consumir que los manjares.

Las manecillas del reloj se unieron en las doce, don Ignacio comenzó a cerrar las puertas del negocio, y entregándole un papel a Margarito, le dijo:

Mire, esta es la cuenta. Si quiere revísela, ahí está todo muy bien explicadito.

Tranquilo, don Ignacio, no se preocupe y tráigame otra garrafa de guaro. Tráigame también cigarros y unas gaseosas.

Estirando la mano, le metió un fajo de billetes en el bolsillo.

Y no se preocupe por la devuelta, se puede quedar con ella.

¿O sea que ya se acabó la rumba? preguntó Pécora desconcertado.

¡Cuál se acabó! La rumba apenas comienza. Hoy vamos a ver adonde es que amanece el diablo.

Con la tienda cerrada y sin un alma en las calles, nuestras narices y bocas comenzaron a consumir hasta el hastío. Cada uno estaba en lo suyo, unos con la marihuana, otros con el perico, yo con el basuco; y todos con el aguardiente, que pasaba de mano en mano y de boca en boca. Héctor Lavoe, con un grito lastimero, nos acompañaba desde los altavoces del carro: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el lindo clavel solo quiso florecer y enseñarnos su belleza y marchito perecer…».

Barbarito, con su mirada perdida, me llamó aparte y me dijo:

Parcero, piérdase de aquí que esto se va a calentar.

¿Calentar? ¿Y por qué?

No preguntés maricadas y perdete.

Sus ojos se le querían salir.

Pero si estamos pasando superbacano aquí. Me alejó unos pasos y levantándose la camisa me mostró una pistola.

Que te perdás, güevón. Yo a vos te quiero mucho y a tus cuchitos también. Parcerito, te tengo en la buena, por eso abrite del parche que no quiero que te pase nada. Haceme caso que esta maricada se va a calentar. Mirá, la bala que no es pa uno es mejor dejarla pasar.

Su mano empuñó la pistola y los ojos se le convirtieron en un par de cañones.

Bueno, parceros, yo me les voy, tengo el cupo completo. No me cabe un solo pasajero más.

Todos protestaron, excepto Barbarito y su amigo.

Mientras me alejaba rumbo a mi casa, trastabillando por el efecto de lo consumido, a lo lejos escuchaba a Héctor Lavoe: «Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad. Como el campeón mundial dio su vida por llegar y perder lo más querido, en la masa es otro más. Eeh alalalele lelele todo tiene su final…».

La resaca y el sol que daba en mi cara me despertaron y de inmediato me fui al baño, porque el agua era lo único que me devolvía a la vida después de una noche de farra. Una vez bañado salí hacia la tienda de don Ignacio en busca de algún menjurje de los que él preparaba, para tomármelo y recuperar, al menos en algo, mi cordura. Antes de llegar me encontré con Mako, el hermano de Pécora, borracho, amanecido y con sus ojos convertidos en sangre por el llanto. En tono de burla le dije:

Mako, qué hubo hermano. ¿Lo agarró la aurora?

Parcerito, ¿es que no sabe lo que pasó anoche?

El llanto y la borrachera casi no lo dejaban modular palabra.

No, no sé. ¿Qué pasó anoche?

Que mataron a Pécora en el callejón. —Recordé los ojos de Barbarito—. Y, además, mataron a la Gallina y a Juan Diego.

¡Ay, güevón! ¡No puede ser!

Las piernas me comenzaron a temblar y me tuve que sentar en la acera.

Dicen que fue la gonorrea de Barbarito con otra gonorrea. El Coco se pilló toda la vuelta. Los dejaron a los tres extendidos en el callejón. Parcero, todavía están en el anfiteatro y los que los vieron dicen que tienen la cara y el tablero llenitos de huecos. Pero esos pirobos me la pagan.

Calmate, güevón. Esperate hasta que se sepa bien qué fue lo que pasó. Y no te pongás a hablar maricadas.

Me levanté como pude y me devolví para la casa. Sentía como si a aquellos tres muertos los hubiera matado yo. Fue tanta mi cobardía que ni siquiera fui capaz de asistir al entierro de ninguno. No tuve la valentía ni la fuerza necesaria para mirar a las caras de las madres de aquellos que, hasta unas cuantas horas atrás, habían sido mis más cercanos amigos. A Pécora lo asesinaron por una pelea que había tenido con Barbarito en un partido de fútbol, diez años atrás. A la Gallina y a Juan Diego los mataron por pegajosos.

Meses después mataron a Mako, Gerardo y Moncada, todos hermanos de Pécora. Lo que quedó de aquella familia fue obligado a emigrar. Con el tiempo, don Ignacio cerró su tienda y Barbarito cayó abaleado en una céntrica calle de la ciudad, en un ajuste de cuentas.

Pasados algunos años en que pude ver la vida un poco más clara, y mis remordimientos un poco más sosegados, escribí este texto:

En memoria

Hoy recuerdo a todos esos que murieron antes de tiempo. A esos que no les alcanzó el hilo para poder elevar sus cometas al viento, a quienes el sol eclipsó para siempre sus sueños, a aquellos que cincelaron en la vida solo malos recuerdos. Flores marchitas, nombres en mármoles fríos, hijos ya apenas recuerdo para tantas madres que nunca serán abuelas.

Parece que fue ayer, cuando aun siendo niños caminábamos con pasos de viejo, cuando nos creíamos los dueños del mundo y apenas hasta la esquina del barrio alcanzaba nuestro boleto; aquella esquina que era todo nuestro mundo. Allí descubrimos el anís, la ansiedad por el humo y la calidez de unos senos. Pero todo tenía su precio y entendimos el poder del dinero.

Nunca quisimos ser niños, no había tiempo para los juegos, nuestra vida era más real. Ya éramos hombres de pantalones cortos, de imaginario bigote en nuestros pensamientos. De pronto aquella esquina ya no fue más nuestro mundo, sino más bien algo parecido al infierno. Algunos se hicieron esclavos de alguien o algo; y los que aún no, buscamos los caminos para serlo.

Nunca supe cómo ni cuándo, pero años antes de ser ciudadanos las cadenas ya ataban nuestras manos. Cadenas de anís y de humo blanco ataban nuestras mentes. Y ni qué decir de esas cadenas de polvo seco que no dejaron germinar tantas semillas. Quedaron únicamente madres sin hijos, interminables padres nuestros, más Ave Marías y muchas póstumas misas.

Aún no sé por qué quedé yo, si igual fui, como todos esos, un morador más de aquella esquina. Tal vez quedé para contar nuestra historia, para decirle al mundo que no fuimos culpables, para gritar que no fueron vanos los tan escasos pasos que caminamos. Ya hoy los niños no se mueren imberbes, y esa infausta esquina tampoco es un infierno. Pienso que no es justo, pero de algo, o mejor de mucho, valieron nuestros errados ejemplos.